Lviv. Alexander, electricista de una fábrica de Mariupol, la ciudad mártir que ha sido arrasada y es comparada con Grozny, Aleppo, Guernica, Coventry, Leningrado, acaba de llegar a la estación de Lviv.
“No existe una vía intacta, en cada calle hay edificios arruinados, ni siquiera hay una calle que haya resistido. No queda nada”, cuenta a La Nación de Argentina con una sangre fría que impresiona. La típica frialdad de quien aún está bajo shock, de quien aún no puede realizar que es verdad y no una pesadilla, la peor, lo que está pasando.
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A diferencia de los días pasados, la estación de Lviv, antiguo edificio parecido a Retiro, no es un hormiguero de gente llegando desde las ciudades del este bombardeadas e intentando escapar hacia Polonia, que queda a unos 70 kilómetros.
Gorro de lana negro, campera de cuero, piel muy blanca, ojos celeste, Alexander cuenta que logró salir del infierno de Mariupol, ciudad portuaria sobre el mar de Azov que desde hace semanas resiste el asalto de las fuerzas rusas, con otras cincuentas personas. Son todos Testigos de Jeová y fue justamente gracias a esto que pudieron ser evacuados. “Nuestros hermanos de fe arriesgaron su vida para sacarnos de Mariupol. Gracias a ellos pudimos salir”, confirma Yanna, otra integrante del grupo, de 38 años y amiga de la novia de Alexander.
En la estación sigue reinando un clima de solidaridad impresionante, con decenas de voluntarios con pecheras fosforescentes ofreciendo en bandejas vasos de cartón con té caliente, sándwiches, chocolates a todos esos desesperados que deambulan por ahí con valijas con ruedas, mochilas, niños y mascotas a cuestas, en busca de ver cuál es el próximo paso.
¿Cómo vivió estos últimos días de sitio a Mariúpol, ciudad estratégica a quien Rusia viene bombardeando desde el mar y desde el aire, sin piedad, desde hace días?
“Fue supervivencia. Ya no había agua, ni calefacción, ni electricidad, nada. La leña que encontrábamos la cortábamos y hacíamos fuego, con el que nos calentábamos y preparábamos de comer lo que había... E íbamos en busca de agua”, relata. “Fue supervivencia”, insiste Alexander, muy parco en palabras pero con sus ojos celestes que reflejan espanto.
En Mariúpol la semana pasada fue bombardeado un famoso Teatro Dramático donde se refugiaban centenares de mujeres y niños —de hecho los rusos atacaron pese a que afuera podía leerse escrito en el suelo “niños”, en ruso—, luego, ayer, fue atacada una escuela de arte donde también buscaban resguardo 400 personas. Las autoridades ucranianas admiten que la ciudad, que contaba medio millón de habitantes, ha sido destruida en un 90 por ciento.
¿Cuántos muertos estima que puede haber?
“Nadie sabe precisamente cuántos son los muertos, pero evidentemente son miles”, contesta, impasible.
¿Qué va a hacer?
“Mis padres se quedaron allá, no sé nada de ellos, no sé qué va a pasar. Mi hermano y su mujer lograron escapar antes de la ciudad.
¿Qué va a hacer ahora?
“Espero descansar unos días y seguir viaje”, asegura, sin especificar dónde. Siendo varón y con esa edad, no puede salir del país debido a la ley marcial. “La gente es fuerte”
Mariúpol, ciudad donde el 80% de la población es rusófono, pero evidentemente no quiere a los rusos, que tiene el segundo puerto más importante de Ucrania después de Odessa, representa una pieza estratégica en esta guerra. Representa el último obstáculo para la reunificación, vía terrestre, de Crimea (ya anexada por Rusia en el 2014) con los territorios del Donbass.
Cuando le pregunto a Alexander si Mariúpol caerá o resistirá, contesta con la misma frialdad, pero repentinamente llena de pasión: “la ciudad está destruida definitivamente, pero la gente es fuerte, resiste”. “Los militares están listos a seguir adelante luchando hasta la muerte. No se van a rendir”, asegura.
¿Piensa eventualmente en un futuro volver a Mariúpol?
“Solo como turista”, dispara. Yanna, anteojos, bufanda verde, campera larga azul, faja de lana en el pelo y un carrito con el que arrastra una bolsa de arpillera blanca, da más detalles del sitio a sangre y fuego que vivió en las últimas tres semanas.
“Los primeros días hacía tal frío que no se podía sobrevivir. Vivo sola y, mientras oía los estruendos, permanecía paralizada, llorando, en mi cuarto, acostada y tapada con todas las mantas que pude encontrar. La gente salía al portón del edificio para hacer fuego para calentarse y hacer algo de comida”, relata, hablando muy rápido, evidentemente conmocionada.
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“En los últimos días, que cambió un poco el tiempo, renació la esperanza para mí. Me desperté, me dije que tenía que hacer algo. Fui a lo de unos amigos y con los amigos vimos que había autos con carteles con la leyenda “niños” que comenzaban a salir de la ciudad y entonces planeamos sacar algunas cosas y salir de Mariúpol.
Lo conseguimos con la ayuda de nuestros hermanos de fe, en un camión. Si no hubiera sido por amigos, no salía. Me olvidé un montón de cosas en casa porque en mi departamento tenía los vidrios rotos, así que tapiamos las ventanas y estaba todo oscuro”, agrega.
Yanna, que ya no tiene padres, dice que no sabe nada de los demás parientes. Catarina, novia de Alexander, interrumpe y cuenta que solo hace unos días logró contactar a sus padres, que lograron escapar a Berdyansc, localidad que queda unos 69 kilómetros al sudoeste de Mariúpol.
“Pero mi hermana debió quedarse porque un fragmento de una bomba le arruinó la pierna... Ayer fue operada, no sé cómo hará para salir”, dice, con calma, sin derramar una lágrima.
Aunque los testimonios de quienes llegan de Mariúpol aparecen como anestesiados, siguen levantándose voces que denuncian sin medias tintas uno de los peores crímenes de guerra de esta invasión.
“La ciudad de Mariúpol está viviendo un verdadero genocidio. Centenares de personas se mueren de hambre y no sólo en la ciudad, sino también en sus alrededores”, acusó el arzobispo greco—católico de Kiev, Sviatoslav Shevchuk, en su videomensaje cotidiano. “En los territorios temporalmente ocupados se están perpetrando verdaderos crímenes contra la humanidad”, clamó.
El cónsul griego de Mariúpol, Manolis Androulakis, el último diplomático europeo en dejar, el martes pasado, la ciudad asediada, en la que ayudó a decenas de compatriotas a escapar, también denunció el espanto. “Espero que nadie nunca vea lo que vi yo”, afirmó al llegar a Atenas, después de un viaje de cuatro días a través de Ucrania. Y fue más allá: “Mariúpol pasará a ser parte de las ciudades que han sido totalmente destruidas por la guerra, como Guernica, Coventry, Aleppo, Grzony y Leningrado”.
Aunque fue Nadezda Sukhorukova, ciudadana de Mariúpol, en un post de Facebook que relanzó en twitter Anastasia Lapatina, una periodista de Kiev, quien mejor resumió la tragedia de la ciudad mártir.
“Sé que moriré pronto. Es cuestión de días. En esta ciudad todos esperan constantemente la muerte. Sólo quiero que no sea tan espantosa”, escribió, precisando que en Mariúpol ya se veían “cadáveres puestos en los balcones” y reinaba “el silencio de los cementerios”.