Teloloapan, México. AFP. El grito de auxilio se lanzó hace tiempo, pero no fue hasta la sonada desaparición de 43 estudiantes que el Gobierno mexicano estuvo obligado a mirar hacia el estado de Guerrero (sur del país), donde el poder y la infiltración del narcotráfico eran un secreto a voces.
En este aterrador panorama, Manuel es consciente de su fortuna. Hace dos años, un grupo del crimen organizado lo secuestró en una carretera de la sierra y ocho semanas después, cuando su familia ya asumía que se había unido a la lista de desaparecidos de la zona, apareció milagrosamente con la misma ropa hecha harapos en una ciudad vecina.
Manuel explica que los narcos decidieron dejarlo en libertad por su débil estado de salud tras comprobar que él no era un informador de un cartel rival.
Durante dos meses, el hombre durmió a la intemperie del cerro junto a otros 15 compañeros de cautiverio, con los ojos vendados y sujeto a humillaciones.
“La primera semana nos estuvieron golpeando a diario hasta que perdí el conocimiento”, relata este hombre de mediana edad que, por seguridad, es identificado con el nombre de Manuel.
Con miedo todavía a salir a la calle, afirma con conocimiento de causa: “No entiendo por qué se espanta ahora el Gobierno con el caso de los estudiantes. Aquí hemos vivido lo peor”.
La conmoción sigue dentro y fuera de México por la desaparición de los 43 estudiantes de una escuela rural de Ayotzinapa (Guerrero) desde que el 26 de setiembre fueron tiroteados por policías locales en la cercana ciudad de Iguala, que supuestamente después los entregaron a sicarios del cartel local Guerreros Unidos .
De vieja data. En Iguala y alrededores, los desaparecidos se cuentan por decenas, igual que las fosas que se han venido descubriendo, con más de 80 cadáveres este año. María Guadalupe Orozco todavía llora al recordar cómo su hijo Francis, de 32 años, desapareció junto a otros cinco amigos tras unas fiestas del pueblo en el 2010.
La mujer asegura que hay testigos que demuestran que fue el Ejército el que se los llevó y, desde entonces, no se ha cansado de denunciar el caso, de tocar inútilmente las puertas de todas las autoridades e, incluso, de husmear en varias prisiones, fingiendo llevar comida a los internos.
“Porque tienen mucho tiempo de desaparecidos, ¿el dolor ya no existe?”, se pregunta con rabia esta madre de cinco hijos, indignada de que el Gobierno, ante el reciente hallazgo de 28 cadáveres en Iguala, se limitara a decir que entre ellos no hay estudiantes.
Esas personas “también tienen nombre y familia”, lamenta.
Desde que empezó el combate militar contra el narcotráfico en el 2006 hay 22.322 personas oficialmente “no localizadas” en México, aunque muchos familiares de víctimas se resisten a denunciar por miedo al vínculo de las autoridades con la criminalidad.
En el pequeño municipio de Cocula, vecino a Iguala, donde la vida en las calles acaba a las ocho de la noche, familiares prefieren no elevar la voz sobre sus desaparecidos creyendo que con el silencio es más posible recuperarlos con vida.
Los habitantes de Cocula aseguran que han tenido que recolectar rescates de hasta $15.000 para liberar a secuestrados.
El Gobierno ha desarmado a las policías de Iguala y Cocula y desplegado las fuerzas federales para asumir la seguridad.
A unos kilómetros de distancia, en Teloloapán, el alcalde Ignacio Valladares se alegró del refuerzo de seguridad para este municipio al que muchos se refieren como “el infierno” y donde en los últimos 15 días ha habido más de una decena de asesinatos.
“Qué bueno que ya están aquí las fuerzas federales y qué malo que sea por estas circunstancias lamentables que se vivieron en Iguala”, manifiesta este hombre menudo, protegido día y noche por 11 escoltas.