Járkov. Desde el 24 de febrero, Elena Ivanovna huyó de la guerra. Desde hace casi dos meses, con su madre y sus tres hijos, se protege de las bombas en el metro de Járkov, en el este de Ucrania. Una vida “aterradora, difícil, pero seguimos esperando” dice, mientras reza por el fin de la guerra y para que se vayan del país los soldados rusos.
La noche de la invasión, su familia dormía apaciblemente en el pueblo ucraniano de Lyptsi, a solo 10 kilómetros (km) de la frontera con Rusia. “Nos despertamos a las 4:30 a. m. (...), incluso los niños despertaron de inmediato. Se dieron cuenta de que aquello era la guerra” dice a la AFP.
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La violenta apisonadora rusa enfilaba hacia Járkov, segunda gran ciudad de Ucrania, 20 km más al sur. “Aquello no era como un trueno. Toda la casa temblaba” dijo. Elena, su marido y sus hijos de 8, 10 y 17 años se vistieron rápidamente, recogieron algo de ropa, documentos, y corrieron a protegerse al sótano de su casa.
“Cuando volvió el silencio, corrimos hacia nuestro coche y a 170 kilómetros por hora nos dirigimos a Járkov”, relató. “Durante el trayecto, mi marido dijo: ‘miren alrededor, los misiles’, porque caían de todas partes, con enardecedor ruido de bombardeos” recordó esta maestra de un jardín de infancia, de 40 años.
Llegados a Járkov, se reunieron con la madre de Elena, que vive ahí. Pero la ciudad, que cuenta con 1,5 millones de habitantes, estaba también bajo las bombas. Los rusos intentaron tomarla, pero la resistencia del Ejército ucraniano los rechazó tras duros combates.
De nuevo la familia se refugió en un sótano, y ahí se quedaron seis días. “Pensábamos que aquí (en Járkov) nos salvaríamos pero esto se convirtió en la línea del frente, con bombardeos de helicópteros y aviones. Entonces decidimos venir al metro”, como centenares de habitantes, para protegerse de los ataques rusos.
700 personas
Dos meses después, al menos 700 personas siguen viviendo en varias estaciones de metro de Járkov. Aunque la ciudad no es bombardeada de forma masiva, sí es atacada por obuses y por cohetes, de forma aleatoria, espaciada, a cualquier hora del día y de la noche.
En el metro, “en la primera semana dormíamos unos sobre otros, no había ayuda humanitaria, nadie comprendía lo que pasaba” explicó Yulia, una de las numerosas voluntarias movilizadas para ayudar a los desplazados.
El viernes por la mañana, víspera de Pascua, los voluntarios organizaron una distribución de “paska”, un pequeño brioche tradicional. En el largo andén de la estación, cada familia, cada persona refugiada, recreó un símil de intimidad pese a la ausencia de separación física.
En un colchón, una hija de Elena acaba de recibir un gran castillo de princesa y monta cada una de las piezas, muy concentrada. “Tenemos ayuda humanitaria. Los voluntarios nos traen comida tres veces por día, incluso platos calientes, caramelos para los niños, juguetes, lápices” explicó la madre de la niña.
Desde hace un mes los niños pueden incluso estudiar, ya que voluntarios dan cursos en persona o en línea, con videos. También son organizadas actividades para todas las edades: teatro, música, marionetas, conciertos, ejercicios físicos.
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“Hay un espectáculo de animales, pintura, juegos, para que los niños puedan sentirse mejor mentalmente y físicamente” dice Elena. Pero nadie sale indemne psicológicamente. “Ahora, cuando escuchan (las bombas) se despiertan, tiemblan y piden medicamentos”, agregó.
Para ella, “la victoria vendrá cuando todos los soldados rusos se hayan ido (de Ucrania), cuando ya no escuchemos los misiles, cuando no veamos ningún cohete más”.