Fueron nueve años reconstruyendo la ejecución extrajudicial de su hijo. En la búsqueda de justicia, Carmenza Gómez destapó una "olla podrida" en el ejército de Colombia y ahora exige la verdad completa sobre el crimen.
Víctor Gómez trabajaba como guardia en Bogotá. El 23 de agosto de 2008 desapareció junto con Diego Tamayo y Jader Palacio. Al mes siguiente sus cuerpos fueron hallados muy lejos de Soacha, la localidad donde vivían al sur de Bogotá.
Con la falsa promesa de un mejor empleo unos desconocidos, se supo después, los llevaron al departamento de Norte de Santander, limítrofe con Venezuela.
Las autoridades habían reportado al joven de 23 años como parte de una organización paramilitar que murió en combate. Era el sexto de los ocho hijos que Carmenza crió sola.
La mujer cuenta que se enteró de lo sucedido con Víctor porque un aprendiz del instituto forense, primo de uno de sus amigos desaparecidos, halló la foto de su familiar. El cadáver estaba en una morgue a 740 kilómetros de Soacha.
En el álbum mortuorio, corrió la voz, también estaba Víctor. "Uno quisiera que la tierra se abra y se lo coma a uno. Yo me desmayé", recuerda. "Uno de madre o de padre nunca está preparado para ver un hijo muerto".
“Olla podrida”
Como pudo reunió dinero y viajó por el cuerpo de su hijo, que junto con otros cadáveres estaban siendo trasladados de la morgue hacia una fosa común. Con el tiempo se ubicaron los de 19 jóvenes de Soacha en varias fosas.
Sin imaginarlo, Carmenza comenzó a desvelar el mayor escándalo en la historia de las fuerzas militares de Colombia: los "falsos positivos", ejecuciones de civiles a manos de militares que los presentaban como bajas en combate para engrosar los resultados de un conflicto que ha desangrado al país por casi sesenta años.
La fiscalía ha documentado 2.248 "falsos positivos" -buena parte jóvenes pobres- entre 1988 y 2014. El 59% de los casos se produjeron en el gobierno del ahora senador Álvaro Uribe (2002-2010), que combatió sin tregua a los grupos rebeldes.
A cambio los militares recibían días de descanso, medallas o proyecciones de ascenso. Cuando se confirmó el paradero de los jóvenes desaparecidos de Soacha, el gobierno destituyó a 27 militares y Uribe negó cualquier responsabilidad.
Entonces empezó la maratón judicial de Carmenza y de otras 13 mujeres que forman el Colectivo Madres de los Falsos Positivos.
Mientras buscaba justicia, el 4 de febrero de 2009, desconocidos asesinaron a tiros a otro de su hijos, John. Carmenza cree que lo mataron porque estaba escudriñando en la trama que terminó con la vida de su hermano.
La mujer recuerda con remordimiento la admiración que le tenía al ejército colombiano, donde prestaron servicio obligatorio tres de sus cinco hijos.
¿Perdón?
Pese a la nueva pérdida y el miedo, Carmenza no desistió y acompañó prácticamente cada una de las audiencias relacionadas con la muerte de Víctor. En 2017, nueve años después del crimen, la justicia civil condenó a 17 soldados y mandos.
Todo ese tiempo "fue mirándole la cara a ellos, en la misma sala cuando habían audiencias, donde no hacían sino burlarse de nosotras y secretearse", lamenta.
Varios de los uniformados condenados recobraron temporalmente la libertad tras someterse a la justicia especial surgida del acuerdo de paz de 2016, que acabó con medio siglo de lucha armada de la guerrilla FARC.
Fue "un golpe muy duro", asegura Carmenza. Sin embargo, aunque escéptica, espera que esta concesión conduzca a que se sepa toda la verdad y haya reparación de las víctimas conforme reza el pacto que acogió Colombia para esclarecer los peores crímenes del conflicto.
"Lo único que espero es (...) que les quiten los beneficios (penales) si no dicen la verdad plena", añade.
El más alto mando vinculado en los "falsos positivos" es el general Mario Montoya, comandante del ejército entre 2006 y 2008, quien aseguró en audiencia que sus subordinados malinterpretaron sus exigencias de resultados.
Carmenza considera que el Estado es el mayor responsable de los crímenes por establecer una política de "pagar recompensas para decir que estaban ganando la guerra, matando civiles". Asegura que solo cuando se establezca esa verdad, considerará el perdón.
En tiempos de pandemia, las madres de Soacha venden mascarillas como una consigna que resume su lucha: “¿Quién dio la orden?”.
La trama de sangre de los militares en Colombia
En plena ofensiva militar para pacificar un país, las neveras mortuorias de un poblado de Colombia se llenaron. Entonces, recuerda el coronel Gabriel de Jesús Rincón, fueron sacados hacia una fosa común los cuerpos sin identificar de los supuestos guerrilleros y delincuentes.
Pero en realidad esa morgue se había llenado con civiles asesinados. "Yo no maté, pero sí predispuse para que los hechos se cometieran", confiesa Rincón en una entrevista exclusiva con AFP.
Fue lo que marcó la caída del oficial en retiro de 53 años y destapó el peor escándalo de sangre en las Fuerzas Militares de Colombia dentro un conflicto de casi seis décadas.
Este hombre de mirada de hierro estuvo en el ejército 22 años antes de ser condenado por desaparición y homicidio. Entre 2006 y 2008 fue oficial de operaciones de la Brigada Móvil 15, con jurisdicción en el departamento de Norte de Santander, fronterizo con Venezuela.
En esa época, la lucha militar con las guerrillas fue tan encarnizada que el tanatorio del municipio de Ocaña no dio abasto.
En setiembre de 2008 la alcaldía y la curia, temerosas de una crisis sanitaria, gestionaron legalmente el traslado de 25 cuerpos que estaban en cuartos fríos hacia una excavación común en el paraje Las Liscas.
En el proceso, algunos terminaron siendo identificados como los restos de civiles que habían desaparecido semanas atrás y eran buscados muy lejos de ahí por sus familias.
Rincón afirma que con la exhumación supo quiénes eran sus víctimas: jóvenes pobres que fueron engañados y llevados a Ocaña desde Soacha, una localidad próxima a Bogotá y a 740 kms del sitio donde las tropas los mataron.
"Apoyé algunas unidades en darles algunos medios (...) Hablo de suministrarles armamento (...) para hacerlos pasar como muertos en combate", detalla.
El alto oficial comparte por primera vez con un medio lo que le contó a los jueces de paz y a las familias de las víctimas, dentro de un proceso de verdad y justicia con el que pretende una rebaja de pena.
Los militares habían organizado su propio 'body count', un conteo premiado de cuerpos para mostrar resultados en la guerra contra las guerrillas y las bandas paramilitares del narcotráfico, que arreció con la llegada de Álvaro Uribe al poder en 2002.
"No denuncié y permití que las unidades que se encontraban allá, en el área de combate, hicieran esas prácticas", reconoce Rincón. Las recompensas a los soldados incluían medallas, días de descanso, anotaciones elogiosas en el currículo o proyecciones de ascenso.
¿Casos aislados?
Rincón pasó casi diez años en prisión. En 2017 fue condenado a 46 años por el crimen de cinco jóvenes de 20 a 25 años, que vivían en Soacha y fueron reseñados inicialmente como "caídos en combate".
Según su relato, dos civiles que actuaban como reclutadores y con quienes no tuvo trato directo, los llevaron en autobús hasta Ocaña con la promesa de ganarse "un dinero rápido".
Los dos hombres y un sargento conformaban la "organización delincuencial" que actuó en este caso.
Ya en Ocaña, la unidad Espada se ocupaba de los asesinatos. "Nunca entré a explicarles (...), lo único que les dije: van a salir a esta operación, les van a acomodar y a entregar unas personas y ustedes ya saben qué es lo que tienen que hacer".
Víctor Gómez tenía 23 años cuando viajó, engañado, a Ocaña en compañía de Jader Palacio y Diego Tamayo.
Los tres fueron presentados como parte de una banda criminal. “Víctor tenía un tiro en la frente, un tiro de gracia”, detalla la mujer de 62 años, quien recibió protección oficial ante amenazas por “buscar la verdad”.
Conocidos en el argot militar como "positivos", miles de esos resultados fueron en realidad ejecuciones de civiles a sangre fría.
José Miguel Vivanco, de la ONG Human Rights Watch, sostiene que varios expedientes están “olvidados en la Justicia Penal Militar”, pero que una “estimación creíble” de Naciones Unidas sugiere hasta 5.000 ejecuciones.
Esto no fue de "unas pocas manzanas podridas, sino crímenes generalizados y sistemáticos", destaca Vivanco. La fiscalía investiga a 29 generales por estos crímenes.
“Aportar a la guerra”
Antes de llegar a la Brigada Móvil 15, en 2006, Rincón recuerda haber sido abordado por el que luego sería el comandante del ejército, general Mario Montoya, ya en retiro y quien también comparece ante la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), creada a partir del acuerdo de 2016 que condujo al desarme de la guerrilla FARC.
- "¿Cómo va a aportar a la guerra?
- ¿Cómo, mi general? Entonces él me dice: ¿Cuántos muertos va a poner? Le dije, pero muertos de dónde, yo no tengo ninguna funcionalidad operacional. Entonces él, no sé si de forma jocosa pero sí directa, me dijo: ¿Y por qué no saca unos tipos allá de la morgue, los viste con uniforme y los reporta como resultados?".
Cuando se reencontró con Montoya, Rincón ya había sido asignado a la brigada móvil. "Ahora sí va a saber qué es la guerra, ahora sí le va a aportar a la guerra", asegura que le expresó Montoya, jefe del ejército entre 2006 y 2008.
Y aunque nunca recibió de él una orden directa de matar, el coronel reveló la existencia de "un top 10" de unidades militares en el que los éxitos se medían exclusivamente por muertos. Si alguien no "estaba dando resultados, tenía que irse de la institución".
La defensa de Montoya asegura que él "no instigaba absolutamente nada".
"Existen 2.140 militares vinculados a investigaciones de ejecuciones extrajudiciales, lo que equivale al 0,9% del total de los hombres que operaron en el ejército en el periodo mencionado, (...) lo que muestra que en ningún momento existió una directiva o directriz al ejército para hechos tan atroces", sostiene el abogado Andrés Garzón.
Verdad amenazante
Rincón se sometió a la JEP, que investiga los peores crímenes cometidos por guerrilleros y militares en un conflicto con ocho millones de víctimas entre muertos, desaparecidos y desplazados.
En 2018, tras pedir perdón, recobró temporalmente su libertad a cambio de contar la verdad y reparar a sus víctimas.
En noviembre recibió protección estatal tras un atentado fallido cuando visitaba a su hermano. Su abogada Tania Parra también ha sido amenazada.
Veinte de los 219 militares que están bajo la jurisdicción especial cuentan con seguridad por la mismas razones. Suspendidas temporalmente por la emergencia de la pandemia de coronavirus, las audiencias judiciales se reactivaron virtualmente el 4 de mayo.
"Contar la verdad después de un conflicto de más de 50 años (...) indudablemente implica un riesgo", señala Giovanni Álvarez, director de la Unidad de Investigación y Acusación de la JEP.
Ahora, Rincón espera el careo con sus víctimas. Quiere contarles cómo era esa "instigación y presión" que arruinó tantas vidas y lo convirtió a él en un verdugo "por favorecer unos intereses institucionales".
“Va a ser muy difícil que nos veamos cara a cara, víctima a victimario”, dice. Las lágrimas asoman cuando se apagan las cámaras.
El mayor del ejército que premió a los soldados por matar civiles en Colombia
No importaban las capturas, solo “los muertos”. Cuando en 2006 llegó a comandar una fuerza élite del ejército colombiano contra el secuestro, el mayor Gustavo Soto siguió esa directriz “instigado”, según él, por el alto mando que le exigía resultados.
Confiesa que premió a sus tropas por matar a civiles que hicieron pasar por guerrilleros o delincuentes. Así, asegura, se inflaron resultados en un conflicto que empezó en los años sesenta. La práctica se conoce como "falsos positivos" y es el mayor escándalo en la historia militar de Colombia.
"No fui yo el que inicié eso (...), los soldados sabían cómo presentar las muertes, cómo hacerlo". Ya en la operación, "se cogía a la persona, en una captura, pero la orden era darlo de baja, presentarlo como muerte en combate", detalla en entrevista exclusiva con AFP.
De 48 años y cortado al rape, el oficial en retiro sostiene que presenció una ejecución y, en otras, facilitó las armas que los militares ponían en manos de los muertos.
"El dinero que yo debí haber utilizado (...) en buscar a las personas secuestradas, me tocó utilizarlo para comprar armas y pagar a muchos reclutadores" de civiles, que fueron conducidos a la muerte con engaños de un "trabajito".
Los soldados eran premiados. "Tenían cinco días de permiso (...) Y a mí me dieron, por estar entre las diez mejores unidades, quince días en la ciudad de Quito en 2007". Ese año Soto fue detenido.
En 2018 recobró temporalmente la libertad como parte de un arreglo con la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), creada a partir del acuerdo que desarmó y transformó en partido a los antiguos rebeldes de las FARC.
Soto se comprometió a contar la verdad y reparar a sus víctimas, para obtener una pena alternativa a los 32 años de cárcel que le esperaban por homicidio y secuestro.
Es la primera vez que Soto habla con la prensa sobre lo que le dijo a los magistrados que juzgarán los peores crímenes cometidos en una guerra que deja ocho millones de víctimas entre muertos, desaparecidos y desplazados.
“Todo el mundo callaba”
Entre mayo de 2006 y octubre de 2007, Soto estuvo al frente del cuerpo élite contra el secuestro y la extorsión (Gaula) en el departamento de Casanare, en el noreste colombiano.
Asumió el mando con un resultado operacional de 10 a 14 bajas (fallecidos), y salió de esa unidad con un récord de "83 muertes". "Por ahí unas cuatro o cinco fueron operaciones totalmente legales, las demás son muertes ilegítimas".
Según Soto, como comandante hizo varias operaciones con el extinto cuerpo de policía secreta DAS, disuelto en 2011 por una trama de espionaje a periodistas, jueces y políticos.
“Dispare y recoja”
Durante un tiempo los soldados lograron encubrir sus crímenes extraviando los documentos de identidad de las víctimas. "Tampoco dije nada de eso, lo vi normal, permití que eso sucediera. En aquel entonces no sentía remordimiento porque yo veía que en la brigada ese era un resultado operacional".
Soto se sintió "blindado". Afirma que el entonces comandante del ejército, general Mario Montoya, medía los resultados operacionales "en muertos".
"A él no le interesaban las capturas (...) fui testigo de (una vez que) un mayor de apellido Rodríguez no tenía ningún muerto. Llegó el comandante del ejército y le dijo: '¿Mi mayor, es que en (el municipio de) Barrancominas no hay guerrilla?'".
Para espetarle luego: "Lo que tiene es que colocar un batallón en línea y dar la orden: 'disparen'. Y vaya y recoja, como quien dice (a) lo que dispare (...) ya es ganancia, eso es muerto".
Aunque no ha sido condenado, Montoya está ofreciendo su versión a la JEP. Su defensa negó a la AFP los señalamientos. "En ningún momento existió una directiva o directriz al ejército para hechos tan atroces", sostiene el abogado Andrés Garzón.
Ahora Soto teme por su vida. “Esta verdad que yo estoy diciendo seguramente que puede (tener) un precio”, se resigna el oficial, que dentro de poco deberá encarar a las familias que enlutó. Su abogada, Tania Parra, también ha recibido amenazas.