Lviv. Hace un mes, como para los 44 millones de habitantes de Ucrania, la vida de Valerii, joven de 20 años de Kiev, cambió dramáticamente. Cursaba cuarto año de la Universidad Nacional Karpenko de Teatro Cine y Televisión de Kiev, al mismo tiempo, trabajaba en la Academia de Ciencias para Niños de la capital, que produce películas educativas para maestros, alumnos y niños, salía con sus amigos a tomar algo en algún boliche de la ciudad.
Hoy, cuando se cumple un mes de la guerra, se encuentra junto a su hermanita de 7 años, Elisabetha, en el seminario greco—católico de la ciudad, que lo hospeda. La esposa de uno de los sacerdotes de este lugar (que pueden casarse), es amiga de su mamá, Tatiana, que debió quedarse en Kiev porque sus padres, enfermos, no pueden moverse.
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“Mi abuela se rompió una pierna y mi abuelo tuvo un ACV por el que se encuentra medio paralizado, así que es imposible moverlos y mi mamá se quedó con ellos”, cuenta a LA NACION Valerii, que habla muy bien inglés. Pelo morocho peinado hacia atrás con una colita, aspecto adolescente, Valerii en un mes prácticamente se transformó en el virtual padre de su hermanita, a quien cuida con una delicadez que parte el corazón.
Mientras cuenta su historia —una más entre miles de desarraigo, pérdida, miedo, horror que vive desde hace un mes Ucrania—, le doy a Elisabetha una hoja de mi anotador para que no se aburra, para que dibuje. A ella le dicen “Liza” y por suerte no habla inglés, así que no entiende.
Pelo y flequillo rubio, ojos celestes con una mirada demoledora, Elisabetha es muy tímida. “Empezó primer grado, pero estuvo bastante tiempo enferma, así que fue sólo dos meses al colegio y no tiene muchos amiguitos. Pero acá dice que la pasa mejor que en casa, encontró un amiguito con el que juega, Matías, pero extraña a su mamá”, afirma Valerii, que dice que todos los días hablan por teléfono con ella.
“Vivimos en una casa que queda cerca del aeropuerto de Zhuliany y cuando ayer hablamos mamá tuvo que salir corriendo al refugio porque había un bombardeo”, dice Valerii, que tiene otro medio hermano. “Mis padres son divorciados y papá tuvo otro hijo con su nueva mujer, que tiene 4 años, que se fueron a República Checa. Él (como todos los hombres de entre 19 y 60 años) se quedó en Kiev”, agrega.
La mayoría de los amigos de Valerii se fueron de Ucrania y son parte de esos más de 3,5 millones de refugiados que se encuentran en algún país europeo. Pero sus padres se quedaron. Aunque lo peor para Valerii es que desde hace diez días no logra contactarse con varios de sus amigos de la Universidad de Mariúpol, la ciudad portuaria “mártir” sobre el Mar de Azov, que ha sido devastada desde el aire por las fuerzas rusas. “Estudiaban en Kiev, pero cuando empezó la guerra decidieron volver a Mariúpol... No sé nada de ellos”, afirma, con ojos perdidos.
Su mamá, que tiene 46 años y que antes de la guerra enseñaba Ciencias Económicas en la Universidad de Kiev, quiso que él y Elisabetha se fueran de Kiev no bien empezó la guerra. El 26 de febrero se organizó para mandarlos a lo de unos amigos que viven en Truskavets, localidad a unos 100 kilómetros al sur de Lviv y de ahí, al seminario greco—católico.
¿Cómo está llevando esta situación su hermanita, que no se despega ni un minuto de él, salvo cuando juega con alguien de su edad? “Es duro, pero por suerte ella no entiende qué es la guerra. Ayer nos encontramos con nuestra prima, que también salió de Kiev y está viviendo aquí en Lviv, que le preguntó a Liza ‘¿qué es la guerra?’ y ella no lo pudo explicar... Es bueno eso, al menos ahora, después, quién sabe”, comenta.
Y él, ¿qué piensa? “Que es un gran desastre para nuestro país, que va a ser muy duro reconstruirlo y que es muy difícil entender lo que está pasando... Yo normalmente, como todos en Kiev, hablo ruso... ¿Cómo puede ser que los rusos ahora nos estén disparando a los que también hablamos rusos?”, se pregunta. “No sé cuándo va a terminar esta locura, espero que pronto. Mi prima que vive acá decía ayer que, como se le vence el contrato de alquiler aquí en Lviv el 5 de abril, va a terminar ese día y después vamos a poder volver todos a Kiev. Y vamos a ganar”, suelta, sonriendo.
Antes de que estallara la guerra, hace un mes, Valerii tenía un sueño: algún día hacer el sonido de una película de terror. “Soy fan de las películas de terror, que ahora no son buenas en cuanto a sonido, sino que eran mucho mejores las viejas”, comenta, bromeando incluso con la idea de llegar algún día a Hollywood.
Aunque parezca increíble en plena guerra, el joven cuenta que Liza tiene clases de su escuela online, aunque todos, la maestra y sus compañeritos, se encuentran fuera de Kiev o en el exterior. “Nos conectamos muy poco, con el teléfono, porque las clases en remoto no funcionan para ella... Los 30 alumnos de su curso dejan el audio abierto y la verdad es que no se entiende nada”, sostiene. “En la Universidad, en cambio, tenemos ‘vacaciones’ y me toca empezar a preparar la tesis”, agrega.
Valerii cuenta que su papá, que es escenógrafo y con quien también habla a diario, quiere combatir por Ucrania.
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¿Él también pensó en combatir? “Si yo me hubiera quedado en casa, seguro, habría combatido. Pero tengo una hermanita que tengo que cuidar, ayudar y salvar. Y haré todo lo posible para que ella no sienta esta guerra”, contesta Valerii, que es demasiado joven para conocer La vida es bella, la película de Roberto Benigni, que, sin saberlo, está poniendo en práctica.
Terminamos la charla hablando de cine, de sus dos gatos, de su ratón, Richard (sí, ratón, no conejito de Indias, que me muestra en un video que tiene en el celular paseando detrás de su cuello). Y Liza me regala el dibujo que hizo mientras tanto en la hoja de mi anotador: está su casa, su jardín, con un árbol y flores, dos pajaritos chiquititos, dos mariposas grandes y un sol que sonríe.
Iryna: ‘Si muero, que me entierren en mi departamento’
En este mes también cambió la vida de Iryna, enérgica ucraniana de 59 años que trabaja en una compañía de seguros que solía vender en una de las tiendas que hay en la localidad de Medyka, en la frontera con Polonia, a 70 kilómetros.
Una frontera que se convirtió en uno de los puntos álgidos de una crisis de refugiados vertiginosa, que no se veía en Europa desde la Segunda Guerra Mundial. “Ahora dejan pasar gratis, sin seguro y la verdad es que los polacos se portaron bárbaro, recibieron a todos los ucranianos, simplificaron los trámites, pusieron autobuses, hasta pusieron una carpa para los perros y gatos, con platos para ellos, así que una enorme solidaridad, como se vio también en Lviv, que tiene un tercio más de habitantes”, destaca.
“Ahora se ve la mitad de gente que había al principio en la frontera, cuando había filas de kilómetros, pero la cantidad de gente depende si abren o no los corredores humanitarios para que escape la gente del este que está debajo de los bombardeos”.
Aunque en Lviv, salvo el ataque a la cercana base de instrucción de Yavoriv —que dejó 35 muertos y 134 heridos— y un bombardeo a una fábrica que repara aviones, la situación fue más tranquila, Irene admite también su vida fue trastocada.
No sólo porque cada dos por tres suenan sirenas de alarma y hay que bajar corriendo a un refugio, sino porque vive en el terror. “Lloro todos los días porque mi hija es militar y, aunque no está en el frente, no me quiere contar nada y está muy estresada porque es responsable de los vehículos militares... Llega a las 11 de la noche e incluso decidió enviar a su hijo, mi nieto de 14 años, Yuri, a Italia, junto a sus primos”, cuenta.
“Miro la ropa de mi hija y la de mi nieto, que vivía conmigo y que extraño y me pongo a llorar... Me paso todas las noches rezando frente a la ventana, esperando que mi hija vuelva de la base militar donde trabaja, que podría ser un blanco del loco de Putin”, agrega.
¿Pensó en irse al exterior? “¡No! Yo soy una verdadera ucraniana, tengo una hija acá, que es militar y no pienso irme a ningún lado. Si pudiera, saldría a combatir, pero ya no me da la edad. Y si muero, que me entierren en mi departamento”, bromea.
Svetlana: ‘Decidí volver’
A un mes del inicio de la guerra en la estación de trenes de Lviv, un hormiguero de refugiados y de historias de vidas quebradas, no sólo hay personas que huyen. También hay quien, como Svetlana, que después de haberse escapado al principio de la invasión de su ciudad, Zaporiyia, que queda unos 1000 kilómetros al este de Lviv, ahora está en fila para comprar un pasaje de tren para regresar.
“Tuve miedo cuando empezó la guerra, me fui enseguida a Polonia y luego a Alemania, pero ahí no hay nada que hacer, nadie nos espera, no hay trabajo. Hay que hacer muchísimos trámites, mostrar documentos, hay que saber el idioma y como no lo sé, ni encontré trabajo, ni nada, decidí volver”, cuenta a La Nación está mujer de unos cincuenta años, con abrigo y mochila negra, rostro cansado, que viaja sola.
“Hablé con mi jefe de la fábrica en la que trabajo, que produce vasos de plástico, que me dijo que hasta ahora bombardearon de vez en cuando la periferia de Zaporiyia, pero no el centro y que suenan las sirenas como aquí en Lviv, así que decidí volver”, explica.
¿No tiene miedo de regresar? Svetlana levanta las cejas y contesta que ya está mentalizada, que ya decidió, que está preparada y que tiene sentimientos positivos. “Yo estoy sola, mi hija, que estaba en Kherson, donde la situación es muy mala, sin luz, sin agua, ya logró escapar a Turquía y mi corazón me dice que es lo que tengo que hacer.
No tengo miedo, aunque sé que los soldados rusos se están portando pésimo, utilizando una violencia terrible incluso contra ancianos, mujeres y niños. Mi hermano que también es de Kherson me contó que los soldados rusos entran a saquear las casas”, afirma. “Pero me dicen que en Zaporiyia la situación es mejor. Y quiero volver a casa”.
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