Olvídese de la “guerra del fútbol”. No hubo tal “guerra del fútbol”.
Sí es verdad que se aprovechó la circunstancia de que en las vísperas del conflicto armado, Honduras y El Salvador disputaban juegos eliminatorios en busca de un cupo para el Mundial de Fútbol de 1970, para atizar el nacionalismo a niveles febriles.
Hace 50 años, cuando la atención internacional estaba puesta en el viaje de Apolo 11 a la Luna, los dos países centroamericanos se enfrascaron en un conflicto armado que lejos de solucionar las causas que lo originaron, más bien las mantuvieron.
Los dos países fueron a esa guerra en momentos cuando el Istmo intentaba modernizar su economía, tradicionalmente muy dependiente de la agricultura y de unos cuantos productos para el mercado internacional, apostándole a un esquema de políticas comunes entre los cinco estados con el fin de dinamizar el comercio intrarregional y apostar por la industrialización.
Paradójicamente, tal esfuerzo constituyó una fuente de roces, que se acentuó entre los dos vecinos.
Los choques armados que se prolongaron por 100 horas fueron el resultado de un concatenación de una serie de factores históricos y estructurales que las élites gobernantes y sus aliados militares explotaron en su momento.
No se sabe con precisión cuántas personas murieron, aunque estimaciones extraoficiales especulan que en cada bando hubo entre 1.000 y 2.000 víctimas fatales.
Lo que sí es claro es que la contienda trabó, una vez más, otro sueño de acercamiento y coordinación entre las antiguas provincias del Reino de Guatemala y envenenó más las tensas relaciones entre Honduras y El Salvador.
Fronteras y gente
Como ocurrió en muchos de los países que surgieron del desmembramiento del Imperio español, la ausencia de límites precisos entre las circunscripciones que lo integraron constituyó un foco de tensiones entre los nuevos Estados. Centroamérica no fue la excepción.
El Salvador y Honduras se encontraron con la dificultad de establecer dónde terminaba su territorio y 1969 los encontró con un problema sin solución. A lo largo de su frontera había una serie de “bolsones” que cada país reclamaba como suyos, además de varios islotes en el golfo de Fonseca.
El diferendo cobró más relevancia con otro factor: la emigración de salvadoreños hacia el país vecino en procura de una mejor oportunidad de supervivencia.
100 horas de hostilidades
En julio de 1969, Honduras y El Salvador libraron una guerra por cuestiones limítrofes y de migración, que no solucionó ninguno de estos problemas.
FUENTE: ROWLES, JAMES. "EL CONFLICTO HONDURAS-EL SALVADOR (1969)" Y ARCHIVO DE LA NACIÓN. || J.C. / LA NACIÓN.
Con alrededor de 21.000 km², El Salvador contaba en 1970 con casi 3,6 millones de habitantes, cifra que se había duplicado en 20 años, lo cual arrojaba una densidad de 147 personas por km², en tanto que en Honduras –con una superficie casi seis veces mayor– habitaban por la época 2,75 millones de pobladores (21 por km²).
La concentración de la tierra en el primer país explicaba el porqué de esa “exportación” de gente.
Para aquel momento, el 1% de las propiedades, constituido por las explotaciones más grandes, ocupaba el 47% de la superficie trabajada, destaca el historiador salvadoreño Carlos Gregorio López Bernal, quien contrasta que el 85% (unidades de menos de cinco hectáreas) “solo representaban el 15% de la superficie total”.
Aparte del café, que era el principal producto de exportación (como sucedía en los otros países del área), El Salvador apostó fuerte desde los años 50 a la explotación del algodón y de la ganadería como otras opciones para el mercado internacional. El experto señala: “No hay duda de que el algodón y el ganado ‘expulsaron’ a los pobladores de la costa hacia los asentamientos marginales urbanos y hacia Honduras”.
Como coinciden varios especialistas, la emigración hacia Honduras se convirtió en una válvula de escape para la oligarquía agroexportadora y para el Estado que acuerpaba sus intereses.
En el decenio de los 60, los dos países habían suscrito acuerdos de migración, pero el último, rubricado en 1967 y que expiró dos años más tarde, no fue prorrogado por Honduras.
Cabe aclarar que el problema agrario también estaba presente en el otro lado de la frontera.
Si bien había más territorio y menos ocupantes, la concentración de la tenencia de la tierra era allí también una realidad... y un problema.
Las mejores tierras, sitas en la costa del Caribe, estaban en poder de compañías bananeras estadounidenses, que las habían obtenido por concesiones otorgadas por el Estado a partir de finales del siglo XIX. El resto estaba en dominio de grandes haciendas ganaderas.
Conforme se inició el proceso de mecanización de la industria del banano, esta prescindió de mano de obra no calificada. Esta situación, más el flujo de salvadoreños, acentuó la presión sobre la demanda de tierras. Comenzó la ocupación en precario y creció la violencia por intentos de desalojos, fuese por el Estado o por particulares, particularmente desde 1967 en adelante.
El gobierno del general Oswaldo López Arellano se veía presionado por los terratenientes, por lo cual este optó por expulsar precaristas y aplicar la ley de reforma agraria promulgada en 1962. Esta estipulaba en su artículo 69 que solo los hondureños podrían beneficiarse de la entrega de tierras por el Estado y fue así como se puso en marcha la expulsión de campesinos salvadoreños hacia su país.
Para el gobierno y los terratenientes de El Salvador esta medida era alarmante. Un regreso masivo de labriegos era lo que menos querían por cuanto implicaba presión sobre el régimen de tenencia de tierras y activaba la “pesadilla” de una insurrección como la que en 1932 sacudió al país, puntualiza el jurista James Rowles en su obra El conflicto Honduras-El Salvador (1969).
Con el regreso de los campesinos, llegaron historias de abusos por parte de las autoridades de Honduras, que fueron hábilmente explotadas por las autoridades y que recibieron gran eco en los medios de comunicación.
Fuego del nacionalismo
En Honduras, los latifundistas hicieron lo propio cerrando filas con el gobierno y la aplicación de la ley de reforma agraria pues el asentamiento de labriegos nacionales aliviaba un poco la presión por el acceso a la tierra. El gobierno, presionado por este problema y huelgas de otros sectores, vio la oportunidad de desviar la atención hacia su vecino.
A ambos lados de la frontera se desató una fiebre de nacionalismo, atizada por los medios de comunicación, que permitió a los gobiernos galvanizar a su alrededor a la población.
“Las guerras internacionales pueden ser poderosos movilizadores sociales al apelar a la identidad y la unidad de la nación ante un enemigo externo”, explica el historiador Carlos Pérez Pineda, miembro de la Academia Salvadoreña de la Historia.
Y, ahora sí, es en este contexto donde entra el juega el fútbol como otro elemento catalizador de la “fiebre patriótica”.
Los equipos nacionales se enfrentaron en dos juegos –8 de junio de 1969 en Tegucigalpa y, una semana después, en San Salvador– como parte de las eliminatorias para el Campeonato Mundial de 1970 en México. Los partidos se disputaron en un ambiente de pasión desbordada, que incluyó ataques a los aficionados contrarios e irrespeto a himnos y banderas.
Las autoridades de uno y otro país no hicieron nada para impedir los desmanes.
López Bernal enmarca esa conducta en el hecho de que “en el furor de una competencia deportiva, los equipos nacionales encarnan el honor y el orgullo del país al cual representan”.
Como complemento del nacionalismo, en Honduras reinaba un clima de animadversión respecto al vecino por las ventajas que la industria salvadoreña tenía sobre la nacional, muy débil, en el marco del Mercado Común Centroamericano. El llamado a la población a rechazar la compra de bienes de El Salvador fue parte de esa campaña.
La chispa estaba lista
La ruptura de relaciones diplomáticas por parte de San Salvador, a finales de junio, representó otro grado en el aumento de la temperatura, al tiempo que El Salvador, principalmente, comenzaba a hacer aprestos para una posible acción militar. A lo anterior se agregaba el incremento de denuncias, no siempre fiables, de incidentes armados entre tropas de ambos países.
El resto de países centroamericanos, ya muy inquietos por el deterioro de la situación y por las repercusiones que un conflicto armado podría tener en el comercio intrarregional, hicieron esfuerzos diplomáticos para tratar de evitar lo peor.
Una comisión mediadora compuesta por los cancilleres Costa Rica, Nicaragua y Guatemala mantuvo frecuentes reuniones con las autoridades de Tegucigalpa y San Salvador, y la Organización de Estados Americanos (OEA) delegó en ellos la tarea de frenar el curso de los hechos.
Sin embargo, la dinámica de estos demostraron, a juicio de James Rowles, que la intervención de la OEA fue tardía. Para antes del estallido de las hostilidades la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) envió una misión a investigar las denuncias salvadoreñas de abusos contra los emigrantes expulsados de Honduras.
Mas no es hasta principios de julio cuando el Consejo Permanente, a petición hondureña, convoca al Órgano de Consulta (cancilleres) para escuchar las denuncias de “clara agresión por ataque armado” y de violación a su espacio aéreo.
Entre reuniones y reuniones, llegó el 14 de julio, cuando soldados salvadoreños atravesaron la frontera e iniciaron la invasión del territorio vecino.
El Salvador justificó esta acción como un acto en defensa de sus ciudadanos, víctimas de “ataques injustificados”.
La guerra había empezado. De ahora en adelante, a la OEA le tocaría el desafío de frenar los combates, lo cual logró cuatro días después.
Vino luego el pulso con El Salvador por la retirada de tropas ocupantes de territorio vecino. Al penetrar y permanecer en suelo ocupado, explica el jurista Rowles, ese país pretendía dos objetivos: detener la expulsión de labriegos por parte de Honduras y obligar a este a pagar indemnizaciones por los supuestos daños infligidos a los afectados. Lo primero lo consiguió y lo otro, no.
Derrota para todos
San Salvador insistía en resistirse a sacar sus tropas y no fue hasta que en la OEA ya estaban presentados proyectos de resolución que lo señalaban como país “agresor” que el gobierno del presidente Fidel Sánchez Hernández, a regañadientes, aceptó. El repliegue comenzó el 29 de julio y acabó el 3 de agosto.
La guerra de 100 horas dejó intactos los dos problemas principales. La delimitación de las fronteras terrestre y marítima tuvo que esperar el fallo de la Corte Internacional de Justicia de La Haya, en 1992, que fue favorable mayormente para Honduras. (Vea ficha gráfica)
Inclusive, la migración como válvula de escape sigue siendo hoy una realidad –y tragedia– para los salvadoreños, aunque en la búsqueda de seguridad y mejor vida, salen hacia Estados Unidos ahora acompañados por... hondureños y también guatemaltecos.
El cese de hostilidades no disipó las animadversiones entre los dos Estados e incluso entre sus poblaciones, por lo menos en el corto plazo. No fue hasta 1980 cuando los antiguos contendientes alcanzaron un acuerdo de paz.
Sin estar inmerso en las hostilidades, el primer intento de integración económica regional fue uno de los principales damnificados. Honduras abandonó el Mercado Común Centroamericano en 1970 y optó por tratados bilaterales de comercio con los otros países.
El historiador Carlos Pérez Pineda lo resume: “La guerra de 1969 representa una clara ruptura del proceso de integración regional más importante desde la disolución de la federación centroamericana”.