Roma. Llegar hace casi 20 años a Afganistán, país que ya estaba destruido por más de dos décadas de guerra, fue una de las experiencias más increíbles de mi carrera periodística.
Para llegar a ese país olvidado, pero que como ahora, estaba en las tapas de todos los diarios, viajé primero a Uzbekistán, país con el que colinda el territorio afgano en la frontera norte. Ahí estaba una de las bases de la aviación de Estados Unidos, que había comenzado a bombardear a Afganistán para sacar a los talibanes, quienes levantaron en aquel momento dictadura teocrática tras ser apoyados por Washington para derrotar a los invasores soviéticos.
Sin embargo, en octubre del 2001 debían pagar el precio de esconder al terrorista Osama bin Laden, cerebro del ataque a las Torres Gemelas.
Si bien algunas localidades del norte de Afganistán ya habían sido liberadas del régimen talibán, la frontera de Termez seguía herméticamente cerrada. De allí se llegaba por tierra a Mazar Sharif, ciudad aún en manos de los talibanes.
Junto a colegas italianos viajé entonces a Tayikistán. Luego de recorrer desde su capital, Dushambé, varios kilómetros por un desierto impresionante en una caravana de autos formada por colegas de todo el mundo (incluso estaba el legendario periodista John Lee Anderson), logramos llegar a Afganistán.
Fue luego de sortear improbables controles fronterizos y el inolvidable cruce del río Amu Darya, el más largo de Asia Central, en una balsa, que también Alejandro Magno junto a su ejército logró cruzar en el siglo IV antes de Cristo.
Llegar a Afganistán –equipada de teléfono satelital, carpa, bolsa de dormir, generador–, fue como estar en otro planeta. Era un país que se había quedado atrás en el tiempo, sin electricidad, agua corriente, baños y demás servicios normales para los occidentales. Un país con paisajes fascinantes, arrasado desde siempre por guerras y violencia, donde las mujeres no tenían derechos. Hombres de turbante, barba y Kalashnikov dictaban la ley.
Nadie hablaba inglés. Y, en todo caso, la única palabra con la que se llegaba a un entendimiento era “dollar”.
En Taloqan y en Kunduz, poblados liberados de los talibanes gracias a los bombardeos aéreos estadounidenses, donde literalmente hice base, yo era una extraterrestre.
¿Qué hacía allí, sola y rodeada de colegas hombres? Incluso me costaba explicarle a uno de mis primeros intérpretes, Iskandar –hombre culto que había estudiado literatura inglesa en la universidad de Kabul–, que no estaba ni casada ni que tenía hijos en ese momento. ¿Cómo podía ser? En Afganistán a mi edad las mujeres eran abuelas.
Me compré una burka celeste, no para usarla (hubieran reconocido que era extranjera por mis zapatos), sino para entender cómo era ver el mundo desde detrás de esa rejilla para nosotros inconcebible. Me llevé la burka de recuerdo y lo usé algunas veces para intentar explicar algo de ese mundo y de esa guerra totalmente inútil a chicos de escuelas italianas.
Entonces, hace 20 años, era palpable que esa invasión, acompañada de destrucción y víctimas. Aunque había dejado afuera a un grupo de barbudos que ni siquiera dejaban que sonara la radio, nada bueno podía llegar.
La llegada a Kabul
Lo entendí a finales de enero del 2002, cuando logré llegar finalmente a Kabul en un C–130 J de la fuerza aérea de Italia, que también se sumó a una aventura militar que ahora es claro que fracasó estrepitosamente.
En aquel momento la capital, al norte rodeada por la majestuosa cadena del Hindu Kush, totalmente nevada, seguía siendo tierra de nadie. Con toque de queda de 10 p. m. a 6 a. m., peligro de atentados de parte de células de al–Qaeda aún presentes y bandas listas para asaltar y matar en todos los caminos. Los talibanes se habían ido, pero su fantasma permanecía y las embajadas occidentales –que en estos días volvieron a vaciarse– eran como fortines.
En ese viaje, además de ver chicos haciendo volar barriletes en el cielo, algo que habían prohibido los talibanes, y centenares de personas mutiladas por minas antipersonales, conocí a Walida, una de las miles de viudas de Kabul.
Madre de cinco hijos y mendiga, vivía en una paupérrima cabaña en la cima de una de las polvorientas colinas que rodean esa ciudad caótica y castigada. Su historia, como la de cualquier afgano con que se hablara, gente de los más hospitalaria, nos conmovió.
Junto con otros periodistas hicimos una colecta para que Walida lograra su sueño: abrir una peluquería. Sin embargo, en un país donde, haya o no talibanes, es mal visto que las mujeres salgan de su casa sin burka o que trabajen, el beauty shop de Walida duró poco.
Su propio hermano, retrógrado como el peor de los talibanes, la obligó a dejar ese trabajo. Era preferible que mendigara.
Regreso
En octubre del 2002 volví a viajar a Afganistán con Giuliana Sgrena, colega de Il Manifesto. Hicimos un viaje increíble desde Kabul hasta Kandahar, la segunda ciudad del país, la del desaparecido mullah Omar, del expresidente Hamid Karzai y del exrey Zahir Shah.
La ciudad había sido liberada en diciembre del año anterior de la dictadura talibana, cuya sombra seguía de todos modos presente.
Para recorrer los 488 kilómetros hacia el suroeste que separan Kabul de Kandahar tardamos más de 20 horas. En una ruta infernal, desértica y completamente destruida, nos encajamos dos veces en la arena, pinchamos una goma y debimos pasar la noche en un lugar parecido a un establo, con paredes de adobe y esterillas en el suelo.
Recuerdo que nuestro chofer– intérprete, quien nos consiguió ese lugar para dormir, nos aconsejó correr desde la combi en la que viajábamos hasta este “parador” para protegernos. Nadie tenía que ver que había dos mujeres y para peor, extranjeras, como las fuerzas que estaban ocupando el país. Demasiado peligroso.
En la ruta se veían cementerios con banderas islámicas verdes, que indicaban que allí había mártires de la jihad (guerra santa), cráteres, carcazas de autos y caseríos de barro destruidos. Imposible saber si por las fuerzas soviéticas que abandonaron el país en 1989, por los combates fratricidas de la guerra civil, por las luchas entre la Alianza del Norte y los talibanes o por los bombardeos aliados. Era un escenario de guerra y miseria.
Nunca más regresé a Afganistán. Mirando las imágenes que llegan ahora desde allí, me pregunto si, 20 años después, es el final de la guerra para los afganos como dicen los talibanes o es el principio de otra pesadilla.