“Había una niña en el hospital de campaña que estaba en shock . Miraba al aire y gritaba ‘¡Mami! ¡Papi!’. El doctor le dijo ‘Por favor, calmate cariño, estás acá, soy el doctor’. Y ella empezó a gritar... ‘¿Estoy en el cielo? ¿Estoy en el cielo?’. Le dijeron que no, que estaba viva. Ella no se podía dar cuenta de si estaba viva o no... Desafortunadamente toda su familia había muerto. Entonces era la única persona viva de su familia y estaba en shock ... No podía entender lo que pasaba alrededor suyo”.
El jueves, Susan Ahmad, una activista siria contra el régimen de Bashar al-Asad de 30 años, vivió una de sus peores pesadillas. Su hermano Mohammed, cinco años menor, vive en uno de los barrios que el miércoles fueron azotados por el gas tóxico que, según los opositores, el régimen lanzó.
Al enterarse de las noticias, por la madrugada, Susan temió por la vida de su hermano con más angustia de lo que acostumbra. Cuando llegó una llamada por Skype en su computadora y logró escuchar la voz de Mohammed, sintió un poco de paz, aunque la conversación estuvo marcada por la desazón, como con aquella historia que le contó su hermano menor sobre la desesperación de esa niña, de unos siete años, en el hospital.
A Susan, vocera del Consejo del Comando de la Revolución en los suburbios de Damasco, la separan pocos kilómetros de la casa de su hermano. Sin embargo, hace más de dos meses que no se ven. Es que Mohammed vive en la zona de los barrios rebeldes que fue atacada y que está cercada por el Gobierno para impedir el ingreso de alimento y medicina.
“Vivo en una zona cercana a lo que ocurrió, a tal grado de que fui levemente afectada por el gas porque al gas químico lo lleva el aire. Pude oler el olor de los cuerpos muertos... Estaba en todos lados”, contó Susan en diálogo con La Nación por Skype, la forma de comunicación que elige desde que su teléfono dejó de funcionar.
Susan contó que, gracias a la distancia prudencial que la separaba de la zona atacada, sus síntomas –mareos y dolor en los ojos– apenas duraron unas tres horas, en las que no consideró ir a uno de los pocos hospitales improvisados que hay en su barrio. “Hay mucha gente afectada. Entonces si te sentís bien o no te sentís tan mal, es mejor que no vayas. Dale una chance a los que están en las situaciones peores”, dijo.
Su hermano, más expuesto a los gases, se sentía peor que ella, aunque mejor que muchos de quienes lo rodeaban. Por eso, junto a la mayoría de los supervivientes del ataque, hicieron frente a los síntomas que los aquejaban y salieron a ayudar a los más afectados e incluso a reunir a los cuerpos que estaban tirados en la calle y llevarlos a un edificio común.
Allí “había como 300 cadáveres de niños y 100 de mujeres”, según le contó Mohammed a su hermana. Una vez que los cuerpos son reconocidos, ya sea por un familiar o por algún documento que llevara consigo, los colaboradores colocan un sticker en su frente con el nombre, la edad y un número para contabilizarlo.
La situación en los hospitales improvisados también era dramática. A los espacios reducidos y el exceso de pacientes se sumaba la falta de medicamentos. “Lo único que los doctores pueden hacer por los afectados es darles analgésicos y algo de oxígeno. No hay atropina ni cortisona. Le dicen a la gente que se pongan toallas mojadas en la boca y en la nariz para que no inhalen más gas porque no hay máscaras”, dijo.