Tímida, sale de un cuarto interior de la casa hacia la sala. Lleva puesta una blusa del color del sol, muy alejada de sus antiguos uniformes camuflados. Su rostro oculta muy bien las heridas de un pasado doloroso; refleja luz. El brillo parece emanar de adentro, de la reconciliación interior que encontró cuando logró salir del infierno, cuando escapó de la guerrilla colombiana por segunda vez y perdonó para contarlo.
Espera a que la presenten y sonríe con amabilidad. Camina despacio y con gracia; ya no tiene que arrastrarse por tierra para no ser vista. Se sienta y espera la pregunta. Sabe que, una vez más, regresará en el tiempo para revivir el recuerdo de cada fragmento, grande y pequeño, de 31 años llenos de historias de dolor impensables.
Nacida en 1986, pasó sus primeros 12 años de vida en Remolinos de Orteguaza, un pueblo de campesinos al sur del país, en lo que ella llama ‘La otra Colombia’, donde el verde de la selva se impone y el Estado no tiene presencia. Yineth Trujillo fue miembro de las Fuerzas Revolucionarias Armadas (FARC) a los 12 años. Hoy es protagonista de cómo su país busca la reconciliación y ella se prepara para convertirse en líder mentora de mujeres guerrilleras en su proceso de integración social. Al país vino a capacitarse con el equipo de mentoras de Voces Vitales.
¿Cómo era su familia?
Soy la mayor de siete, éramos de las familias más pequeñas. Las niñas nos criábamos para tener un hogar, casarnos para toda la vida, aguantar golpes, infidelidades, abusos de toda índole. Los chicos eran educados para trabajar el campo, beber los fines de semana y llegar a golpear a sus esposas, porque eso era ser varonil.
¿Unirse a las FARC era opción para un niño?
En esa parte de mi región, más del 95% de las niñas éramos abusadas antes de los cuatro años. Más del 95% de las mujeres éramos golpeadas. Para muchas niñas y niños era mejor estar en la guerra que en su propio hogar. Todos teníamos una justificación en el fondo para ser parte de la guerra.
¿Y su razón? ¿Cuál era?
Ni mi madre es la excepción a las mujeres golpeadas y maltratadas, ni yo soy la excepción al abuso sexual a partir de mis cuatro años. Mi madre tenía siete hijos a sus 25 años, estaba cargada y llega un momento donde me dice: “No doy más. Me voy. Tú ves si dejas morir a tus hermanos de hambre pero yo hasta aquí llegué”. Y se va.
Nosotros quedamos con mi padrastro. Él era alcohólico y consumía drogas. Fue un niño reclutado a sus 12 años por grupos armados, también abusado, también abandonado, analfabeta y nadie le enseñó a amar. Este hombre se transformaba. Llegaba a casa a lastimar y se iba.
¿Siempre era así?
Cuando estaba en sus cinco sentidos era un hombre extraordinario. No tenía los mejores juegos pero jugaba con nosotros. Los juegos que nos proponía eran como “¡flexiones de pecho!, ¡arrastre!, polígono, ¡avance!”, pero fue la persona que jugó conmigo. Y fue la persona que inconscientemente me preparó para la guerra.
Al recordar su llegada a las FARC las pausas en su narrativa son más prolongadas. Varias veces sus ojos se llenan de agua.
¿Qué recuerda del día de su reclutamiento?
Tengo 12 años y mi madre regresa 20 días antes. Las FARC suben al pueblo. Están pasando un proceso de paz con el expresidente Andrés Pastrana. Fueron enfáticos en decir que ellos querían los acuerdos, pero que los más beneficiados eran los campesinos.
Decían “quienes pueden aportar de forma económica lo hacen, quienes no tienen dinero pero tienen tierras, animales, víveres los aportan” y familias como la mía que no teníamos nada, “préstennos a uno de sus muchachos tres meses”.
¿Cómo fue ese momento?
Salimos 43 niños y recuerdo que me fui a casa, tenía una muñeca. Mi única muñeca. Estaba escribiendo en la mesita del comedor y tenía mi muñeca de pie, hablando con ella. Y me la quitan. Me dijeron que no iba a necesitar una muñeca.
Nunca más volví a mi tierra, nunca más volví a mi casa, nunca más volví a ver mis paisajes como con esa inocencia y con ese amor.
Viviendo entre la guerrilla ¿Cómo era, cómo se veía, como olía?
Yo decía que cuando creciera iba a vivir en la orilla del río. Era mi fantasía. En la guerra era igual, siempre el campamento queda a la orilla de un río. En medio de toda la frialdad, el sonido del río, del agua, era lo que me sacaba de esa realidad.
Yo seguía con el sonido de la naturaleza viva. El agua, la naturaleza. También vi cómo la naturaleza llora. Cómo la naturaleza se entristece. Y vi unas tormentas eléctricas impresionantes cuando mataban a una persona que era inocente.
¿En algún momento se sintió parte de las FARC?
Sí. Se convierte en tu familia. Y tú eres muy consciente de que ahí vas a morirte. Entonces no tienes un proyecto de vida, no piensas en el mañana, se te olvida todo lo que soñaste de niña. Se te olvida todo, quién eres. Llegué muchas veces a empuñar un arma, pensando que estaba haciendo bien por mi país. Sí llegué a creer.
Su viaje de escape no habría sido posible sin Olguita, una niña del Frente, cansada de esa vida. En un punto temporal donde convergieron 15 días de aguantar hambre, una o dos horas de sueño por noche y muchas heridas por los enfrentamientos con el Ejército, se les presentó la oportunidad para salir corriendo. ¿A dónde? No importaba. Sin pensarlo, corrieron. Sin hablar, corrieron. Tres días y dos noches, corrieron.
Al llegar a la primera carretera detuvieron un bus sin saber a dónde irían a parar. Con sus ropas camufladas, el riesgo de salir a la vía pública era demasiado grande. Al llegar a la primera ciudad, Olguita decidió bajarse. Un abrazo las separó y las unió para siempre; hasta hoy Yineth se pregunta por qué la dejó bajar. Continuó 11 horas en el bus hasta llegar a Armenia, La Ciudad Milagro, conocida así por sobrevivir a un terremoto muy fuerte.
¿Qué pasó en la Ciudad Milagro?
Me fui a sentar a un parque. Llegan tres policías muy jóvenes y empiezan a preguntarme de una forma muy grosera que por qué estaba vestida así. Hubo un cruce de palabras fuerte. Me golpean y debido a esa golpiza, pierdo a mi primer bebé.
Pero es otro policía que me recoge y me lleva a un hospital. Me compra mi primer par de sandalias, mi primer pijama, mi paño, mi cepillo dental, me lleva comida y paga la cuenta del hospital. Cuando me dan de alta me lleva a su casa. Conozco a su esposa y a sus hijos. La niña me enseña a usar tacones y vestido; me enseñó a usar maquillaje, a pintarme las uñas… El niño me enseñó a hablar. Impactaron mi vida. Ellos eran Kelly y Cristian.
¿Hasta qué momento vivió con ellos?
Cuando me recuperé me llevaron al ICBF, que se encarga de dar protección a los menores de edad. Comienzo el bachiller en ciclos. El tercer domingo de estudio, entrando al colegio, me abordan dos guerrilleros y me comunican que han asesinado a seis de mis familiares y que si no regreso asesinan a mi madre. Y vuelvo a ser parte de la guerra.
En 2006, con 20 años de edad, las autoridades capturan a Yineth y la separan de su hija de tan solo 1 año. Tras un proceso legal doloroso, Yineth no tuvo que ir a la cárcel. Después de esto, con su hija en un brazo y un bolsito con la ropa en el otro, vivió algunos días en las calles de Bogotá, sin más remedio que trabajar por sueldos miserables.
En 2012, con 26 años y dos hijas, por primera vez en su vida parece haber una luz de la mano de un hombre del que se enamoró y con el que se casó. Pero el destino la apagaría solo tres meses después en un accidente de tránsito.
¿Cómo logró superar todo esto?
Empecé a escribir desde el dolor, desde la ira, desde la frustración, desde los odios, desde culpar a todo el mundo. A los dos meses que terminé de escribir el libro ( Sombras y sueños ), me paro frente al espejo y me había quitado 15 años de encima, y me veía sonriendo. Y me di cuenta que nada de lo que había sucedido en mi vida me dolía.
¿Cómo es la vida ahora?
Me casé con un hombre maravilloso. Uno de esos sueños que recuperé de niña era que me quería casar con mi príncipe azul. Me casé con el vestido grande de Cenicienta. Tengo una televisión grande en mi casa, tengo helado en mi nevera. Me disfruto el mal tráfico, me disfruto el mal clima, me disfruto todo en la vida.
Trato de que no se me olvide que mi mayor tesoro fue recuperar mi libertad, mi derecho a la vida. Trato de que no se me olvide que la esencia está en las cosas simples y sencillas.
¿Hay cicatrices?
Sí, sobre todo en el alma. Pero es curioso porque no duelen. Es tenerlas para recordar lo que no se debe volver a hacer, para recordar lo que me enseñaron. Y no me arrepiento de una sola de esas cicatrices.
Este reportaje se realizó como parte del Programa Punto y Aparte, espacio que convoca a periodistas, jóvenes y experimentados, en la producción de trabajos de alta calidad .