Brasilia. EFE y AFP. La presidenta brasileña, Dilma Rousseff, que durante su primer año en el poder no toleró ni una ligera sospecha de corrupción, puede haber guardado su “escoba” para barrer ese mal al nombrar el miércoles como ministro a su antecesor, Luiz Inácio Lula da Silva.
El exmandatario será titular –a partir del martes próximo– del influyente Ministerio de Presidencia, cartera desde donde puede controlar todos los resortes del poder, aunque en su contra pesan serias sospechas de enriquecimiento ilícito, blanqueo de dinero y falsificación de documentos.
“En lugar de dar explicaciones y asumir sus responsabilidades, el expresidente Lula prefirió huir por la puerta de atrás. Asumirá un ministerio para asegurarse el fuero parlamentario”, afirmó el líder del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB, opositor) en la Cámara de Diputados, Antonio Imbassahy.
Su nombramiento fue justificado con la necesidad del Gobierno de mejorar su articulación política con el Congreso, en momentos en que Rousseff enfrenta la amenaza de un posible juicio político con miras a su destitución, que tramita el Parlamento desde fines del 2015.
El exjefe de Estado tendrá la tarea inmediata de frenar una potencial diáspora de aliados de la coalición de gobierno, que le permita bloquear el pedido de juicio de destitución contra Rousseff en el Congreso por supuesta adulteración de cuentas públicas.
Empero, para Lula la designación tendrá una consecuencia directa: el expresidente pasará a tener foro privilegiado, con lo que las causas en su contra pasarán a la órbita de la Corte Suprema de Justicia, que no posee la misma agilidad que los tribunales inferiores.
No tolerancia. Muchos analistas recordaron el miércoles que, en el 2011, su primer año en el poder, Rousseff sorprendió al país al destituir en forma casi sumaria a cada ministro salpicado por algo que oliera a corrupción.
Brasil se había acostumbrado a Lula, a quien siempre le había temblado el pulso a la hora de destituir a algún colaborador que fuera vinculado con esos asuntos y prefería sugerir una renuncia solamente cuando el agua les llegaba al cuello.
Rousseff, en cambio, fue en ese sentido la cara opuesta de su carismático padrino y, en sus primeros tiempos en la Presidencia, ganó puntos gracias a su intolerancia con la corrupción.
Discreta, de carácter duro y poca facilidad para sonreír, reacia a los flashes de las cámaras que seducían a Lula y sin su carisma y “muñeca” política, poco a poco, Rousseff impuso un estilo propio y diferente de gobernar que elevó su popularidad al 70%.
Unas de las razones que todas las encuestas le atribuían a ese masivo respaldo era, justamente, su fama de implacable con los corruptos.
El primer escándalo le estalló con solo cinco meses en el poder, por denuncias de enriquecimiento ilícito que afectaron al ministro de la Presidencia, Antonio Palocci, quien era entonces su mano derecha y, aun así, fue destituido en cuestión de días.
Uno a uno, ese mismo año expulsó sin pestañear a los titulares de Transportes, Agricultura, Turismo, Deporte y Trabajo, todos por supuestas irregularidades aún no comprobadas.
Los brasileños comenzaron a hablar entonces de la “escoba” contra la corrupción que Rousseff parecía haber llevado a la Presidencia. Pero esa imagen comenzó a desdibujarse hace dos años, cuando estalló el escándalo en la firma estatal Petrobras.
El fardo Petrobras. En tiempos de Lula, Rousseff fue ministra de Minas y Energía, un cargo que la llevó a la dirección de Petrobras en las épocas en que, según desvelaron las investigaciones, las corruptelas arreciaban.
Aunque las sospechas se acercaron a la mandataria, todavía las encuestas dicen que la mayoría de los brasileños (60%) la considera “honesta”.
Sin embargo, la gobernante fue acusada por el exjefe del oficialismo en el Senado, Delcidio Amaral, de haber estado al tanto de esos actos corruptos.
En los últimos días, Rousseff negó, de manera tajante, esas acusaciones, se declaró indignada y recordó sus días en la prisión durante la dictadura, cuando fue torturada.