Con su figura frágil (pesa apenas 53 kilos) y su verbo prudente pero que no teme a la confrontación, Marina Silva se encuentra a las puertas de dirigir al quinto país más grande del planeta.
En solo pocas semanas, pasó de ser la la sombra del candidato del Partido Socialista Brasileño Eduardo Campos, muerto en un accidente aéreo el 13 de agosto , a sucederle como candidata y causar un terremoto en la escena política del país de cara a las votaciones del 5 de octubre.
A todas luces se trata de una candidata sui géneris. Su delgada figura responde en parte a un histórico de enfermedades contraídas cuando vivía rodeada de cultivos de caucho. A los seis años su sangre fue contaminada por mercurio, sufrió cinco veces malaria y tres veces hepatitis. Tras agudizarse su enfermedad en la década de 1990, dejó la religión católica y se convirtió a la evangélica, de la cual es hoy profunda seguidora.
Fue analfabeta hasta los 16 años, se preparó para ser monja, fue empleada doméstica, profesora y recibió el título universitario de historiadora antes de entrar a formar parte del mundo de la política de la mano del asesinado líder ecologista Chico Mendes, a quien ayudó a defender la Amazonía.
Proviene, como Dilma, de la “era de Lula da Silva”. Se convirtió en senadora con apenas 36 años y escaló a la cartera de Medio Ambiente durante el primer mandato de su impulsor. En el 2008 dejó el cargo por sus choques con el Ejecutivo, especialmente con la entonces ministra de Minas y Energía, Dilma Rousseff, en torno al modelo de desarrollo para la Amazonía. El destino las puso hoy cara a cara, y la mayoría de sondeos las muestran en empate técnico.
Su procedencia popular, sin embargo, no le ha permitido amarrar el voto de los sectores más pobres del país, incluido el de su pueblo natal, Breu Velho, pues temen perder las ayudar alcanzadas con Rousseff.
A Silva la han llamado “ecocapitalista” por su intento de combinar la defensa del planeta con el desarrollo económico. Su promesa de una “nueva política” apuesta por la “independencia” del Banco Central y una reducción del “ intervencionismo” del Estado.