Caminar por las calles de Ucrania es andar por un espacio desolado y melancólico. Parece un lugar desierto, donde lo único que se encuentran son los escombros de los edificios hechos añicos por las bombas o los cuerpos de personas que empiezan a ser sepultados por la nieve.
Mi nombre es Martín Ríos y no soy un hombre ajeno a la guerra, a mis 27 años la he experimentado varias veces, pero lo que pasa en Ucrania no lo recuerdo en ningún lado: la muerte está ahí, un solo misil ruso que dé en el blanco acaba con decenas de vidas y yo casi termino sepultado por uno de ellos.
Escuché el llamado del presidente Volodímir Zelenski en el cual se abría la posibilidad de que mercenarios extranjeros se unieran a sus fuerzas para combatir contra Rusia. Con un grupo de excompañeros de la legión francesa y española viajé hacia la frontera entre Polonia y Ucrania.
Por esa vía, mientras muchos ucranianos buscaban afanosos una salida de su país, nosotros entrábamos para enfilar armas. Una vez en Ucrania, las personas de la zona nos llevaron hasta Yavoriv, donde se ubica una de las bases más importantes de las fuerzas de Ucrania. Enlistarnos fue sencillo: firmar un documento y recibir la dotación, la cual no era más que el uniforme y un fusil.
En la base había personas de muchas nacionalidades: brasileños, peruanos, franceses, estadounidenses e incluso me encontré con otros tres colombianos, muchos con experiencia en fuerzas armadas. Sin embargo, la mayoría de personas que allí llegaban eran civiles cuya única ‘experiencia’ de combate era jugar ‘Call of duty’ (un video juego de guerra). De entrada, la sensación que se percibía era que iba a combatir con jóvenes inexpertos que quizá todavía no dimensionaban que esto es una guerra.
En Yavorov la temperatura es de escasos 5 grados, se siente mucho frío y en el ambiente solo se respira pólvora. A medida de que se pasaban los días, la guerra se iba intensificando. Cada día se conocía de las muertes de militares y civiles en la zona. Los ataques aéreos de los rusos propinaban los mayores golpes en Leópolis, ciudad muy cercana a nuestra base, la cual era uno de los blancos apetecidos.
Mientras tanto, me entraban más dudas sobre la guerra en la cual había decidido entrar: escaseaba la munición y cada día ingresaban más civiles sin experiencia, cualquiera de sus movimientos podría cobrarnos la vida a decenas. Me preguntaba: ¿vale la pena seguir acá?
A esa altura ya me daba cuenta que no había cómo parar a Rusia. Mientras nosotros apenas empuñábamos un fusil, los rusos rompían cualquier formación con un poderoso armamento. El domingo 13 de marzo, a las 5 de la madrugada, cuando ya me preparaba para despertarme. Escuché el primer estallido: ¡Boom!
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Los edificios de dos pisos donde nos quedábamos empezaron a temblar de lado a lado y las ventanas estallaron. Yo quede inconsciente al menos 35 segundos hasta que otro estruendo me despertó. ¡Boom! Volvió a sonar por toda la base. Fue un misil que golpeó en el edificio donde estaba. Mi amigo peruano, el sargento César Pérez, también perdió el conocimiento, por lo que tuve que despertarlo y ayudarlo a socorrer. Una vez entró en sí, empezamos a ayudar a quienes no podían.
Él, en un video, cuenta el momento cuando hacemos la evacuación: “¿La segunda compañía dónde está? Puta madre, cómo los odio (a los enemigos rusos). Aquí sargento primero Pérez, presente, con mi compañero de Colombia. Vamos a salir de esto, vamos a pedir munición, no perdamos tiempo. No nos van a matar tan fácil”.
Detrás de nosotros se ve el edificio arder en llamas, mientras intentamos auxiliar a soldados aturdidos. Ahí vi la muerte de frente. En total, según el Gobierno de Ucrania, en este ataque fallecieron 35 personas y otras 134 resultaron heridas. Cuando corría hacia las montañas para escapar del ataque ruso con misiles empecé a reflexionar sobre lo que estaba haciendo en Ucrania, en una guerra en la cual no había posibilidad de ganar y en la que estaba en completa desventaja.
Se vino a mi cabeza la imagen de la última vez que vi a mi hijo Gabriel, de tres años, pensé que nunca más lo volvería a consentir, a estar a su lado. Ahí, con mi amigo Pérez, tomé la decisión de abandonar Ucrania. No era por cobardía, era porque no quería morir en un bombardeo tirado como un perro y sin que familia ni siquiera se enterara que había fallecido.
No vale la pena ir a pelear a Ucrania, de la cual no queda ningún beneficio y de la que es posible que no se pueda salir. Con el sargento Pérez, compartimos que lo que hace Rusia es la estrategia de la tenaza del cangrejo, con la cual se saca a todos los civiles de las poblaciones y luego ataca con un bombardeo total las ciudades, con un poderío enorme en el cielo.
Simplemente, éramos carne de cañón, sin munición y sin las herramientas para combatir adecuadamente. Todavía conozco de otros dos colombianos que están en la guerra. Temo por ellos y ruego que no tengan que usar la bala que nos dejaron por si tomábamos la decisión de suicidarnos ante una inminente captura por parte de las tropas rusas.