Jerusalén
Para muchos es un misterio, la campaña reelectoral de Benjamín Netanyahu tomó ímpetu cuando descartó la creación de un estado palestino y parece dispuesto a seguir colonizando territorios ocupados.
¿Por qué los israelíes siguen apoyando políticas que promueven fricciones de todo tipo y que diluirán notablemente el carácter judío del estado que tanto costó crear haciéndolo prácticamente inseparable del millón de palestinos de la Margen Occidental del río Jordán?
La respuesta yace en los detalles de un dilema tan complejo que las dinámicas de la democracia no parecen alcanzar para resolverlo. Llamativamente, la campaña no se enfocó en el tema estratégico central que ahora parece resuelto, la oposición se concentró en asuntos de la vida cotidiana, como el alto costo de la vida.
El desenlace podría ser distinto si las circunstancias hacen que el tema de los palestinos sea el eje del debate. Si los anunciados boicots internacionales afectan la economía de un país que se precia de su alto nivel de vida o si los europeos, que son los principales socios comerciales de Israel, se ponen los guantes. Si los palestinos se rebelan, causando un mayúsculo dolor de cabeza militar o si Estados Unidos trata de forzar sus propuestas de paz.
Las cosas podrían ser distintas también si la oposición moderada se uniese detrás de un candidato con arrastre, luego de una serie de líderes sin demasiado peso propio. El último líder del Partido Laborista que alcanzó cierta estatura fue Ehud Barak, quien ganó las elecciones de 1999.
He aquí algunos de los factores que ayudan a explicar el resultado de la votación del martes, en la que el Partido Likud de Netayahu obtuvo 30 de las 120 bancas del parlamento y partidos afines consiguieron otras 37, lo que parece darle una mayoría.
La margen occidental es valiosa. Pocos israelíes consideran que la ocupación de la Margen Occidental, que ya lleva 48 años, es un concepto puramente nacionalista, avaro, antipalestino, como piensan muchos. Desde una perspectiva palestina, la Margen Occidental y la Franja de Gaza combinados son apenas una quinta parte de los territorios palestinos históricos, lo mínimo que podrían aceptar para reconocer formalmente la existencia de Israel.
Lo que ven los israelíes, entre tanto, es la frontera de antes de 1967, una tenue línea marcada al pactarse un cese al fuego en la guerra de 1948 que dio vida al país. Sin la Margen Occidental, Israel tiene apenas 15 kilómetros de ancho en su punto más estrecho. Desde sus alturas se divisan las ciudades israelíes y rodea Jerusalén por tres lados. Temen que si el ejército israelí se va, llegarán elementos peligrosos como Hamás, que se apoderó de la Franja de Gaza poco después de que Israel le entregase ese territorio al gobierno autónomo palestino de Mahmud Abas en el 2005.
El hecho del que la organización Estado Islámico esté amenazando la región no ayuda en nada y fue explotado por Netanyahu durante la campaña. En un aviso publicitario habló de militantes islámicos que avanzaban hacia Jerusalén mientras inocentes líderes izquierdistas les señalaban el camino.
La paz parece lejana. En varias ocasiones gobiernos israelíes la ofrecieron a los palestinos un estado que abarcaba casi toda la Margen Occidental y Gaza.
Las negociaciones llevadas a cabo en el último cuarto de siglo no prosperaron en parte por la negativa de Israel a aceptar el retorno de los refugiados palestinos y sus descendientes —posiblemente millones— y de lo difícil que sería compartir Jerusalén, la ciudad santa. Numerosos israelíes no conciben la idea de que se establezca una frontera adentro de la ciudad y que los palestinos controlen el acceso a la ciudad antigua, a escasa distancia de hoteles y bares céntricos.
Tan poca gente cree que es posible alcanzar un acuerdo de paz y el tema es tan complejo, que la oposición casi ni lo plantea.
El factor tribal. Las divisiones que hay en la política israelí dejan poco espacio de maniobra. Buena parte del Parlamento responde a intereses sectarios y étnicos. Más de una tercera parte del nuevo parlamento son legisladores de partidos orientados a ciertos grupos y a los que no les interesa demasiado el tema de los palestinos: árabes israelíes, inmigrantes rusos, judíos sefardíes tradicionalistas y diferentes ramas de judíos religiosos.
Hasta los partidos grandes, que teóricamente responden a ideologías, están orientados en cierta medida a grupos específicos. Sobre todo el Likud, que tiene una gran base de israelíes de clase obrera procedentes del mundo árabe y que tienden a ser de línea dura. Todavía resienten la forma en que fueron recibidos hace medio siglo por los izquierdistas que fundaron Israel. El sector religioso, por otra parte, es derechista y tiene de lejos las tasas de nacimientos más altas del país.
El rey Bibi. Netanyahu, conocido como Bibi, es un político ducho que sabe ganar elecciones. En la última semana de la campaña electoral se dio cuenta de que la victoria podría depender más de su partido que de su bloque y se concentró en captar el voto de la derecha, quitándole sufragios a su aliado nacionalista, el partido Casa Judía.
El martes, el día de los comicios, se corrió la voz de que los árabes israelíes estaban acudiendo a las urnas en masa, lo que hizo que surgiesen denuncias de racismo. Pocos días antes, había dicho que una conspiración internacional trataba de derrocarlo. También movilizó a su base afirmando que, de ser reelegido, jamás permitiría un estado palestino, en un nuevo viro sobre un tema en el que ha cambiado varias veces de posición. En Israel, sin embargo, esos zigzagueos son vistos como algo normal.
También rindió buenos dividendos la polémica presentación de Netanyahu ante el Congreso estadounidense hace dos semanas, ocasión en la que reiteró su oposición a las negociaciones del presidente estadounidense Barack Obama con Irán en torno a su programa nuclear. Su osadía confirmó su estatura política, a los ojos de sus partidarios.