Odesa. Mide dos metros de alto, es robusto, es capitán de una empresa naviera que transporta contenedores en todo el mundo, acostumbrado a las tempestades en alta mar, pero ahora tiene miedo. No quiere ser filmado, ni fotografiado, ni decir su nombre verdadero, así que lo llamaremos Serguei, un nombre inventado.
Está afuera de la sede de la Cruz Roja de Odesa. Allí hay una carpa adonde parte de los siete millones de desplazados internos de Ucrania que llegan hasta esta legendaria ciudad, que escaparon con lo puesto, pueden encontrar de todo. Ropa, calzado, ollas para cocinar —cosas en algunos casos usadas, pero también nuevas, donadas por locales o por Organizaciones No Gubernamentales (ONG) internacionales— y hasta juguetes y peluches para los niños.
Serguei, que cuenta que durante los últimos años llegó a diversos puertos de África y que hace ocho incluso hizo escala en Buenos Aires —tanto es así que sabe algunas palabras en español—, tiene miedo porque logró escapar vivo de Mariúpol, la ciudad mártir, símbolo de la devastación provocada por la salvaje ofensiva rusa, que pese a estar destruida en un 90%, sigue resistiendo.
Según cuenta, ya desde el 2014 su acceso está siendo rigurosamente controlado por las fuerzas prorrusas de la ciudad de Donetsk y es justamente por eso, porque tiene la esperanza de volver algún día a Mariúpol, que no quiere ni que su identidad, rostro o historia puedan ser detectados por sus temibles servicios secretos. “A nadie nunca le importó nada de Mariúpol... Ahora todo el mundo habla de los horrores de Bucha, pero en Mariúpol lo que pasó y pasa es lo mismo o peor”, denuncia.
Serguei cuenta que la situación en lo que era el principal puerto de Ucrania sobre el Mar de Azov —que Rusia asedia desde hace semanas, pero que no logra conquistar—, es infernal. Desde hace más de un mes no hay agua, no hay gas, no hay electricidad, no hay comida, no hay comunicaciones. Y unas 120.000 personas siguen atrapadas como ratas, en sótanos, bajo los intensos bombardeos rusos, sin poder ser evacuadas, según estimó el alcalde, Vadim Boic, por videoconferencia desde Zaporiyia, a 200 kilómetros de Mariúpol. Boic habló de una situación que “va más allá de una catástrofe humanitaria”.
“Como en Bucha, también hay decenas de cuerpos tirados por las calles, es imposible enterrar los cadáveres en medio de los combates, caen más de 100 bombas por día y hasta se ven perros que se comen los restos humanos”, afirma Serguei, mientras hace cola para ingresar a la oficina de la Cruz Roja. “Hay mucha gente bajo tierra, atrapada y no hay asistencia”, agrega este capitán de navío, que asegura que tuvo suerte porque el 17 de marzo logró agarrar su auto e irse junto a su mujer y sus tres hijos, en medio de una lluvia de misiles rusos.
“Ahora estamos viviendo en un departamento que nos prestaron unos amigos acá, en Odesa, donde hay muchos otros marinos como yo. Estamos sin trabajo, sin dinero, por eso venimos a pedir ayuda, comida, a la Cruz Roja. Estamos esperando que esta locura termine y que vuelvan a abrir las fronteras para los marinos, que queremos seguir trabajando”, explica Serguei, que espera algún día volver a Mariúpol, aunque su casa es una más entre las que han sido destruidas.
Gracias a los testimonios, a las imágenes de drones y fotos satelitales se sabe que Mariúpol, la ciudad de María, el segundo puerto más importante de Ucrania después de Odesa, es una nueva Grozny, una nueva Hiroshima, ya no existe.
‘Ya no hay ciudad’
Olga Anosova, su marido Alexander y su hijito Kirill —que sí se dejan filmar y fotografiar—, también aseguran haber tenido “mucha suerte”. Lograron irse de Mariúpol el 23 de marzo, después de pagar $100 por un taxi que los llevó hasta un checkpoint desde el cual caminaron hasta la localidad de Berdyansk. De allí fueron evacuados en ómnibus hasta Zaporiyia. “Sabemos que hubo gente que debió pagar $1000 para conseguir un auto, así que fuimos afortunados”, dice Olga, que llegó a Odesa el lunes.
Su familia, que es judía, se aloja en un hotel repleto de desplazados y, gracias a la ayuda de una organización de la comunidad, el jueves se va del país. Primero cruzarán a Rumania y, de allí, volarán a Israel.
“Ya no hay edificios en Mariúpol, ya no hay ciudad”, asegura con frialdad Olga, abogada de 40 años que en realidad es oriunda de la ciudad prorrusa de Donetsk —autoproclamada República Popular independiente y reconocida por Vladimir Putin dos días antes de lanzar la invasión—, donde vivió hasta el 2014. “Nos escapamos de Donetsk hace ocho años y ahora tuvimos que escaparnos de Mariúpol, donde vivíamos en un edificio de nueve pisos que el 18 de marzo fue destruido”, relata. También ella dice, con ojos llenos de espanto, que nunca vio tantos muertos en su vida.
“Como se vio en las imágenes llegadas de Bucha, había cadáveres por todos lados, en las calles, pero también adentro de las escaleras de los edificios. Si había posibilidad, se envolvían los muertos en alfombras o se enterraban en tumbas improvisadas, como pasó con mi mamá. Ella ya estaba enferma, con Alzheimer y murió por causas naturales. Mi padrastro la enterró en el patio donde Kirill solía jugar mientras los rusos bombardeaban y los tanques pasaban por Mariúpol como si se tratara de colectivos”, cuenta Olga.
Ojos claros, pelo recogido, Olga es una mujer fuerte como todas las ucranianas, que nunca se quiebra, ni siquiera cuando habla de su mamá enterrada a la buena de Dios. Entonces solo se le llenan de lágrimas los ojos, por pocos segundos. Su hijo, Kirill, mientras tanto, sonríe, como en otra dimensión. Mira tele o juega con unos muñecos.
¿Cómo vivió él todo esto? “Cuando estuvimos siete días en un refugio con otras 50 personas, hacinados, sin comida, él le daba ánimo a los demás. No sé, no entendía la situación, por suerte no se daba cuenta. Kirill solo se puso a llorar cuando llegamos a Odesa y se dio cuenta que su abuela ya no está”, dice. En el cuarto, diminuto, se ven unas típicas bolsas grandes de plástico que utilizan los refugiados, con sus pocas pertenencias.
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Alexander, contador, casi no habla. Tuvo una operación en el cerebro hace dos años. Desde entonces le cuesta concentrase, comunicarse, explica Olga, que muestra que tiene sus dos manos y un pie con heridas, resabios de sus expediciones para cortar leña en medio de los bombardeos, para que pudieran calentarse en el refugio.
“Siempre caían bombas, era terrible, siempre había bombardeos, no paraban nunca”, evoca Olga, que va sumando detalles escalofriantes. “En el refugio había una mujer que tenía una bebé de cinco meses, junto a su abuela. Como se habían olvidado en su departamento la leche especial para la bebé, la abuela fue a buscarla. Y nunca volvió”, relata. “Había que hacer cola para buscar el agua y un día cayó un misil sobre un edificio que había muy cerca, a pocos metros y casi ni nos inmutamos”, cuenta. “Al final —agrega— nos habíamos acostumbrado al horror de la guerra”.