Rosa Hernández tenía escasos 15 años ese lunes 24 de marzo de 1980, cuando escuchó un disparo desde la cocina del Hospital La Divina Providencia. En ese momento, monseñor Óscar Arnulfo Romero presidía una misa en la capilla del centro, ubicada justo al frente de donde ella realizaba sus labores.
De inmediato, la salvadoreña corrió para auxiliar al sacerdote quien acababa de recibir la bala de un francotirador. Romero acababa de realizar la consagración de la que fue su última misa.
Hoy, casi 35 años después del atentado, ella recuerda perfectamente lo ocurrido en aquella convulsa ciudad de San Salvador de los años ochenta, en tiempos de la guerilla salvadoreña y la represión social.
Esta vecina de Heredia, quien ya porta cédula costarricense, contó a La Nación que su corazón se le inflama ante "el gozo y la dicha infinita" de saber que compartió y tuvo en sus brazos, a quien más de tres décadas después fue declarado mártir de la Iglesia católica, y quien será declarado beato por el papa Francisco.
Como ella misma relata, aunque muy pronto será beato, desde hace años es "San Romero de América" para los salvadoreños.
"Una vez llegó un allegado a la Junta de Gobierno y le dijo a monseñor Romero: 'Váyase, porque están planeando su muerte'; pero él contestó:'Yo no puedo dejar a mis hijos (refiréndose al clero), tengo que acompañarlos acá", recordó la salvadoreña, haciendo referencia a la firmeza del futuro beato sobre su misión.
En ese entonces, Hernández era voluntaria en el Hospital La Divina Providencia donde fue el atentado que dio la vuelta al mundo.
Allí llegó por la vocación de ayudar que descubrió en ella su tío, José Amado Molina, uno de los sacerdotes de la Arquidiócesis de San Salvador, dirigida por Romero, quien también era arzobispo arquidiocesano.
"Yo me encontraba en labores de cocina cuando vi un Volkswagen rojo pasar lentamente frente a la capilla; luego se oyó el disparo, y el vehículo salió a toda velocidad del lugar", recordó la mujer, en una entrevista telefónica con este medio.
La bala azotó esa capilla como las 6:20 p. m., en ese momento, Romero celebraba la misa de primer aniversario de fallecida de la madre de Jorge Pinto, un amigo del arzobispo y dueño de un periódico.
Su casa. Monseñor Romero vivía en una habitación sencilla del hospital donde quedaba la capilla en la que le dispararon.
Según Rosa Hernández, cuando ella cruzó la calle, los asistentes a la misa estaban en el piso por temor a más detonaciones.
De inmediato, ella llegó hasta donde yacía el arzobispo y, con una cocinera y un muchacho de limpieza, vieron que el cura estaba inmóvil y no respiraba.
"Al volverle la cabeza le empezó a salir sangre por la nariz y boca", detalló en tono pausado.
En medio del pánico, lograron llevarlo a la Policlínica de El Salvador, donde los médicos lo declararon fallecido.
"Siempre fue un hombre santo", dijo sin ocultar su emoción al recordarlo.
Su confesor. Monseñor Romero era el confesor y consejero de Rosa Hernández, quien en aquella época formaba parte del equipo que asistía al sacerdote.
"Desde que asumió como arzobispo de San Salvador pidió vivir fuera de la casa arzobispal, y se fue a un cuarto pequeño del Hospital de La Divina Providencia", relató.
La mujer destacó el carisma de Romero con los jóvenes como ella. Por eso, no cesa de agradecer a Dios haber estado cerca de un hombre de fe a quien siempre consideró un santo.
"Padecía gastritis y colitis no solo por las constantes amenazas que recibía, sino por el sufrimiento que veía en las madres que llegaban a llorar con él, luego de que les asesinaban a sus hijos", agregó.
"Él lo que hacía era denunciar todo eso en las misas que se transmitían en la radio católica local", recalcó Hernández.
Ella también resultó víctima del conflicto: Hernández se vino a vivir a Costa Rica tras recibir amenazas en su país para que no dijera nada de lo observado, como por ejemplo el vehículo en el cual llegó el asesino del sacerdote.
Acá arribó en 1981 junto con varios sacerdotes jesuitas. Desde entonces ha permanecido ligada a ellos en labores pastorales de iglesias como Nuestra Señora de Loretto en Rohrmoser; San Bruno, en Colima de Tibás, San Rafael de Montes de Oca; San Rafael de Calle Blancos y Dulce Nombre de Jesús, en Mercedes Sur de Heredia.
Ahora su mirada se enfoca, como la de muchos otros salvadoreños, en el esperado día cuando proclamarán beato a su "San Romero de América".
Colaboró la periodista, Marcela Cantero. Esta información fue corregida el 17 de febrero ya que originalmente se consignó que el obispo Romero era jesuita, cuando lo correcto es que era diocesano, tal y como lo informó un respetable lector.