Siversk. Del lado oeste, el Ejército ucraniano no para de bombardear las posiciones rusas. Y del lado este, las fuerzas rusas responden desde unas colinas. En medio de este duelo de artillerías enemigas, los últimos habitantes de Siversk viven al límite.
La localidad, situada en el Donbás y bajo control ucraniano, tenía unos 11.000 habitantes antes de que empezara la invasión rusa en febrero. Ahora son unos 2.000, en su mayoría personas mayores que dicen no tener adónde ir.
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Viven bajo las bombas desde inicios de julio, cuando el Ejército ruso se dirigió hacia esta localidad, sin lograr conquistarla, después de tomar la gran ciudad vecina de Lisichansk.
“Vivo en este delirio. Caminamos permanentemente sobre una línea entre la vida y la muerte”, contó a AFP Alla, una mujer de 55 años que no quiso dar su apellido.
En la carretera que hay frente a su casa, Alla hace de portavoz de sus vecinos, unas diez personas del barrio que suelen juntarse con ella.
“Vivimos en el sótano. No recibimos ayuda humanitaria. Tenemos miedo de ir al jardín. No tenemos nada que cosechar, ni electricidad ni agua”, explicó. “Psicológicamente es muy difícil atravesar esto, cuando todos los días y todas las noches hay explosiones constantes”, dijo ante las miradas de aprobación de sus vecinas.
Mientras hablaba Alla, se escuchan varias detonaciones. Los ucranianos están disparando y los rusos no van a tardar en replicar.
Viktor Markov, de 55 años, muestra un cohete que cayó recientemente en una casa vacía, en el barrio. El artefacto, de tres metros de largo, atravesó el tejado y el piso antes de plantarse en la tierra batida del sótano. Por suerte no explotó.
Un peligro diario
“Estuve en el ejército soviético, y fui a lugares difíciles, pero nunca vi algo así”, contó Markov, que dijo ignorar si los disparos vienen de los ucranianos o de los rusos.
En otro punto de la ciudad, cuyo flanco oriental está controlado por unidades ucranianas, la mitad de las casas quedaron reducidas a cascotes. Allí vive Tetiana Deinega, de 90 años, que recogía unas hierbas delante de su casa sin prestar atención al estruendo de los cañones.
La nonagenaria dijo esperar a que sus hijos, que están en Rusia, vengan a buscarla. “Cuando se les autorice a venir, me iré. Sin ellos no voy a ninguna parte”, aseveró a AFP, indicando que no está sola y que su vecina se ocupa de ella.
En su casa, la mayoría de las ventanas estallaron por las explosiones. Si sus hijos no vienen, dijo que se quedará aquí, porque “es el país donde nací”. “Es Ucrania, nuestra Ucrania, donde nacimos. Buena o mala, es la nuestra”.
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En cuanto al peligro del día a día, lo relativiza de forma tajante: “puede que hoy me tumbe y no me despierte mañana”.
A unos 15 kilómetros, la situación es más tranquila, pese a que el frente no queda lejos. Valentina, una mujer de 72 años que vive en la aldea de Kaleniki, carece de electricidad y cuenta con un pozo para abastecerse de agua.
El pueblo está intacto, pero la angustia es la misma. “No veo un gran futuro por delante. Sólo podremos pensar en el futuro cuando todo esto termine”.