Madrid
El humo de las granadas lacrimógenas lanzadas en las últimas semanas contra un movimiento de indignados aún no se ha disipado en la plaza de Taksim de Estambul. Con al menos cuatro muertos, más de 7.500 heridos y centenares de detenidos en el mayor estallido ciudadano desde el golpe de Estado de 1980, Europa acaba de dar un nuevo portazo a las aspiraciones de Turquía.
Recep Tayyip Erdogan, el líder que parecía haber amarrado Turquía a la UE al comienzo de su mandato, es visto ahora como un gobernante autoritario que se niega a escuchar la voz de la calle. Del vehemente alcalde de Estambul que se hacía llamar "el imán de la ciudad" al arrogante jefe de Gobierno que se define como "maestro" en sus multitudinarios mítines han pasado casi 20 años. Su ascensión política de la mano de Necmettin Erbakan, el primer jefe de Gobierno islamista de la Turquía moderna, se estrelló entonces con la bota del Ejército.
Erdogan permaneció cuatro meses en la cárcel y fue condenado al ostracismo político por haber leído un poema islamista –"nuestras bayonetas son los minaretes"- en 1998. Pero poco después se produjo su primera transformación. Moderó su discurso político para fundar en 2001 el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP), junto con el actual presidente turco, Abdulá Gül. Pretendían ser un equivalente islámico y pragmático de la democracia cristiana alemana. La reactivación de la económica, la democratización y el acercamiento a Europa fueron el banderín de enganche con el que el AKP logró un 36% de los votos en 2002 y en torno al 50% de los sufragios en 2007 y 2011. Convertido en un gobernante destinado a pasar a la historia, como Margaret Thatcher o Helmut Kohl, las revueltas de Taksim pueden haber marcado el inicio de su declive. Los diplomáticos estadounidenses en Turquía le calificaron en los cables de Wikileaks como "un patriarca que domina con estrictas normas autocráticas". "Tayyip solo cree en Alá pero no se fía ni de Dios", ironizaba un miembro de su partido en la Embajada de Estados Unidos en Ankara. "Es carismático, aunque con instinto de matón de barrio", puntualizaba otro confidente.
Erdogan nació hace 59 años en Rice, a orillas del mar Negro, pero su familia pronto se trasladó a Estambul, a un distrito del Cuerno de Oro. Jugador de fútbol aficionado, la leyenda urbana sostiene que de joven vendía por las callejuelas de Kasimpasa los típicos simit (rosquillas de pan con sésamo), mientras se formaba en un imam hatip, o liceo coránico, y estudiaba Economía en la Universidad del Mármara, donde coincidió con Erbakan y Gül.
Desde Mustafá Kemal, Atatürk, ningún otro dirigente ha transformado tanto a Turquía como Erdogan. Cientos de nuevas carreteras y hospitales lo atestiguan. Aunque parezca aislado en la torre de marfil de la mayoría absoluta, maniobra en realidad para no verse apeado del poder por otros líderes del AKP. Como destaca el columnista de Today's Zaman Yavuz Baydar, el proceso de paz kurdo no es entendido por las bases del partido y su compromiso con los rebeldes suníes en Siria choca con los complejos matices del islamismo turco.
La destrucción del paisaje en las grandes ciudades, como en el parque de Gezi de Estambul, le ha enfrentado con las clases medias urbanas. Sectores laicos y liberales que le apoyaron no soportan ya su pulsión de entrometerse en la vida del prójimo: que les diga si pueden beber alcohol o cuántos hijos tener ("al menos tres", prescribe el primer ministro).
Esta escalada de la polarización en la sociedad turca se produce en una encrucijada del destino político de Erdogan. Con tres elecciones en ciernes -municipales y presidenciales (2014) y legislativas (2015)-, los estatutos del AKP le impiden presentarse para un cuarto mandato como primer ministro. Y su sueño declarado pasa por reformar la Constitución y ser el primer presidente de Turquía con plenos poderes ejecutivos, según el modelo de Francia, para mantenerse en el poder más allá de 2023, en el primer centenario de la República fundada por Atatürk.