El apodo de El Castigador es el que mejor representa al presidente de Filipinas, quien desde hace ocho meses lanzó una cruzada contra el crimen que ha derramado miles de litros de sangre en las calles del país, especialmente en las de los barrios más marginales.
Rodrigo Duterte asumió el poder a finales de junio de 2016, luego de una corta campaña electoral en la que prometió que mataría a todos los criminales del país en un periodo de seis meses. Para finales de enero, más de 7.000 personas habían muerto consecuencia de una brutal guerra contra las drogas, y dado que la operación no cesa parece que todavía faltan más.
Las matanzas masivas han incluso quitado la vida de niños menores de cinco años, a los cuales Duterte se refiere como “daño colateral”, sin admitir culpa ni remordimiento. Para los filipinos, nada de esto parece ser sorprendente. El presidente al que eligieron 16 millones de personas (de una población de 100 millones) nunca ha escondido su vileza; cuando menos la ha pavoneado.
Fuera de las Filipinas, en cambio, la reacción ha sido de desaprobación: organizaciones internacionales de toda estirpe se han manifestado en contra de sus acciones y han recriminado en múltiples ocasiones sus amenazas contra los derechos humanos. Sin embargo, nada parece detener a Duterte.
Contra las drogas, a como dé lugar
Desde antes de llegar a la presidencia, Rodrigo Duterte tenía fama de actuar contra el crimen de maneras poco ortodoxas y fuera del margen de la ley. Cuando fue alcalde de la ciudad de Dávao (puesto que tuvo durante más de 20 años no consecutivos), estuvo involucrado en un escuadrón de la muerte y fue criticado por el Observatorio de Derechos Humanos por las matanzas extrajudiciales de miles de personas.
“Si usted está haciendo una actividad ilegal en mi ciudad, o si usted es un criminal o parte de un sindicato que se aprovecha de la gente inocente de la ciudad, mientras yo sea el alcalde, usted es un objetivo legítimo de asesinato” fue una de las infames frases del entonces alcalde, pronunciada en 2009.
Para Duterte, los crímenes más sensibles están relacionados con las drogas, tanto el tráfico de las mismas como el consumo común y corriente. En la ciudad de Dávao no se puede fumar cigarrillos en público ni se puede vender alcohol después de las 2 a. m., y si alguna autoridad o algún justiciero enmascarado encuentra a alguien teniendo cualquier contacto con cualquier droga, las consecuencias pueden llegar a ser nefastas.
Según los datos que Duterte ha ofrecido para respaldar sus radicales acciones, en Filipinas hay tres millones de drogadictos, y si no se eliminan inmediatamente llegarán a ser más de 10 millones. Los números oficiales del gobierno dicen que hay 1.8 millones de adictos en el país, a los cuales el presidente no ha logrado eliminar durante estos ocho meses.
“No me di cuenta de qué tan severa y qué tan seria era la amenaza de las drogas en la república hasta que me convertí en presidente”, dijo Duterte en diciembre, en una rueda de prensa en la que pidió más tiempo para cumplir con su promesa de acabar con todos los criminales. “Aunque quisiera, no puedo matarlos a todos”, agregó.
Han sido miles
Los números no han hecho diferencia; ha tenido más peso el discurso de Duterte. Justo después de su inauguración presidencial, el 30 de junio, el presidente escaló en su manifiesto contra las drogas, incentivó a los ciudadanos a matar a los adictos y criminales, y ordenó a la policía nacional implementar una política de fuerza letal; es decir, matar a cualquier sospechoso sin respetar el debido proceso.
Tres días después de su inauguración, ya habían muerto 30 personas en manos de la policía, sin ningún proceso judicial de por medio. La guerra de Filipinas contra las drogas estaba más oficializada que nunca, con el comandante en jefe pidiendo la sangre de todos los criminales como si fuera una práctica deportiva.
Las muertes fueron aumentando cada mes, hasta llegar a los más de 7.000 asesinados por la guerra contra las drogas hasta enero pasado, solo tomando en cuenta los números oficiales. De esos, 2.500 fueron asesinados por la policía, y el resto por escuadrones de ciudadanos encapuchados que se tomaron las palabras del presidente muy a pecho.
Cuando la Unión Europea llamó la atención de Duterte, en setiembre, y le solicitó cesar las muertes extrajudiciales, el presidente respondió con un sencillo “jódanse” y en una conferencia de prensa mostró el dedo del centro dos veces, por si las dudas.
Luego, el expresidente estadounidense Barack Obama le solicitó solucionar el problema de las drogas de una mejor manera, a lo que Duterte respondió mandándolo al infierno, no sin antes insultar a su madre. En cambio, Duterte sí mantiene una buena relación con Donald Trump y dice que lo felicitó por su gran trabajo.
De hecho, Duterte ha sido comparado con el presidente Trump no en pocas ocasiones, pero se distingue de él por una diferencia fundamental: sus encuestas de aprobación y confianza superan el 80%, a pesar de tener tan mala fama fuera de su país. Al igual que Trump, Duterte cumplió lo que prometió en campaña y eso es celebrado por los filipinos.
Sin escrúpulos
En agosto de 2016, cuando Naciones Unidas expresó su preocupación por la violación a los derechos humanos en Filipinas, Duterte expuso el proceso racional que está detrás de sus acciones.
“¿Crímenes contra la humanidad? En primer lugar, me gustaría ser franco con ustedes”, dijo en referencia a los adictos a la droga. “¿Son humanos? ¿Cuál es su definición de humanos?”, preguntó, disparando más críticas en el campo internacional.
Quizá dos de los casos de injusticia más sonados de su guerra contra las drogas son las de dos niñas –una de cuatro y otra de cinco años– que murieron por estar en el medio de enfrentamientos con la policía. Familiares cercanos a las niñas (que no eran familia ni murieron juntas) estaban en el ojo de las autoridades por tráfico de drogas, y cuando los fueron a buscar ellas también murieron.
“Tenemos tres millones de adictos en este país”, dijo consultado por los casos. “Si no hacemos algo ahora, la próxima generación va a estar en un problema serio. En mi país no hay ninguna ley que diga que no puedo amenazar a los criminales. No me importa lo que digan los tipos de los derechos humanos. Tengo la labor de preservar a esta generación”.
Los casos empataron con las intenciones de Duterte de reinstalar la pena de muerte y de reducir la edad criminal a nueve años. “Muchos niños por encima de esa edad, especialmente en estos tiempos en los que el conocimiento está disponible en Internet y en redes sociales, ya están informados y deberían aprender que son responsables por lo que dicen y hacen”, dijo.
Además de los asesinatos de niños inocentes, sumados a los miles de asesinatos que son percibidas como una suerte de holocausto, varios reportes alegan que la mayoría de los sangrientos episodios de esta guerra contra las drogas han acontencido en barrios marginales y han afectado a los más pobres.
En su más reciente reporte, Amnistía Internacional alega que se trata de una “guerra contra los pobres” y que los hechos de estos meses pueden catalogarse como crímenes contra la humanidad.
“A menudo con la evidencia más endeble, las personas acusadas de usar o vender drogas son asesinadas por dinero en efectivo, en una economía de asesinatos”, dijo el director del reporte de Amnistía. “Las mismas calles en las que Duterte prometió deshacerse del crimen están ahora llenas de cuerpos de personales ilegalmente asesinadas por su propia policía”.