Trípoli. AP Durante casi 42 años en el poder en Libia, Muammar Gadafi fue uno de los dictadores más excéntricos del mundo, tan inestable que las potencias occidentales lo condenaban a la vez que trataban de ganarse sus favores, mientras ejercía un despotismo brutal sobre su propio pueblo.
Era un hombre de contrastes. Fue un patrocinador del terrorismo cuyo régimen fue culpado por derribar dos aviones de pasajeros, aunque luego ayudó a Estados Unidos en la guerra contra el terrorismo. Fue un nacionalista árabe que se mofaba de los gobernantes árabes. Y como paradoja, predicó una utopía revolucionaria del poder popular, pero era el centro de una dictadura personalista.
Conocido por su vestimenta estrafalaria, se consideró una combinación de jefe beduino y rey filósofo.
En sus viajes de Estado insistía en alojarse en una tienda. Contaba además con una guardia pretoriana de voluptuosas amazonas.
Un cable diplomático estadounidense del 2009, difundido por la página de internet WikiLeaks, se refirió a la renuencia de Gadafi de permanecer en los pisos superiores de los edificios, su escasa afición a volar sobre agua y un desmedido apetito por los caballos de carreras de pura sangre y el baile flamenco.
“De noche, Muammar sueña; de día, decide”, decían los libios en referencia al carácter arbitrario con el que el dictador gobernaba el país, como exigir que todas las puertas de los comercios fueran pintadas de verde, el color de su régimen.
El presidente estadounidense Ronald Reagan, tras el atentado de 1986 que mató a varios soldados de Estados Unidos en Berlín y atribuido a Libia, lo tildó de “perro rabioso”. El entonces presidente egipcio Anwar el-Sadat, que en la década de 1970 libró una guerra fronteriza con Libia, escribió en su diario que Gadafi estaba “mentalmente enfermo y necesita tratamiento”.
Su única constante fue aferrarse al poder. El secreto de su duración fue el petróleo, en ingentes cantidades, que yace bajo el desierto libio y su capacidad para adoptar cambios radicales.
El giro más espectacular ocurrió en el 2003. Tras años de negativas, Libia admitió su responsabilidad – aunque no su culpabilidad– en el atentado de 1988 del vuelo 103 de Pan Am cuando volaba sobre la localidad escocesa de Lockerbie, en el que murieron 270 personas.
Anunció, además, que Libia desmantelaría sus programas de armas nucleares, biológicas y químicas bajo supervisión internacional.
Las recompensas llegaron pronto. A los pocos meses, Estados Unidos derogó las sanciones económicas y reanudó los lazos diplomáticos. La Unión Europea recibió a Gadafi en Bruselas. La secretaria de Estado, Condoleezza Rice, pasó a ser en el 2008 la funcionaria estadounidense de mayor rango que visitaba el país en más de 50 años.
Pasó a ser un paria una vez más cuando comenzó en febrero la brutal represión del levantamiento popular motivado por la primavera árabe. La ONU autorizó en marzo una zona de exclusión aérea en Libia, y la OTAN comenzó una campaña de bombardeos.
“Soy un luchador, un revolucionario de las tiendas... Al final moriré mártir”, proclamó en uno de sus últimos discursos durante el alzamiento popular.
Gadafi usó los ingresos generados por el crudo para construir escuelas, hospitales, regadío y viviendas en una escala nunca vista por esta nación del Mediterráneo.
A pesar de la represión, transformó a Libia de uno de los más atrasados y pobres países de África en uno con infraestructura y razonable acceso del pueblo libio a los servicios esenciales, dijo el profesor George Joffe, de la Universidad de Cambridge. Empero, un tercio de los libios siguen en la pobreza.