En un rincón del cuartel central de bomberos de Manchester, 100 km al norte de Boston, hay dos sillas de plástico. En la pared, un poema en memoria de una joven de 20 años que murió de una sobredosis. Y un afiche en el que se lee: “Cualquiera, en cualquier momento, puede recuperarse”.
Apartada de los brillantes camiones de bomberos, la pieza tiene pocos metros cuadrados. Pero se ha convertido en un salvavidas para los toxicómanos de Manchester, y en un símbolo de esperanza de la batalla de Estados Unidos contra los opiáceos, una familia de drogas que, como la morfina, permite aliviar el dolor al mismo tiempo que produce cierta euforia y una rápida dependencia.
Surgida de la prescripción exagerada de medicamentos contra el dolor, la crisis de los opiáceos se disparó al punto de que Donald Trump la calificó en octubre de “emergencia nacional de salud pública”.
Afecta a personas que muchas veces están lejos del perfil tradicional del adicto a las drogas. En 2016 fue causa del aumento de las muertes por sobredosis en el país, que llegaron a 63.600, un promedio de 175 por día.
Estación segura
Tras recibir una catarata de llamadas por sobredosis a partir de 2015, los bomberos de Manchester -la mayor ciudad del pequeño estado de New Hampshire (noreste), con 110.000 habitantes- lanzaron en mayo de 2016 el programa “Safe Station” (Estación Segura): cualquiera con problemas de droga o alcohol puede acudir a los bomberos las 24 horas del día, los siete días de la semana. Y será bien acogido, sin sermones moralizadores.
”¿Le gustaría tomar agua? ¿Una coca?”, pregunta un responsable del programa, Christopher Hickey, a Brendan, un toxicómano de 33 años en estado de evidente ansiedad al cual su amiga acaba de dejar en el cuartel.
Cuenta a los bomberos que tras dos años de abstinencia volvió a drogarse en noviembre y tuvo 18 sobredosis desde entonces. Pidió ayuda para combatir su adicción.
Los bomberos lo llevarán a la clínica de rehabilitación asociada Granite Pathways, para evaluar sus necesidades y colocarlo en un programa de desintoxicación.
Luego llega Cody, de 31 años. Con un gorro calado hasta las orejas y un ojo morado, descubre su brazo derecho, cubierto de marcas de pinchazos. Cuenta que es heroinómano desde los 14 años. Tras varios tratamientos, volvió a caer en febrero.
“Es la primera vez que vengo aquí”, explica este joven sin domicilio fijo. “Escuché hablar que es rápido y eficaz (...) Me gustaría no volver a caer en lo mismo una y otra vez”.
Blancos y treintañeros, Brendan y Cody encarnan el perfil de las mayores víctimas del flagelo de los opiáceos, que golpea particularmente a los estados de Virginia Occidental, Ohio y New Hampshire, que posee el triste récord de mayor número de sobredosis de fentanilo por habitante.
El fentanilo, un opiáceo entre 50 y 100 veces más poderoso que la morfina o la heroína, inunda el mercado desde 2015, explica Hickey. Concebido como un medicamento contra el dolor, hoy es fabricado por narcotraficantes, muchas veces en México o en China, y traficado a Estados Unidos.
Unos miligramos, a un costo “de 5 a 7 dólares”, pueden bastar para una sobredosis, explica Hickey. Y Manchester, un antiguo centro textil cuya economía se ha recuperado con la llegada de empresas de alta tecnología como Segway, está en el ojo de la tormenta.
De enero a marzo de 2018, los bomberos respondieron a 152 llamados por sobredosis. El centro de la ciudad es el más afectado, pero “no hay fronteras” y “los barrios ricos” también sufren, explica Jim Terrero, un bombero de 28 años.
Hickey propuso abrir el cuartel de los bomberos a los adictos luego de ocuparse del hermano de un colega que era adicto a los opiáceos y tenía pensamientos suicidas.
“La idea era que cualquiera pudiera venir” y “ser tratado como un ser humano”, “sin prejuicios”, dice. “Pensábamos que tendríamos dos o tres personas cada mes (...) Tuvimos 80 el primer mes. Y casi dos años después, tenemos un promedio de 160 personas mensuales”.
En total, los bomberos ya recibieron a más de 3.300 personas llegadas de Nueva Inglaterra y también de Texas o Alaska, al otro extremo de Estados Unidos.
Un éxito tan fenomenal que el socio inicial del programa, la clínica de rehabilitación Serenity Place, desbordada, quebró a fines de 2017.
Hickey y su jefe, Daniel Goonan, se convirtieron en unos meses en expertos en problemas de dependencia, y tuvieron que encontrar urgentemente otros socios -Granite Pathways, hospitales, empresas de seguros, taxis- para ocuparse de todos los que llaman a su puerta.
Safe Station se impuso así como un modelo de movilización frente a la crisis: una docena de localidades adoptaron programas similares, y decenas de otras planean hacer lo mismo.
Goonan ya fue invitado tres veces a la Casa Blanca, el presidente Trump visitó el cuartel el 19 de marzo y el Instituto Estadounidense para el Abuso de Drogas encargó un estudio para analizar su éxito.
Porque aunque las sobredosis no han disminuido, bajó la cantidad de muertos desde 2017. “Es con eso que medimos nuestro éxito”, dice Hickey.
“La gente está más dispuesta a llamar y a ayudar a su familiar o ser querido”, cuenta. “Los estigmas comienzan a caer, ya no hay el mismo nivel de vergüenza que antes”.
Safe Station es “un bello ejemplo de las soluciones más creativas que debemos contemplar a nivel nacional”, subraya Lisa Marsch, experta en opiáceos de la Universidad de Dartmouth. Pero su viabilidad es frágil, y hace falta mucho más para frenar la crisis, afirma.
“Le dije al presidente (Trump): ‘Necesitamos su ayuda, ninguna ciudad puede superar esto sola, ningún Estado’”, dice Goonan. “Nosotros solo tratamos de que las cosas no empeoren”.