Una ráfaga de disparos despertó al presidente hondureño, Manuel Zelaya, la mañana del 28 de junio de 2009. Los militares que atacaron la casa del mandatario a punta de fusil, en Tegucigalpa, lo obligaron a subirse a un avión y una hora después lo expulsaron en una pista aérea. Zelaya quedó abandonado en el principal aeropuerto de Costa Rica, aún en pijamas.
El golpe de Estado abrió una fase de desestabilización en Honduras, un país ya de por sí marcado históricamente por el dolor y el desastre.
La crisis institucional dinamizó el narcotráfico, ahondó la pobreza, legitimó la impunidad, hizo estallar el desempleo informal y normalizó la violencia. Estas semillas que han brotado de forma simultánea exponen desde hace dos semanas una nueva secuela que emergió ante la fractura democrática: la migración masiva.
Un anuncio en la televisión dio el aviso de que un grupo de personas caminaría hasta Estados Unidos para solicitar asilo.
La salida se pactó para el sábado 13 de octubre. Fue entonces cuando al menos 2.000 personas conformaron una caravana para salir a pie de la ciudad de San Pedro Sula –a 300 kilómetros de la capital– hacia el territorio estadounidense.
Otra caravana salió una semana más tarde integrada por unos 1.500 hondureños.
Se trata de un éxodo desesperado que dejó atrás la tradicional migración silenciosa que emprenden los hondureños desde los años 90 alentados por el mítico sueño americano.
Anualmente Honduras expulsa a cuentagotas al menos 75.000 migrantes. La salidas masivas son las menos habituales.
El factor común entre los hombres y mujeres, las madres con sus hijos en brazos. los jóvenes, las familias enteras, el niño que va solo, los hermanos que decidieron acompañarse y los adultos mayores, es la falta de oportunidades que encuentran en su país en combinación con el miedo a la mara que cobra extorsiones y asesina. Van con la intención de dejar atrás la mala paga del trabajo esporádico que no da para costear los últimos aumentos en la electricidad, la gasolina y el cartón de huevos.
“Tenemos hambre. Es duro levantarse por la mañana y tener un niño que te diga ‘mami, tengo hambre’, y uno empiece a contar los lempiras que con eso solo alcanza para un juguito. O ir al centro de salud y no encontrar ni un acetaminofén”, cuenta Luz Abigail, 34 años al diario digital Plaza Pública. Ella viaja con su hijo de un año.
Siete de cada diez personas se encuentra en situación de pobreza en Honduras, según cifras del Estado de la Región. Mientras que el empleo informal ronda el 70%. Además, en 2017 se reportaron 43 homicidios por cada 100.000 habitantes. En Costa Rica, la tasa es de 12 por cada 100.000.
El Departamento de Estado de los Estados Unidos estima que el 79% de la cocaína que sale por aire desde Suramérica aterriza en alguna de las 200 pistas clandestinas que habría en Honduras.
Por estos motivos, al verse acorralados entre sus propias fronteras, los hondureños huyen sorteando las amenazas y avanzan pese al cansancio, el dolor de pies, el agobio que deja el calor y las amenazas del presidente Donald Trump.
Desgaste
El deterioro de Honduras empezó a visibilizarse desde el 2010. En ese momento, un informe de la Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas concluyó que a partir del golpe quedó expuesta la fragilidad social, la pobreza, la desigualdad y la deficiencia institucional del país limítrofe con cuatro naciones y productor de piña.
Esta situación tomó fuerza con el giro autoritario del presidente Juan Orlando Hernández (en el poder desde 2014), quien ha forjado un fuerte control de instituciones clave como la Sala Constitucional.
En el 2015, el organismo avaló la aplicación del artículo de la Carta Magna en el que se prohibía la reelección. Luego, el Tribunal Electoral (adscrito a la Sala) aprobó su candidatura para que se postulara a un segundo mandato.
Dos años más tarde, Hernández asumió de nuevo la investidura como presidente en el Estadio Nacional de Tegucigalpa con pocos invitados, rodeado de guardaespaldas y militares.
Obtuvo una turbia victoria electoral en noviembre, la cual estuvo enmarcada por acusaciones de fraudes y protestas sociales que fueron reprimidas con balas. Incluso, ante las sospechas, la Organización de Estados Americanos (OEA) pidió que se repitieran los comicios, pero la comunidad internacional legitimó los resultados.
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En un informe publicado el año pasado, el Alto Comisionado de la ONU alertó sobre la fragilidad de los derechos humanos en el país y acentuó que la falta de imparcialidad percibida en el proceso electoral “tiene sus raíces en el legado no resuelto del golpe de Estado de 2009, entre otros, la polarización política y social y el hecho de que no se hayan abordado las deficiencias del Estado”.
De acuerdo con el Índice del Estado de Derecho de World Justice Proyect, Honduras fue considerado en 2017 uno de los países más débiles en términos de institucionalidad y de respeto a la legalidad. Se ubicó en la posición 28 de 30 puestos.
Asimismo, el Índice de Democracia de la Unidad de Inteligencia de The Economist, catalogó el año pasado a Honduras como un régimen híbrido, ya que las elecciones tienen irregularidades sustanciales que evitan que sean libres y justas.
No es un aguacero
Todos estos elementos determinan que la migración en caravana responde a problemas estructurales que se han incrementado. No se trata de un fenómeno de generación espontánea.
Alberto Mora, coordinador del Estado de la Región, explica que la crisis actual hondureña responde a procesos de largo plazo, los cuales han acumulando factores de riesgo, así como de vulnerabilidad.
“No es el resultado de un hecho puntual y repentino como podría ser de pronto que el cielo se oscurezca y caiga un aguacero. Se trata de procesos históricos que evidencian el rezago del desarrollo institucional, político, económico y social que están en la base de lo que hoy reconocemos como flujos migratorios en Honduras”, discurre Mora.
Además, reconoce la baja calidad del trabajo como una de las situaciones más preocupantes de la realidad hondureña.
Para Carlos Sandoval, investigador de la Universidad de Costa Rica (UCR), la novedad se encuentra en que los centroamericanos dejaron de lado el anonimato para salir de forma colectiva, un aspecto que les da notoriedad. “Es una suerte de éxodo que no está tan caracterizado por la desesperanza, sino más bien por la desesperación”, manifiesta.
Sandoval lideró el año pasado un proyecto de investigación el cual reveló que jóvenes entre 14 y 24 años de comunidades empobrecidas de Centroamérica anhelan con irse de sus países por la falta de acceso a los servicios básicos y el asedio de la violencia. Además, resienten la ausencia de un Estado que trate de mitigar los efectos de la crisis.
De esta forma lo reconoce el joven hondureño Andrés (nombre ficticio por motivos de seguridad), quien vive en la colonia Nueva Capital de Comayagüela, a media hora de Tegucigalpa, donde las personas no tienen acceso al agua potable.
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Por ahora, Andrés trabaja en una organización como promotor de proyectos para prevenir la violencia en esa comunidad marginal. Sin embargo, cuando la situación se dificulta con el trabajo se dedica a laborar en construcciones o como albañil, pese a que es graduado universitario en Mercadotecnia.
“Hay un ambiente de que la gente desea irse del país, porque todo lo que se está viviendo son golpes para el pueblo. Muchas personas se sienten asfixiadas, porque pasan años sin trabajo y se dan aumentos en la canasta. Muchas personas dicen para morir en Honduras, mejor se van a a morir en otro país”, relata Andrés vía telefónica.
El padre jesuita Ismael Moreno es reconocido en Honduras por defender los derechos humanos y enfrentar al gobierno de Juan Orlando Hernández.
En su criterio, la caravana evidencia que los ciudadanos se ven exigidos a buscar fuera del país “lo que se les ha negado adentro”.
“La caravana es un fenómeno que expresa una situación de desesperación de personas que no hallan ninguna alternativa en el territorio nacional. Se han cerrado todas las posibilidades”, dice Moreno en una conversación con La Nación.
Ahora los hondureños de la primera caravana están por llegar a Ciudad de México para seguir con su propósito de alcanzar la frontera con Estados Unidos, a 2.300 kilómetros cuadrados de la capital mexicana.
Algunos han pedido regresar a casa, otros miles mantienen la ilusión casi intacta. De momento y pese a lo adverso, la marcha de los hondureños que dejó atrás la clandestinidad y el silencio sigue imparable.