Kabul. Cuando Zubair, un bebé afgano de seis semanas y apenas dos kilos de peso, llegó a una clínica para niños desnutridos, los médicos pensaron que le quedaban pocas horas de vida. Ahora lucha por sobrevivir cubierto por una manta térmica y bajo la mirada de su madre, que oscila entre el miedo y la esperanza. La clínica que la Organización No Gubernamental (ONG) Médicos Sin Fronteras (MSF) gestiona en Herat, la mayor ciudad del oeste de Afganistán, tiene el objetivo de ayudar a una comunidad que convive con un sistema de salud al borde del colapso, lastrado por el retiro de las donaciones.
Desde que los talibanes tomaron Kabul en agosto, este recinto incrementó su capacidad pasando de 45 a 75 camas y recibe en promedio 60 pacientes cada semana. La madre de Zubair, Shabaneh Karimi, viajó 150 kilómetros para recibir atención y antes de ser admitida en este centro estuvo en el hospital público, del cual fue remitida a esta clínica. El pequeño fue examinado raudamente y fue colocado en una unidad de cuidados intensivos junto a una docena de otros lactantes.
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Con una mascarilla de oxígeno que cubría casi todo su rostro, logró sobrevivir la noche e incluso juntó la suficiente fuerza como para llorar. “Zubair todavía está vivo, pero el panorama sigue siendo complicado para él”, aseguró Gaia Giletta, la enfermera jefa de la clínica de MSF. La profesional relató que ahora el niño ―muy debilitado por la desnutrición— lucha contra una infección pulmonar.
Más de tres millones
El fondo de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) para la infancia, Unicef, estimó que en este invierno al menos 3,2 millones de niños afganos menores de cinco años van a sufrir desnutrición y un millón podría morir por falta de cuidados. “Las madres vienen de muy lejos. A veces recorren 200 kilómetros”, indicó Giletta. “Los hospitales públicos no tienen suministros”, dijo agregando que los doctores y las enfermeras no reciben su salario.
En otra habitación, Halima observa a sus gemelos de nueve meses. Ambos presentan una hinchazón de la cabeza producto del edema que provoca la desnutrición, una acumulación de líquido que puede ser fatal. “Me preocupa que sus cabezas crezcan más y más”, contó Halima. “Traté de amamantarlos, pero no tenía suficiente leche”, dijo y comentó que se quedó sin dinero para comprar leche de fórmula y que su esposo —que es un adicto— no pudo ayudarla. Ahora sus hijos luchan contra una infección por sarampión, lo que implica que deben estar aislados.
Después de pasar dos meses en esta clínica, Ali Omar, un bebé de cinco meses, se está recuperando. Sin embargo, solo pesa 3,1 kilos, lo mismo que un recién nacido. A su madre le preocupa que reciba el alta. “¿Logrará pasar el invierno si no hay leche y la casa no tiene calefacción?”, se preguntó. Antes de darlas de alta, la clínica da a las madres sobres con mantequilla de maní y vitaminas, lo que equivale a una comida para un niño a partir de seis meses. “El problema es que, a veces, las madres reparten esta porción entre todos sus hijos”, explicó la enfermera.
¿Vender un riñón?
Para los bebés que logran mejorarse, tampoco hay garantías de que mantengan el rumbo. “Tenemos muchas readmisiones”, aseguró Christophe Garnier, coordinador del proyecto de MSF en Herat. “En un país como Afganistán que está desde hace 40 años en guerra la desnutrición es un problema endémico, que es exacerbado por los últimos años de sequía”, explicó.
Desde que los talibanes retomaron el poder, las sanciones contra el grupo islamistas privaron a su gobierno de fondos del Estado. El gobierno anterior, que tenía el apoyo de occidente, dependía de las ayudas internacionales que representaron el 75% de su presupuesto.
Estados Unidos congeló $10.000 millones de reservas que tiene el Banco Central de Afganistán. El desempleo se disparó, los precios de los alimentos subieron y el sufrimiento es palpable en todo el país, especialmente en los campamentos para los desplazados. En Herat, hay tres campamentos que albergan a 9.000 familias que huyeron de las sucesivas guerras y de la seguidilla de sequías.
“Cuando tienes hambre no puedes pensar en nada más”, contó Muhamad Amin, un adulto mayor. En este campamento es habitual que la alimentación diaria consista en un poco de pan y té. Sin trabajo, Muhamad Amin consideró incluso vender sus riñones. “Evidentemente pienso en las consecuencias, pero también en que podría ayudar a los niños”, indicó. Uno de sus vecinos le advirtió el contra de esta práctica, contándole la historia de un pariente que quedó con discapacidad después de vender uno de sus riñones por $1.550.
En los campamentos, MSF trabaja estrechamente con las madres que a veces están en la indigencia. Un médico coloca brazaletes a los bebés para medir la desnutrición. El de un lactante de seis meses hace saltar las alarmas. “Sólo tuve leche los primeros 40 días”, dijo su madre. Entonces, la invitan a la clínica de MSF en Herat, donde ella y su bebé pueden tener un lujo inaccesible para muchos afganos: comer tres veces al día.
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