Kabul. Con paso rápido y cabeza baja para no llamar la atención, algunas mujeres entran con prudencia una tras otra en un pequeño apartamento en Kabul. Aun poniendo en riesgo sus vidas, desde allí erigen una incipiente resistencia a los talibanes.
El grupo prepara conjuntamente su próxima acción contra el movimiento fundamentalista que hizo saltar por los aires sus sueños y conquistas al volver al poder en Afganistán el 15 de agosto, tras dos décadas de insurrección. Al principio solo eran unas quince mujeres las que participaban en este naciente movimiento de resistencia civil, sobre todo chicas jóvenes en la veintena que ya tenían relación entre ellas.
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Aunque con su primera acción en setiembre, la red se amplió a decenas de mujeres, exestudiantes, profesoras, trabajadores humanitarias o amas de casa que ahora maniobran en secreto para defender sus derechos.
“Me dije: ¿por qué no unirme a ellas antes que quedarme en casa, deprimida, dando vueltas a todo lo que hemos perdido?”, afirmó una de ellas, de 20 años. Son perfectamente conscientes del peligro: varias compañeras ya han desaparecido.
Sin embargo, están decididas a seguir el combate contra los talibanes que durante su primer régimen aplastaron las libertades fundamentales de las mujeres. Y pese a las promesas de cambio en su regreso, no han tardado en vulnerarlos otra vez.
Periodistas pudieron asistir a dos de sus reuniones en enero. Asumiendo el riesgo de ser detenidas, marginadas o de ver su familia amenazada, más de 40 mujeres, algunas madres con sus hijas, participaron en la primera de ellas. La mayoría se expresaron bajo anonimato por motivos de seguridad.
En la segunda reunión, algunas militantes prepararon activamente su próxima manifestación. Con el móvil en una mano y el bolígrafo en la otra, una activista echa un vistazo a una pancarta que pide igualdad de trato para las mujeres. “Estas son nuestras armas”, aseguró.
Luchar contra el miedo
Entre 1996 y el 2001, los talibanes prohibieron a las mujeres trabajar, estudiar, hacer deporte o salir solas a la calle. Ahora aseguran haber cambiado, pero han impuesto una rigurosa segregación entre sexos en la mayoría de lugares de trabajo, han excluido a las mujeres de muchos empleos públicos, han cerrado la mayoría de centros de educación secundaria a las adolescentes y han modificado los programas universitarios para que reflejen su interpretación estricta de la sharia, la ley islámica.
Todavía perseguidas por el recuerdo del precedente régimen talibán, numerosas afganas están atadas por el miedo de salir a manifestarse o sucumben a la presión de su familia que les pide quedarse en casa. Una joven de 24 años explicó cómo plantó cara a su familia conservadora, entre ellos un tío que tiró sus libros para que no pudiera seguir estudiando. “No quiero dejar que el miedo me controle y me impida de hablar”, aseguró.
En los últimos veinte años, las afganas, sobre todo en grandes ciudades, pudieron cursar estudios universitarios, convertirse en directivas de empresas u ocupar cargos ministeriales. El mayor miedo de Shala es que las chicas y las mujeres vuelvan a verse confinadas por completo en casa, manifestó esta antigua trabajadora del gobierno de unos 40 años, que perdió su empleo con el regreso talibán.
Algunas noches, esta madre de cuatro hijos se escabulle a la calle para pintar en las paredes de la capital eslóganes como “Viva la igualdad”. “Quiero simplemente ser un ejemplo para las jóvenes mujeres, demostrarles que no abandonaré el combate”, dijo con voz dulce. Ella cuenta con el respaldo de su marido y de sus hijos que corren por casa gritando “¡Educación! ¡Educación!”.
Precauciones
Para llevar a cabo sus acciones, estas militantes toman todas las precauciones. Antes de aceptar nuevas integrantes, Hoda Kmosh, una poetisa de 26 años y extrabajadora de una ONG que ayudaba a reforzar la autonomía de la mujer, se asegura que sea de confianza y que esté comprometida.
Una de las pruebas consiste en pedir que preparen rápidamente banderolas o eslóganes. Las más rápidas suelen ser las más determinadas, opinó Hoda, de mirada viva y carácter energético. Una vez convocaron a una postulante a una manifestación falsa. Los talibanes llegaron al lugar y ellas cortaron la relación con esa mujer sospechosa de haber pasado la información a los nuevos dirigentes.
El núcleo duro de las activistas utiliza un número de teléfono dedicado solamente a la coordinación antes de cada acción. Este número es después desconectado para que no sea rastreado. Hoda, cuyo marido ha sido amenazado, tuvo que cambiar ya varias veces de número.
El día de la protesta envían un mensaje pocas horas antes del encuentro. Las mujeres llegan por grupos de dos o tres y se sitúan junto a comercios, haciéndose pasar por clientes. En el último momento se juntan precipitadamente, despliegan sus pancartas y empiezan a entonar sus consignas: “¡Igualdad! ¡Igualdad! Basta de restricciones”.
Irremediablemente se ven rápidamente rodeadas por combatientes talibanes que las dispersan, les gritan o les apuntan con sus armas. Una se acuerda de haber abofeteado a un talibán. Otra de continuar cantando eslóganes con una arma contra la espalda. “Cuando la manifestación ha terminado, nos cambiamos para no ser reconocidas con un velo y una ropa que generalmente llevamos con nosotras”, explicó Hoda.
Redadas nocturnas
Aunque esto es cada vez más peligroso. Los talibanes “no toleran la protesta. Han agredido a manifestantes y a periodistas que cubrían las protestas. Han buscado a manifestantes y organizadoras de las protestas”, explicó Heather Barr, investigadora especializada en derechos de mujeres en Human Rights Watch.
A mediados de enero, los talibanes usaron por primera vez gas lacrimógeno contra militantes que pintaron burkas blancos con manchas de color rojo sangre para protestar contra el uso de este velo integral con solo una rejilla a la altura de los ojos.
Dos de las manifestantes, Tamana Zaryabi Paryani y Parwana Ibrahimkhel, fueron detenidas en una serie de registros realizados en la noche del 19 de enero, según las activistas. En un dramático video difundido en redes justo antes de su detención, Paryani pide ayuda: “¡Por favor, ayúdenme! Los talibanes vinieron a casa (...) Mis hermanas están aquí”, se desesperaba.
También se la ve junto a la puerta, implorando al hombre que esperaba detrás. “Si quieren hablar, hablaremos mañana. No puedo verlos en plena noche con estas chicas en casa. No quiero, no quiero... ¡Por favor! ¡Ayuda! ¡Ayuda!” Desde entonces, ninguna de las dos reaparecieron. La ONU y HRW pidieron al régimen investigar su paradero. La Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, mostró también su preocupación.
El vocero del gobierno, Zabihullah Mujahid, negó cualquier implicación de los talibanes, aunque reiteró que las autoridades tienen “el derecho de detener y encarcelar a los opositores o aquellos que violan la ley”. Numerosas mujeres entrevistadas antes de esas desapariciones optaron por esconderse, evocando “amenazas ininterrumpidas”. El jueves, la ONU pidió públicamente a los talibanes aportar informaciones sobre otras dos militantes desaparecidas.
‘Mi corazón y mi cuerpo tiemblan’
“Estas mujeres (...) han tenido que crear algo de la nada”, apuntó Heather Barr de HWR. “Hay muchas militantes muy experimentadas que han trabajado durante años en Afganistán (...) pero casi todas marcharon tras el 15 de agosto”.
A lo largo de los meses aprendieron a adaptarse. Al principio, las protestas terminaban cuando una mujer era agredida. Ahora, en estos casos, dos militantes se ocupan de la víctima y las otras continúan su acción, explicó Hoda.
Como los talibanes prohíben a los periodistas cubrir estas protestas, usan teléfonos para tomar fotos y videos que cuelgan rápidamente en sus redes sociales. Las imágenes, en las que suelen aparecer a rostro descubierto en un gesto desafiante, son transmitidas a todo el mundo.
Otro grupo de mujeres, más modesto, busca formas de protesta que eviten la confrontación directa con los islamistas. “Cuando estoy fuera en la calle, mi corazón y mi cuerpo tiemblan”, aseveró Wahida Amiri, exbibliotecaria de 33 años ya implicada en la lucha contra la corrupción bajo el anterior gobierno.
La mujer queda a veces con amigas en la privacidad de una casa en la que filman y cuelgan imágenes de vigilias con velas durante las que despliegan pancartas reclamando el derecho a estudiar a o a trabajar. También recurren a artículos, a debates en Twitter o a la aplicación de conversaciones de audio llamada Clubhouse, con la esperanza de que las redes sociales permitan al mundo tomar conciencia de su suerte.
En otras partes del país como Herat, Bamiyan o Mazar-i-Sharif se han organizado manifestaciones más esporádicas. “Es posible que fracasemos. Todo lo que queremos es hacer resonar la voz de la igualdad y que en vez de cinco mujeres, sean miles las que se unan a nosotros”, afirmó Wahida. Porque “si nosotras no luchamos por nuestro futuro hoy en día, la historia de Afganistán se repetirá”, alertó Hoda.
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