"No estoy enferma, por eso no quieren aplicarme la eutanasia; pero sufro", dice Hélène Wuillemin, quien a sus 100 años quiere poner fin a los dolores de la vejez y el lunes inició una huelga de hambre en Laxou, noreste de Francia.
Si da su testimonio, "no es para ser una estrella, es para ayudar a las personas que quieren morir", como ella, advierte Hélène, con un vestido de rayas rosas y verdes, y una manta con renos y abetos en las rodillas.
En Francia, la eutanasia y el suicidio asistidos están prohibidos. Algunos franceses intentan ir a otros países vecinos, como Suiza o Bélgica.
"Es inadmisible que en Francia se llegue tan tarde" a esta cuestión de la eutanasia y del suicidio asistido, suspira la centenaria, instalada en una silla en su apartamento con vistas al bosque de Haya, cerca de Nancy.
"Sufro cada día más y ya no es tolerable. Solo hay una solución, y es la eutanasia. Lo intenté en Suiza, no me aceptaron; y en Bélgica, es complicado. Sin embargo, considero que tengo todos los criterios", explica a la AFP la mujer de ojos azules, que nació el 6 de marzo de 1920.
Desde el lunes dejó de comer. Bebe agua y té y solo ingiere sus medicamentos para el dolor.
"Vino el médico y no está muy contento", dice con una sonrisa traviesa.
En la puerta de una cómoda llena de objetos diversos, colgó un cartel, fechado y firmado, recordando sus instrucciones: "No quiero ser reanimada y no quiero cuidados intensivos".
Sus manos son delgadas, su antebrazo izquierdo está como abollado, después de una fractura, y su pie derecho está "torcido" desde una operación quirúrgica.
“¡Vida de pendeja!”
"Duermo, hago algunos juegos tontos en la computadora, veo películas en la tele, pero me duermo antes de que terminen. ¿Tú llamas a eso vida? ¡Yo no! ¡Qué vida de pendeja!", exclama irritada la centenaria, quien sufre de dolores, sobre todo en las piernas, las rodillas y las caderas.
Equipada con audífonos, no escucha bien a sus interlocutores en el teléfono y su vista disminuye. Pasa las noches desde hace varios años en un sillón reclinable. Los dolores la despiertan, así que "da vueltas entre la silla y la tele".
Se mueve difícilmente con un andador, con la espalda curvada, y no ha cruzado la puerta de su vivienda "desde hace varios meses".
Detrás de su silla están colgados en la pared un pequeño cuadro con flores pintadas por su madre, que murió a los 92 años, y dos fotos de una de sus nietas, que ella ve ocasionalmente como a otros miembros de su familia.
Una amiga la visita regularmente. "Conocí la guerra, tenía 19 años en 1939, era estudiante en Toulouse (suroeste). Nos bombardearon, no teníamos mucho que comer. Teníamos que hacer cola y a veces ni siquiera teníamos leche", recuerda.
Computadora y teléfono inteligente
Hélène se casó con un agricultor y tuvo un hijo y dos hijas entre 1948 y 1951. Su marido murió "hace mucho tiempo", dice, sin recordar el año. "Tuve que criar a mis tres hijos sola", contó.
Fue profesora en el Alto Doubs (este), donde los inviernos eran muy duros debido a la nieve y el frío.
El duelo de la muerte de su marido, su condición de madre soltera y su profesión la convirtieron en una mujer "bastante autoritaria", reconoce riéndose.
"¡Pero no creo que tenga mal carácter!", añade.
Muy alerta, pasa fácilmente de su teléfono inteligente a su computadora, escribe correos a su familia y al diputado de su circunscripción "para quejarse".
Desde la ventana entreabierta le llega el canto de los pájaros. "Es una distracción", explica sonriente esta exjugadora de bridge.
Su otro placer era comer. Sin embargo, no hay manera de detener su huelga de hambre.
“Espero pacíficamente que la muerte llegue. Soy filósofa y realista: todos mueren. Pero me gustaría morir lo antes posible, dormirme en mi silla”, resumió.