Darién. Un niño de 12 años resbala y cae sobre una piedra en la selva colombiana del Darién. El pequeño no llora ni emite queja, solo se acomoda la carpa que lleva al hombro y retoma el paso junto a su madre, padre y hermano menor.
Hacen parte de un grupo de 500 haitianos que avanzan a pie hacia la frontera panameña cargados con enormes maletas. Son por lo menos cuatro días de travesía por un bosque tropical infestado de serpientes y grupos armados. Pero, desesperados por salir de Sudamérica y llegar a Estados Unidos, muchos lo intentan llevando a sus niños de la mano o con bebés en brazos.
La AFP los acompañó a lo largo de varios kilómetros de senderos enlodados y repletos de piedras filosas, donde un resbalón puede resultar fatal. Un nuevo grupo transita la ruta casi todos los días. “Los que han pasado dicen que hay que preparar la mente para ver muchas cosas (...) uno tiene temor por lo que pueda pasar, por los hijos, por la familia”, se previene Francisco, un haitiano de 30 años a punto desafiar el Darién.
Junto al grupo avanza una cuadrilla de 35 hombres uniformados con camisa, shorts y botas de hule negro que se presentan como “guías” que ofrecen “protección” y “seguridad” en la selva. Van desarmados.
‘Vamos a un viaje’
“Yo les dije (a mis hijos) que vamos a un viaje en el que podemos encontrar asaltantes, animales, muchos peligros”, explica una mujer que a sus 38 años ya ha emigrado a República Dominicana y Chile, donde ahorró fondos para salir en busca del sueño americano. Prefiere no identificarse por miedo a represalias de las autoridades migratorias en el camino. La mayoría de haitianos vienen de Chile o Brasil, adonde emigraron tras el terremoto del 2010 que dejó unos 200.000 muertos en su país.
El presupuesto para toda la ruta ronda los $1.500. Michaud Noel los reunió trabajando como obrero de construcción en Brasil. La noche antes de entrar al Tapón del Darién el hombre de 41 años no pudo pegar el ojo en el campamento levantado a orillas de la selva, porque se sentía “ansioso”. Viaja con su pareja, su hija de cuatro años, su sobrina de 14 y su hermano, quien lleva a la menor de las niñas sobre sus hombros. “Los niños no entienden bien lo que pasa, solo te acompañan a donde sea”, menciona Noel, quien no ahondó en detalles sobre el recorrido y sus peligros con su pequeña.
En los tramos más difíciles el grupo se toma de las manos, formando un inmenso acordeón humano que se estira y se encoge al ritmo de los accidentes del terreno. Los más pesados y viejos se apoyan en bastones que se hunden en el fango.
‘No soy coyote’
Los haitianos caminarán dos días enteros por la selva hasta la cima de una montaña limítrofe con Panamá. Los guías lideran la marcha. Cada migrante pagó $300 por el acompañamiento. Una persona en buen estado físico podría hacer la ruta en una sola jornada “pero aquí vienen niños, vienen viejos, vienen gordas, enfermos”, afirma Alexis, un guía oriundo de la región.
De los haitianos aprendió la expresión del creole Ann Alé (vamos) y la repite como arenga en la ruta. Advertidos sobre la presencia de asaltantes y violadores en el camino, los haitianos siguen a los guías con una mezcla extraña entre desconfianza y alivio. ”Yo no soy un coyote. Porque coyote es el que roba, viola, estafa a sus clientes. Yo soy un guía y estamos aquí es para ayudarlos (a los migrantes)”, agrega este hombre delgado y canoso de 42 años.
La caminata inicia con el primer rayo de sol y durante la mañana el grupo avanza siguiendo el cauce del río El Muerto, una serpiente de aguas color esmeralda que cruzan en varias ocasiones. Varias dragas artesanales aparecen en el camino. Son vestigios de una extinta bonanza de la minería ilegal de oro en la zona.
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Autoridades de la selva
Decenas de locales se ofrecen a cargar su equipaje por $30. La familia Noel rechaza la oferta al principio, pero tras una hora de caminata sobre piedras en el calor húmedo de la selva negocian para librarse de dos maletas por $40.
Un hombre delgado se monta el pesado equipaje en la espalda y desaparece por el sendero. Otros prefieren aligerar la carga y van dejando chaquetas, pantalones y crocs en el camino. ”Aquí no se le puede robar al migrante, mejor dicho ni un pelo se le puede tocar”, sostiene Alexis.
Los sherpas de la selva están identificados y numerados con una credencial plastificada y los Noel encontrarán sus pertenencias en el próximo campamento, detalla el guía. Ni el ejército ni la Policía colombiana hacen presencia en la zona, donde ejerce autoridad el Clan del Golfo, la mayor banda narcotraficante de Colombia. Sus integrantes se encargan de la seguridad del sendero y castigan a los infractores con penas que pueden llegar hasta la muerte. A cambio cobran un impuesto por cada migrante.
Los guías aseguran no ser parte de esa organización, pero dependen de su visto bueno para atravesar el territorio y se atienen a sus normas. “Se dice mucho que aquí roban a los inmigrantes, que los estafan y hasta los violan. Pero yo sé que cuando el mundo vea la realidad va a cambiar su imagen sobre la frontera colombopanameña”, se defiende Alexis, mientras uno de sus compañeros da la mano a uno de los migrantes en un cruce de río.
‘Tierra de nadie’
Sobre las 9 a. m. locales y con el cansancio haciendo mella, la caravana se encuentra con un empinado tobogán de barro por el que ascienden con dificultad. En lo que va de año unas 70.000 personas han completado la ruta, según autoridades panameñas. Unas 19.000 más aguardan para embarcarse hacia la selva en el puerto colombiano de Necoclí.
“Confíe en Dios porque si no tiene Dios, no llega ahí”, aconseja a los futuros viajeros un haitiano que prefiere no dar su nombre. En adelante, todo será cuesta arriba hasta lo alto de la sierra que separa a Colombia de Panamá.
Llegar a la cima no será ningún alivio. En este punto termina el arreglo con los guías colombianos, quienes se exponen a ser detenidos y procesados por trata de migrantes por las autoridades del vecino país si cruzan el límite.
Según Alexis, el otro lado de la frontera es una “tierra de nadie”, donde los migrantes están expuestos a bandas que los asaltan en el descenso de dos días a pie hasta el poblado de Bajo Chiquito. Ni la dureza del camino ni la posibilidad de ser deportados al llegar a la frontera estadounidense disuaden a los haitianos que cruzan el Darién. Tengo “un poco de dolor (físico), un poco de dolor, pero eso no me hace nada. Mi destino es Estados Unidos”, precisa Jhon, uno de los hombres del grupo.
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