Buenos Aires. Hasta la semana pasada, Rasooli no había conocido “el Afganistán de los talibanes”. Cuando los insurgentes estuvieron en el poder la última vez, entre 1996 y el 2001, su familia huyó a Irán luego de que el grupo fundamentalista islámico detonara una bomba en un supermercado que acabó con la vida de su tío. En ese entonces ella tenía tan solo un año.
Aunque nunca lo había vivido en carne propia hasta hace ocho días, sí había escuchado sobre los padecimientos de las mujeres bajo las órdenes de los talibanes, “conocidos por su misoginia y violencia de género”, expresa la joven de 24 años, quien pidió mantener en reserva su apellido porque teme por su vida.
Rasooli está escondida en la casa de un familiar en Kabul, mientras busca desesperadamente una forma de salir de su país. “Desde la captura de Kabul vivo con miedo”, dice a La Nación de Argentina en una videollamada desde su refugio.
Hasta ahora, sus padres nunca le habían hablado mucho del Afganistán de los talibanes. “Era demasiado doloroso”, menciona la joven. Sin embargo, a través de testimonios, ella sabía que en el régimen de fines de los 90, las mujeres estaban obligadas a usar una burka (un velo integral que cubre todo el cuerpo, hasta la cara, con una suerte de enrejado a la altura de los ojos) y no se les permitía trabajar ni estudiar.
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“El acceso a la salud era muy limitado ya que no se les permitía ser tratadas por un médico hombre. Se alentó abiertamente a los talibanes a contraer matrimonio con menores de edad, y algunos informes indican que cuatro de cada cinco de los matrimonios eran por la fuerza”, comenta.
Todo bajo un “Emirato Islámico” que se regía bajo una estricta interpretación de la sharia (ley islámica), con brutales castigos, entre ellos azotes, amputaciones y ejecuciones en masa.
‘Soñé con un futuro mejor’
Rasooli y su familia vivieron seis años en Teherán, donde fueron maltratados por su condición de refugiados. En el 2003, dos años después de la invasión de Estados Unidos, regresaron al país. Para entonces, ella tenía siete años y “Afganistán era libre”, dice.
De vuelta en Afganistán, Rasooli tuvo “una buena vida”, vestía “ropa normal” –”no la que no te deja respirar”, describe, en referencia a la burka–, fue a la escuela y luego a la Universidad de Kabul, donde se graduó en ciencias económicas. “Después de la caída de los talibanes, el acceso a la educación para las mujeres aumentó significativamente.
Aunque un sector más tradicional de la comunidad se resistió al cambio, en estos últimos años hubo grandes avances para las mujeres en lo laboral, en la política, etcétera”, explica la joven afgana, que en el 2019 consiguió un trabajo en el área de finanzas de una ONG internacional que se dedica a proteger la vida y los derechos de los niños. “Soñé con un mejor futuro para mí y otras mujeres”, añade.
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En alerta
Sin embargo, el Afganistán que Rasooli conoció toda su vida se desmoronó cuando el 15 de agosto pasado, en cuestión de horas, el presidente Ashraf Ghani abandonó el país y los talibanes tomaron Kabul.
El caos y la desesperación se apoderaron de la ciudad, los helicópteros sobrevolaron la capital para evacuar al personal diplomático y miles de civiles se dirigieron en estampida al aeropuerto internacional con un solo propósito: el de escapar.
Allí se produjeron las desgarradoras imágenes que recorrieron el mundo; las de decenas de afganos trepando a los empujones a los aviones estadounidenses a punto de tomar vuelo, incluso dejando allí su vida.
El domingo de la caída de Kabul, la madre de Rasooli fue una de esas personas que intentaron aproximarse al aeropuerto. Pero el centenar de personas que se agolpaban en las puertas del predio y la barricada de soldados armados con palos para impedir avalanchas bloquearon su paso.
Con la esperanza aplastada, regresó para alertar a su familia, que seguía de cerca las noticias en la televisión. Ese mismo día debieron abandonar su hogar y refugiarse en la casa de un pariente porque sus vidas corrían peligro debido a sus conexiones con Estados Unidos.
El padre de Rasooli trabajó en varios proyectos con la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y con la Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad (ISAF), una misión de seguridad multinacional en Afganistán fundada por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas que participó en la guerra contra los grupos insurgentes del país.
Por su parte, la propia Rasooli trabaja para una ONG internacional, cuyo nombre no puede decir por órdenes de su jefe, dado que han recibido repetidas amenazas por parte de los talibanes desde principio de año.
“Informes recientes afirman que los talibanes comenzaron a registrar las casas en busca de quienes trabajan en una organización internacional. Por lo tanto, me siento bajo una amenaza extrema y desde la captura de Kabul vivo con miedo”, cuenta la joven.
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“La situación para las mujeres afganas otra vez resulta similar a la de los años 90. En violación de derechos humanos básicos, los talibanes han prohibido a muchas niñas recibir educación en gran parte del país.
Además muchas mujeres temen salir en público sin un hombre que las acompañe y ni hablar de ir a trabajar. Yo misma soy víctima de esta situación; no puedo ir a la oficina porque pondría mi vida en riesgo. Pero si no trabajo, mi familia corre el peligro de quedarse sin comida porque mi padre es muy mayor para trabajar y mi hermano sufre de depresión”, explica.
En su primera conferencia de prensa el martes, los talibanes difundieron un mensaje de reconciliación y unidad tras su victoria, declararon una amnistía general, el fin de los narcóticos y aseguraron que las mujeres podrán trabajar pero dentro del marco del Islam.
“No queremos que nadie salga del país, este es su país, esta es nuestra patria común, tenemos valores comunes, religión común, nación común”, afirmó el principal vocero talibán, Zabihulla Mujahid, que por primera vez en décadas se mostraba en público.
No obstante, Rasooli, al igual que miles de mujeres afganas, desconfía de las palabras del líder talibán.
“Exijo a la comunidad internacional y a los medios de comunicación que juzguen a los talibanes por sus actos y no por sus palabras. Su interpretación de la ley sharia evidentemente significa una violación de los derechos humanos. Les ruego encarecidamente que no permitan que se repita lo que sucedió entre 1996 y el 2001”, expresa, en un desesperado llamado a ser escuchada.