María Elena Bergoglio, la única hermana viva del papa Francisco, enfrenta un estado de salud delicado. A sus 76 años, permanece bajo los cuidados de monjas de una institución religiosa ubicada en la zona oeste del Gran Buenos Aires.
El 13 de marzo de 2013, como millones en el mundo, María Elena presenció por televisión la elección del nuevo papa. Mientras lavaba los trastos, escuchó el anuncio del “Habemus Papam”. Cuando oyó el nombre de Jorge Mario, se paralizó. No llegó a escuchar el apellido ni el nombre pontificio. Solo lloró sin consuelo.
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Sabía que su hermano participaba del cónclave, pero no creía que sería elegido. Conocía que, en el cónclave anterior, Jorge Mario Bergoglio había recibido unos 40 votos.
Sin embargo, pidió a los cardenales que dejaran de votar por él y que apoyaran a Joseph Ratzinger. Consideraba que aquella era su única oportunidad.
Ese día, Jorge Mario la llamó desde Roma. Le pidió que avisara a la familia que se encontraba bien, pues no podía contactar a todos. También acordaron que ella no viajaría a Roma. En lugar de eso, se levantó de madrugada para ver la ceremonia junto a sus hijos. Desde entonces, no volvió a ver a su hermano.
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Con el paso de los años, la salud de María Elena se deterioró. Sus médicos desaconsejaron realizar un viaje tan largo, pues su frágil condición no lo permitiría. Aunque el deseo de reencontrarse persistió, la distancia y el tiempo lo impidieron.
María Elena, ama de casa separada y madre de dos hijos, siempre mantuvo una relación cercana con su hermano. A pesar de sus obligaciones eclesiásticas, él se comunicaba con frecuencia y solía cocinar en reuniones familiares. Le gustaba preparar recetas heredadas de su abuela italiana, como risotto de hongos o calamares rellenos.
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