“Levantamos nuestras espadas y juramos defender la honra de Brasil”: así presentó el general y candidato a vicepresidente, Hamilton Mourão a su compañero de fórmula, Jair Bolsonaro.
Desde la trinchera del Partido Social Liberal se habla del candidato como un personaje mitológico, bíblico, a punto de defender las murallas de un país de la Edad Media. Su principal batalla en la campaña electoral ha sido contra la prensa cuyos argumentos y preguntas acalla con gritos y regaños paternalistas.
Bolsonaro no es ajeno a las armas. El exmilitar de 68 años fue expulsado por problemas disciplinarios del Ejército. Los informes de su superior de la época, el coronel Carlos Alfredo Pellegrino, lo describen como ambicioso, irracional y agresivo con sus compañeros, a quienes trataba de subalternos.
Su rebelión contra la cúpula del Ejército se inició en 1986, cuando públicamente alegó que la salida de una serie de militares se debía a los bajos salarios y no a un desvío de conducta. El apoyo que recibió por sus declaraciones le dio la valentía de amenazar con colocar bombas en un oleoducto como forma de protesta.
El caso fue llevado a juicio en 1988 y Bolsonaro fue absuelto. Ese mismo año oficialmente entra en la carrera política como concejal de Río de Janeiro y se incorpora al Congreso Federal en 1990. Sin embargo, no es hasta ahora que deja de ser percibido como el bufón del Parlamento para ser visto por ciertos sectores político-sociales como una amenaza real para la democracia brasileña.
Con su trayectoria era esperable que ahora, como favorito a ganar la primera ronda, muchas de sus propuestas hallen eco entre los conservadores. Por ejemplo, legalizar el uso de armas por parte de los “buenos” ciudadanos, como en los “tiempos bíblicos”.
Estas medidas autoritarias, con un buen estudio de público y posicionamiento de marca en redes sociales, le ganaron simpatizantes jóvenes sin memoria de la dictadura (1964-1985). Según la encuestadora Ibope, el 60% de sus seguidores son menores de 34 años.
Un ‘outsider’ para Brasil
Su estrategia no es novedosa; más bien, es la misma que muchos otros dirigente populistas han utilizado en América Latina. Se presenta como una fuerza política nueva, aunque tenga casi 30 años en la política; sin mancha, a pesar de que su partido es el que tiene mayor cantidad de integrantes investigados por corrupción en la operación Lava Jato.
El autoproclamado “mesías y salvador” de Brasil logró el estrellato mundial diciendo que no violaba a una mujer “porque es muy fea”, que los afrodescendientes “ya no sirven ni para procrear” y que prefiere un hijo muerto que homosexual.
Bolsonaro dice creer en la meritocracia, ataca la “perversión” de los defensores de los derechos humanos y asegura que la base de sus propuestas de gobierno es que “la minoría se tiene que callar y acomodarse a la mayoría”.
El abrumador crecimiento en el apoyo al candidato no debería sorprender. En una región como América Latina, que acumula desigualdad, violencia y corrupción, crece el autoritarismo, el populismo, la posverdad y, por supuesto, el fundamentalismo religioso. Bolsonaro representa todo esto.
El personaje logró que el Partido Social Liberal, una coalición pequeña con tiempo ínfimo en televisión para campaña, montara una base de cinco millones de seguidores en redes sociales que le podría asegurar ganar a la cabeza de la primera ronda con un 31% de apoyo según la última encuesta de Ibope.
A Bolsonaro no se le ve desde hace casi un mes, cuando lo apuñalaron durante un acto electoral. Se alejó de toda actividad pública, no participa de debates y su presencia en redes sociales es prácticamente nula.
Al inicio, esa ausencia no tenía importancia ya que su ventaja sobre los candidatos aumentó tras el ataque, con apoyo de muchas iglesias evangélicas de Brasil, pero ahora su contrincante Fernando Haddad remonta y la carrera se vuelve aún más incierta.
Como respuesta a los datos de intención de voto de las encuestadoras, en una de sus pocas declaraciones desde el incidente amenazó públicamente con no aceptar el resultado de las elecciones a menos de resultar ganador.
Según las encuestas de Ibope, es muy difícil que el exmilitar ocupe la silla presidencial ya que acumula un nivel de rechazo del 46% para la segunda ronda, con la capacidad de movilizar a miles de mujeres en más de 70 ciudades de Brasil.
A largo plazo, que no ocupe el puesto de presidente calma las aguas internacionales, pero la posibilidad de que su bancada aumente significativamente le daría poder sobre las decisiones del Congreso.
En los próximos años tiene asegurada atención mediática y para estas elecciones no solo contará con las redes sociales, sino que también tendrá mayor tiempo en televisión, donde podrá comentar abiertamente sobre su afición por los militares, de los cuales hay cientos con aspiraciones políticas en Brasil.