Río de Janeiro. La hora de la verdad ha llegado para Jair Bolsonaro, que podrá demostrar a partir del martes si tiene tanta habilidad para gobernar Brasil como para hacer diatribas electorales contra la corrupción política, los partidos de izquierda y la “ideología de género”.
El exmilitar, de 63 años, llega con una legitimidad conferida por una clara victoria en las urnas y con un paisaje político devastado por cuatro años de escándalos de corrupción, de crisis económica y de auge de la criminalidad. La izquierda está dividida y los partidos de centro-derecha quedaron reducidos a fuerzas inexpresivas.
El Partido Social Liberal (PSL) del mandatario, con apenas 52 escaños de un total de 513, será la segunda bancada de una pulverizada Cámara de Diputados.
Para asegurar la gobernabilidad, deberá mantener la convergencia de los lobbies transpartidarios que le dieron un apoyo clave en la campaña: los grandes productores agrícolas, las ultraconservadoras iglesias pentecostales y los defensores de la flexibilización al porte de armas.
También obtuvo el respaldo del mundo de los negocios, seducido por sus promesas de recortes fiscales y privatizaciones.
La tarea se anuncia compleja. La reforma del régimen de jubilaciones, considerada esencial por su equipo económico, encuentra resistencias entre sus propios aliados. Y el acercamiento con Israel es visto con desconfianza por los exportadores de carne, que temen represalias comerciales de los países árabes.
Desde las elecciones, Bolsonaro tuvo que dar marcha atrás o dejar en veremos algunas de sus promesas, sin dar señales de por dónde arrancará.
"Estamos en vísperas de la asunción del presidente electo y aún hay una gran incógnita sobre cómo será el gobierno", afirma Rogério Bastos Arantes, profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Sao Paulo (USP).
Uno de sus pocos anuncios concretos fue el de la retirada de Brasil del Pacto Mundial de la ONU sobre Migración. Otro, la precipitación del fin de la cooperación médica con Cuba.
Esas medidas contentan a su electorado, movilizado por una virulenta campaña de ruptura con ideas universalistas y con los legados del Partido de los Trabajadores (PT), que gobernó del 2003 al 2016.
Pero Bolsonaro aún no ha emitido señales de que pretende ser, como lo prometió ante la corte suprema el 10 de diciembre, "el presidente de los 210 millones de brasileños (...) sin distinción de origen, raza, sexo, color o religión".
Bastos Arantes afirma que si esas señales se hacen esperar demasiado, Brasil podría sumirse en una "crisis de gobernabilidad".
"Bolsonaro tiene que decirle a la sociedad lo que pretende hacer positivamente, no solo negativamente", apunta el politólogo, y previene: "Es muy difícil gobernar y relacionarse con las instituciones en base a su retórica de campaña".
En su discurso ante la Corte Suprema, Bolsonaro evocó la posibilidad de sacudir el actual sistema de representación, a través de “una relación directa” con el pueblo gracias a las redes sociales, su herramienta de campaña preferida.
"Las elecciones de octubre revelaron una realidad distinta de las prácticas del pasado. El poder popular no precisa más de intermediación. Las nuevas tecnologías permitieron una relación directa entre el elector y sus representantes", afirmó.
Para Bastos Arantes, "el estímulo a la beligerancia puede continuar (...), porque existen mecanismos constitucionales que pueden usarse para dar apoyo al presidente por vía de referendos".
“Hay un escenario aún muy abierto, con un riesgo de invertir en un enemigo interno, que pude ser también externo”, prosigue, recordando que Bolsonaro, alineado diplomáticamente con el estadounidense Donald Trump, multiplica las declaraciones hostiles contra el colapsado régimen socialista de Venezuela.
"Inventar un enemigo externo para sostenerse internamente es una fórmula muy conocida", señala.
Bolsonaro, un nostálgico de la dictadura militar (1964-1985), formó un equipo de 22 ministros, siete de ellos militares retirados; confió el ministerio de Economía al ultraliberal Paulo Guedes, el de Relaciones Exteriores a un diplomático convencido de que Trump puede "salvar a Occidente" y el de la Mujer, Familia y Derechos Humanos a una pastora evangélica.
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En Justicia, colocó al juez anticorrupción Sergio Moro, figura emblemática de la Operación Lava Jato, que llevó a la cárcel a decenas de políticos, incluyendo al expresidente de izquierda Luiz Inácio Lula da Silva.
El gobierno entrante reveló esta semana detalles de su plan de puesta en marcha de ese equipo dispar, en su mayor parte sin experiencia política, para sus primeros cien días.
El texto fija cuatro etapas a 10, 30, 60 y 90 días para la identificación y el encaminamiento de propuestas prioritarias, así como para la eventual revocación de decretos y leyes existentes.
Prevé finalmente "una ceremonia de celebración de los 100 días de gobierno, el 11 de abril".
El mundo se habrá hecho entonces, quizás, una idea de lo que es el Brasil de Bolsonaro.