San Salvador AFP No hace mucho Ruth tenía la foto de monseñor Óscar Arnulfo Romero escondida en un rincón de su casa. Hoy, en la cripta de la catedral de San Salvador, reza en la tumba de quien los salvadoreños canonizaron sin esperar al Vaticano: “San Romero de América”.
Enfundada en una camisa blanca estampada con el rostro de su santo, Ruth Rivas, de 50 años, llega de Santa Tecla, 15 km al oeste de la capital, a la misa que oficia cada domingo un párroco distinto en el sótano del templo, con peregrinos de todo el país.
“Van a ponerlo en los altares, pero desde hace mucho tenemos ahí a nuestro profeta, pastor y mártir”, afirma, sentada en una silla de plástico junto al altar erigido, frente al sepulcro, con flores, velas y fotos del que fue arzobispo de San Salvador .
Las palabras de Ruth son un decir a voces. Los salvadoreños celebran que la causa de beatificación, abierta en 1993 y tras años estancada en el Vaticano, fuera desbloqueada por el papa Francisco en 2013 , y avance al punto que el sacerdote salvadoreño-español Jon Sobrino dijo, hace unos días, tener informes que será beatificado en 2015.
Desde el púlpito, junto a un retablo de monseñor Romero, el padre Pedro Mártir reflexiona con los fieles. “¿Quién era el? Todavía en este país mentalidades reducidas piensan que fue comunista, pero fue un hombre de Dios, que sufría con el pueblo”.
Ruth recuerda cuando sus homilías se escuchaban en las calles y mercados de Santa Tecla: “Yo tenía 16 años, era una cipota (muchacha); en mi casa no teníamos radio, pero los vecinos la ponían duro y la gente aplaudía. Aún se me eriza la piel”.
Contra la injusticia. Llamado “la voz de los sin voz” por denunciar la injusticia social y represión, Romero fue asesinado por un francotirador cuando oficiaba misa en la capilla del hospital de cancerosos el 24 de marzo de 1980, un día después de dirigirse a los soldados en su homilía: “Les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: cesen la represión”.
A la entrada del hospital, en la modesta casita de monseñor, Bernardita, una monja diminuta que resguarda lo que hoy es un museo, muestra la “ropa del martirio”: el alba con la gran mancha gris en la espalda –rastro de sangre– y la camisa con el pequeño agujero de la bala calibre 22 que perforó la aorta.
“Solo Dios puede hacer justicia con quien lo mató. Veo su sangre y siento rabia y dolor”, expresó, frontándose los ojos, Armando Flores, un comerciante de 57 años que recorría el museo que conserva, en la sencillez en que vivía, la cama, la ropa, el báculo y otros objetos personales.
Muy cerca de allí vive María Luisa, hermana de Roberto D'Aubuisson, señalado como el autor intelectual del asesinato por una comisión de la ONU en 1993, un año después de que falleció de cáncer. “Monseñor puso el dedo en la llaga. Fue valiente, coherente”, dice “Marisa”, quien prefiere usar el apellido de su esposo.
A su lado, su marido Edín Martínez, un ferviente activista de la Fundación Romero, agrega: “La Iglesia, conservadora, no ha estado preparada para este tipo de santos. No ha sido canonizado por razones políticas; pero camina por sí solo a los altares”.
El magnicidio, que conmocionó al mundo, detonó la guerra civil que concluyó con acuerdos de paz en 1992, tras dejar 75.000 víctimas mortales. Monseñor fue enterrado bajo las balas: Unos 35 muertos y más de 150 heridos dejó un tiroteo contra la multitud que llevaba el féretro en la plaza de la Catedral.
“Fue tremendo, tanquetas, militares, policías, francotiradores por todo lado haciendo matazón”, recuerda en la cripta Isabel Ramírez, de 65 años, tras orar, arrodillada, ante la tumba.