Lesbos, Grecia El País internacional ¡Libertad!, gritan en árabe desde la lancha un grupo de jóvenes, pletóricos de alegría. Impacientes. Algunos se lanzan al agua para recorrer a brazadas esos últimos metros que los separan de tierra firme.
Al golpear las rocas, la balsa se balancea. Manos alzadas comienzan a pasarse bebés de 10 días a un año para ponerlos a salvo. Así arriban 60 migrantes sirios, a bordo de una frágil balsa, a las costas griegas de la isla de Lesbos, al oeste del país. Están a punto de culminar una traumática travesía de miles de kilómetros durante meses para llegar a Europa.
“Hace un año que intento llegar aquí”, dice rompiendo a llorar el sirio Ahmed, llevándose las manos a la cara. Una mujer y su hijo se postran rozando el suelo con sus frentes. Ante la imagen, otros migrantes los imitan y comienzan a rezar agradecidos de seguir con vida.
Cuando el primer grupo aún no ha emprendido la ruta, llega una segunda patera, esta vez cargada de afganos.
Aterrorizadas y sin saber nadar, las mujeres estallan en gritos. Varios turistas y vecinos locales se apresuran a reanimar a una de las mujeres que, presa de una crisis de ansiedad, cae desmayada ante la desesperación de sus pequeñas. El caos es completo y el llanto se contagia. Unos lloran de miedo, otros de alegría. Están en Europa, no saben dónde, pero es Europa.
“Teníamos que ser 35 en la balsa, pero los traficantes subieron a 64”, espeta Abdel Karim que navegó los 14 km que separan Lesbos de Turquía en una hora y 20 minutos. “Hemos llegado, hemos llegado, ¡Dios es grande!”, responde Abdel Karim a su hermano, a 2.700 km al otro lado del teléfono en Siria.
Ayuda voluntaria. La voluntaria griega Melinda, que regenta una taberna en la localidad de Molivos, fue la encargada de hospedarlos. En la parte trasera de su restaurante ha montado varias tiendas donde pasan la noche los recién llegados. Son 12 menores y nueve mujeres, algunas embarazadas. Una red de voluntarios se encarga de proporcionarles ropa seca, comida, pañales y mantas. Ni rastro de organismos ni asociaciones internacionales.
Ante la avalancha de migrantes, intensificada desde hace cuatro meses, los traficantes hacen del desastre un negocio muy lucrativo. Meten a 60 personas, la media es de 50, en barcas con espacio solo para 35. Eso multiplica los riesgos de hundimiento. Con estos precios, por 45 minutos de trayecto se embolsan entre 50.000 y 60.000 euros, a mil por cabeza.
Cada traficante suele mandar unas tres o cuatro barcas al día. Eso significa que pueden llegar a hacer cerca de un millón de euros en una semana. Desbordados por la afluencia masiva, los guardacostas griegos no dan abasto. Se limitan a remolcar lanchas a la deriva o a punto de naufragar.
“Los traficantes nos dijeron que pincháramos la balsa si veíamos a los policías”, dice un migrante sirio. Al avistar una embarcación, en ocasiones una simple lancha de turistas, muchos rajan las balsas, exponiéndose a morir ahogados.
La carretera que une las playas norteñas de la isla de Lesbos con el sur, parece un camino de peregrinación. Miles de personas caminan hasta tres días para llegar a Mitilene, capital de la isla y allí obtener salvoconductos.
Los mayores llevan en su mochila una mudada, sus joyas y las escrituras de su casa. Los jóvenes, el certificado universitario.
Los vecinos empiezan a perder la paciencia. “Por un lado les ayudamos y entendemos su situación, huyen de una guerra. Por otro, tenemos una guerra económica aquí, y su llegada ahuyenta el turismo y nuestro medio de vida”, dice una vecina.
“Son como fantasmas. Tan solo los vemos andar y andar y cada día llegan más. Nunca sabremos qué pasa con los que ya marcharon hacia el norte”, reflexiona Georgos, empleado de una agencia turística.
La pareja de holandeses Erica y Ronald llegaron a Lesbos para descansar con sus hijos y disfrutar de las aguas cristalinas. Pero eligieron la costa este helena, desde donde se avista la franja turca, como destino. Aquí convergen turistas y migrantes.
Érica, profesora de personas con discapacidad física en su país, mece a un bebé afgano de meses. A pocos metros, su marido reparte agua a los 62 migrantes recién desembarcados. Durante hora y media repetirán lo que se ha convertido en unas vacaciones solidarias. En el horizonte, la silueta de un pequeño punto negro aumenta. “Ahí llega una balsa, vamos a ayudarles”, dice Ronald.