A las 5 a. m. la fiesta electoral está en su peor momento. Todo el mundo anda con la piel de gallina, pero no de emoción sino de frío y no hay mucho que hacer, salvo sobarse las manos y esperar a que calienten las urnas.
Todavía está oscuro y en las afueras de la escuela Joaquín García Monge, en Desamparados, lo único que se ve son las luces de los carros, que paran solo para dejar propaganda.
En el aula donde la niña Maribel dio segundo el año pasado, ahora huele a colonia y a gallo pinto, pero como el frío corta las virtudes del olfato es mejor fiarse del oído. Dentro de la clase, los fiscales y miembros de la mesa 629 se las arreglan con el arte de la cortesía, hasta que todo el material electoral salta a la vista: el juego de la democracia viene en cajas, pero el del poder, en resmas, así que hay que ir con calma, solo como amigos.
Nunca se necesitaron tantas personas para abrir un paquete de lapiceros, pero finalmente los artículos de la fiesta quedan ordenados y la mesa lista. Aquí votan desde los Alvarado hasta los Araya.
El primer y único susto del día llega a las 6:15 a. m., cuando el primer votante viene doblando la esquina: las actas de apertura del material no aparecen y hay que hacer algo. Tras un minuto de desesperación con rumores de fraude y murmullos de trampa, el acta de apertura aparece donde siempre estuvo: pegada a uno de los blocs, como una hojita más.
Flor de un día
Durante el día hay variedad: desde el señor que se entinta el índice con todo y zapatos, hasta el muchacho que llega sin intención de voto, pero igual vota. Desánimo; normalidad; euforia; recato; seguridad.
Cada uno llega según su estilo. Don Francisco Argüello, de 83 años, es uno de los primeros en realizar un voto semipúblico. Lo acompaña su hijo, Rónald Argüello, de 45.
A ver, dígame, don Rónald, ¿qué padece su papá? Bueno, responde, mi papá padece de caspa; mire. Y le rasca el cráneo con el índice. No, no, disculpe, yo me refiero a qué es lo que le impide votar a su papá. Aaaaah, es que tiene problemas de visión.
A las 11 a. m., el patio central de la escuela parece un gran reloj de sol, cuyas sombras van repasando los bordes de la mañana. Parte del día se lo tragan los bostezos y las urnas se cansan de dar y recibir.
A las 6 p. m. la adrenalina se dispara con el silbato de la escuela, que marca el cierre de todas las mesas de votación. Como niños abriendo regalos, los cinco delegados no tienen ojos más que para las papeletas. Abren; desdoblan; apilan. El conteo manual es un largo y tenso recorrido de camaradería. De un total de 400 electores emitieron su voto 301.
Sin embargo, a pocos pasos del ambiente de pureza electoral que caracterizó la jornada, hervía un claustro de corrupción: los baños de la escuela. Si a las 10 de la mañana ya empañaban la transparencia del proceso democrático, a las 6 de la tarde ya lo habían enterrado.
Como declaró una vecina de inodoro: "lo mejor hubiera sido orinar en la primera ronda".