El País

Barra del Colorado, la tierra sumergida

Tranquila en apariencia, Barra del Colorado es un violento mundo, donde el tráfico de drogas se ha vuelto tan común como la pesca. He aquí el relato de su abandono y desventuras

La pesca del queso: El polvo de coca llega envuelto desde el mar

En Barra del Colorado nada está totalmente seco. Aunque según el mapa queda a solo 95 kilómetros de San José, al llegar aquí uno siente que ha atravesado la frontera hacia otro elemento, una tierra de humedad pura.

La presencia del agua se siente y se huele, en la ropa y la comida. Se escucha, en las ráfagas que azotan el cemento, las hojas de los árboles, las maderas y el zinc de los techos. Y aun cuando la lluvia cesa, persiste en el sonido continuo de los drenajes y las goteras, en el río y en el ronroneo de los motores de las pangas.

Es un pueblo extraño, sin plazas de futbol, ni oficinas bancarias, iglesias, automóviles, carreteras o autobuses.

Tiene más de 1.000 habitantes y solo ocho teléfonos (tres públicos y cinco privados). Como en una versión decadente y tropical de Venecia, la única manera de moverse de un sitio a otro es en bote.

Las márgenes del río Colorado separan al pueblo en dos mitades: Barra Norte y Barra Sur.

La norte es apenas una delgada lengua de tierra, donde las casas se escurren apretadas entre al mar Atlántico y la margen derecha del río. En la sur aún queda una deteriorada pista de aterrizaje que pretenciosamente las autoridades llaman "aeropuerto", dos hoteles de pesca deportiva, un almacén y otro puñado de casas.

Aquí todo se sabe y nadie se extraña de nada: de que llueva 20 horas al día, de que todas las calles estén inundadas desde hace un mes y medio, ni de que la gente pesque "quesos", como curiosamente han bautizado el arte de recuperar los paquetes de cocaína que llegan flotando desde el mar.

Incluso, a nadie le parece extraordinario que buena parte de la gasolina que el Gobierno exonera de impuestos para ayudar a los pescadores termine en los estañones de los traficantes de drogas, dos horas río arriba, en San Juan del Norte, Nicaragua.

Si uno se queda el tiempo suficiente puede escuchar cómo, desde los tres teléfonos públicos, se visitan madres lejanas, se reclaman infidelidades, se anuncian embarazos, se negocia combustible exonerado de impuestos con gasolineras de Guápiles o se avisa sobre la pesca de algún "queso".

Los "quesos" son paquetes de uno y dos kilos de cocaína pura, que los traficantes colombianos envuelven en capas de 15 y 20 bolsas plásticas recubiertas de cinta adhesiva, sobre los que pegan calcomanías del canario Piolín o de Pókemon (para identificar al cartel traficante).

Llegan hasta aquí flotando en el mar, como producto de naufragios, para ser acopiadas, o como pago por el servicio de asistencia a las lanchas que viajan hacia Estados Unidos y México.

Sobre el río, en una modesta casa de madera, las autoridades locales, representadas por los delegados del Servicio Nacional de Guardacostas y de Incopesca, llevan una vida frugal pero tranquila. No tienen teléfono (los celulares no funcionan) y sacan sus botes lo menos posible para ahorrar combustible.

El pueblo entero se percibe a sí mismo como atrapado. Se queja por la falta de empleo, la impunidad de los traficantes, el desdén de las autoridades y la rotunda decadencia del turismo. Todos parecen ansiosos por emigrar.

La gente del río

Traficantes aprovechan la gasolina subsidiada

Comienza a caer la tarde, en San Juan del Norte, Nicaragua, y las aguas del río Indio –que hasta hace unos minutos hervían bajo el azote de la lluvia– toman de pronto un color ámbar.

Navegando despacio, visiblemente cargada por el peso de los enormes estañones de plástico que transporta, me cruzo con una de las lanchas ticas que aprovisionan de combustible al pueblo. Viene de la casa de un hombre a quien todos llaman Pastor . Él y un grupo conocido como Los Tarzanes le compran el combustible que trae desde Costa Rica.

"Es la lancha de Cuca , uno de los botes que les trae gasolina", me señala con un discreto guiño un pescador y me hace prometer que mantendré su nombre en reserva. "Usted se vuelve, nosotros no. Si se dan cuenta de quién habló me pegan un tiro o me pasan por arriba con una lancha", se justifica.

"Aquí todos los conocen. Una vez por semana, este y otros botes, como el de Copete , vienen a cambiar gasolina por droga donde Pastor y Los Tarzanes . Copete y otro al que llaman Macho Coca la distribuyen en Costa Rica".

Un agente de la DEA, destacado en San José desde 1996, me informa de que en sus trabajos de inteligencia la agencia antidrogas de Estados Unidos obtuvo idénticos nombres de personas y embarcaciones. Me advierte que se trata de personas muy violentas y califica a Macho como uno de los mayores exportadores locales de droga hacia Europa y Estados Unidos.

Macho también fue vinculado hace tres años a varios episodios de piratería marítima en la frontera entre Costa Rica y Nicaragua, y Miguel, uno de sus parientes, fue sentenciado en Costa Rica por tráfico internacional de estupefacientes en 1999, luego de un operativo en que se decomisaron 490 kilos de cocaína.

A pesar del conocimiento que distintas autoridades antidrogas tienen de él, al menos cinco lanchas continúan legalmente registradas a nombre de Macho y sus familiares, y –cada mes– se benefician con más de 6.000 litros del combustible que el Gobierno exonera de impuestos para ayudar a la pesca artesanal. Una denominación que, teniendo en cuenta su oficio, resulta verdaderamente apropiada.

"El canje es bueno para todos –me aclara el pescador–. En Barra no hay nada de qué vivir y el combustible es como oro. En San Juan del Norte no hay luz eléctrica, ni gasolineras y todo funciona con generadores". Y añade:

" Pastor y Los Tarzanes ayudan a las lanchas que vienen desde Colombia hacia el norte. Cuando necesita, esa gente paga lo que sea por abastecimiento".

Además del desamparo de sus respectivos gobiernos, los pobladores de Barra del Colorado en Costa Rica, y de San Juan del Norte en Nicaragua, comparten también familias e historias de guerra.

Un ejemplo de esas historias es Edén Pastora, aquel antiguo pescador de Barra del Colorado que se hizo famoso por derribar las puertas del Palacio Nacional de Anastasio Somoza (1979), junto a una columna sandinista y que, después, instaló los campamentos de la contra , cuyas estructuras aún sobreviven como fantasmas esqueléticos en lo profundo de la selva que rodea a Barra y San Juan del Norte.

"Desde aquella época –me comenta un viejo combatiente de la contra que hoy se gana la vida como guarda en uno de los hoteles de pesca– comenzaron a llegar armas y drogas. Antes la gente no sabía nada de esto. Trabajábamos en los campamentos que recogían la leche de los árboles de hule y pescábamos mucho, pero no ëquesosí como ahora, sino tiburones".

Otro vecino con muchos años en la zona, también evoca la época anterior a la guerra en Nicaragua como una suerte de paraíso perdido: "La gente de aquí no conocía lo que era tener plata. Cuando empezaron a salir negocios raros no sabían qué hacer con el dinero. Llegaban a un bar y pedían una botella de ron y otra del whisky más caro. Vaciaban el ron sobre la mesa para limpiarla y luego se tomaban el whisky. Esa era la manera de demostrar que eran ricos".

La gente del pueblo dice que, por cada "queso" de un kilo que recuperan de las aguas, les pagan "más o menos" $3.000.

Según la DEA, el precio de ese mismo kilo de droga, sube a $15.000 en las calles de Miami, a $25.000 en Nueva York y llega a los $80.000 en los barrios de Amsterdam.

Pero, aunque lucrativa, la pesca del "queso" es un oficio peligroso.

Hay una familia en Barra, conocida como Los Pavones . Jorge, uno de los seis hermanos, pescó el último agosto un "queso". Según los vecinos, como otras veces, llamó para que se lo recogieran y dos jóvenes llegaron por él.

Varias personas en Barra los vieron cenando y bebiendo cerveza en el bar. En la mañana del 28 de agosto partieron en la lancha de Jorge, con una de las redes que se utilizan para recoger la droga del lecho del río.

Al día siguiente, a la deriva y sin motor, apareció la panga en la barra del río Madre de Dios. En el piso estaba Jorge. Tenía un balazo en la sien derecha, efectuado a muy corta distancia, según las pericias policiales. Cuatro días después dos jóvenes, identificados por la policía como los que estuvieron con él, fueron acusados de homicidio. La droga ya no estaba con ellos.

Visiones en la selva

Un hotel de cinco estrellas en la espesura

A cinco minutos de San Juan del Norte, en Nicaragua, sobre la bellísima bahía que forman al chocar los ríos Indio y San Juan, encuentro lo que a primera vista parece un espejismo. Casi imperceptible, entre la espesura de los árboles, hay un increíble hotel de cinco estrellas, instalado en medio de la selva.

Uno de sus dueños es el médico costarricense Alfredo López Salazar, a quien conocí en la pista aérea de Barra, cuando llegó con tres de sus socios norteamericanos y tres jóvenes señoritas. "Venga a San Juan del Norte –me invitó al bajar de la avioneta–. No va a tener problemas, yo le abro la frontera, tenemos un acuerdo con el general (Joaquín) Cuadra (comandante en jefe del ejército nicaragüense) para que se facilite el paso a la gente que visita el hotel".

"Este hotel será la punta de lanza para el turismo ecológico en Nicaragua. Las columnas de madera las trajimos desde Ochomogo y las tablillas desde Turrialba", me dice orgulloso después, mientras tomamos café en el barroco restaurante del Río Indio Lodge.

"Este es el lugar que, en 1860, escogió Cornelius Vanderbilt para construir el primer canal interoceánico".

Desde donde conversamos tengo una magnífica vista de la bahía y de una de las dragas que el ingeniero Vanderbilt instaló hace 140 años. El ambiente es deslumbrante. Las mesas a nuestro alrededor están cubiertas de mantelería fina y servidas con seis cubiertos para cada comensal; los cristales de las puertas fueron delicadamente biselados y del techo cuelgan lámparas estilo inglés.

"Hemos invertido cerca de $3,2 millones en este hotel. Es la mejor prueba de que creemos que la zona es segura. El problema de San Juan del Norte es la escasez de empleos –diagnostica López–; aquí no se puede cultivar y no se debería pescar comercialmente, porque es un Parque Nacional. El Gobierno nicaragüense planea construir una pista de aterrizaje. Incluso, nos autorizaron a segregar del parque las 140 hectáreas que posee el hotel, las cuales fueron tituladas para asegurar la inversión".

El hotel fue inaugurado hace pocos días por el hoy expresidente de Nicaragua, Arnoldo Alemán, quien llegó acompañado de una comitiva de 40 personas y quien, según el diario La Prensa, de Nicaragua, podría haber invertido de manera secreta en el proyecto.

Cuando se lo menciono, López niega ser socio del hoy congresista vitalicio, aunque admite ser su amigo personal.

"Es posible", me dice en cambio, cuando le sugiero que parte del combustible exonerado de impuestos por Costa Rica se venda a los traficantes de drogas locales. "El problema es que el Gobierno costarricense le vende combustible subsidiado a los pescadores y eso se presta para muchas cosas".

"Es trágico que llegue droga con combustible subsidiado por el Estado, pero esta es una zona en donde la droga flota en el mar y los pescadores la encuentran en sus redes –admite–, pero no creo que aquí el problema sea mayor que en Cuajiniquil o Golfito".

"También hay gente con excelentes valores y otros dispuestos a invertir –dice– como nosotros que, solo en el combustible que traemos desde Puerto Viejo de Sarapiquí, gastamos ¢1,5 millones cada semana. La zona tiene mucho potencial, solo necesita apoyo".

En mi bote llevo a López hasta otro de los espejismos del río: el Rain Goddess. Es un pequeño hotel flotante, que puede hospedar a 12 personas mientras navega por la bahía. Se queda allí, con su hijo, revisando la antena de uno de sus cuatro teléfonos satelitales. Mientras, emprendo la vuelta hacia Barra del Colorado bajo una lluvia intermitente.

Antes de cruzar la frontera escampa y las nubes filtran suavemente la última luz del ocaso tiñendo las aguas de morado. Es como estar dentro de un cuadro de Monet. Hay una brisa suave y el ambiente bucólico diluye cualquier sensación de peligro.

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