La memoria traslada a Elizabeth Odio Benito ocho décadas atrás a la casa familiar en barrio El Carmen de Puntarenas. Era una casita sencilla, pero con un gran solar lleno de árboles frutales, según recuerda.
“Yo tenía una china (cuidadora) a la que llamaba Yaya, y me acuerdo que me mecía en una hamaca de lona que colgaban entre dos árboles porque hacía mucho calor. A la bebé había que ponerla a refrescar ahí. Tengo ese recuerdo”, relata la exjueza de la Corte Penal Internacional sentada en uno de los sillones de su actual residencia, en Escazú.
Recuerda el calor del puerto, el parque Victoria donde patinó muchas veces junto con sus amigos de infancia, el mismo donde se armaban las retretas y comenzaba la calle del comercio... La punta, el estero, el restaurante Eureka, que era el club de los patriarcas hace 80 años, y el Paseo de los Turistas...
Elizabeth Odio Benito echó raíces en la arena. No deja de ir a su puerto querido. En su casa de Escazú, guarda conchitas de colores que la trasladan a esas playas tantas veces recorridas.
Calles llenas de arena, con casas humildes de puertas y ventanas siempre abiertas, también inundan los recuerdos de quien fuera dos veces ministra de Justicia, vicepresidenta, docente universitaria por casi 30 años, procuradora de la República y jueza del Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia.
Hace apenas tres meses, Odio Benito visitó Puntarenas, como procura hacerlo varias veces al año.
Su papá fue Emiliano Odio, descendiente de cubanos y maestro de oficio; y su mamá fue Esperanza Benito, valenciana y catalana de origen. Ambos se instalaron en Puntarenas para recibir a la primogénita de la familia, Elizabeth, quien nació el 15 de setiembre de 1939.
Era un riesgo para Esperanza parir entre las fincas bananeras de Puerto Jiménez, en donde Emiliano dirigía una humilde escuela unidocente.
“Mi madre salió embarazada, pero el médico de la compañía bananera, el doctor Casas, amigo de papá, le dijo que tenía que irse porque se veía que yo era un bebé muy grande y que iba a ser un parto complicado. Entonces, era mejor que se fueran para Puntarenas.
“Se vino primero mamá y después papá porque obviamente no hubiera sido posible al parto allá. Nací en la casa de la abuela, con partera”, cuenta Elizabeth, cuyo nombre heredó de una reina de Inglaterra.
Desde que abrió los ojos a la vida, azules como los de su padre, Elizabeth Odio Benito inició con su nacimiento una relación de amor con el puerto.
“La historia de Puntarenas es muy curiosa”, cuenta. “Siendo realmente un pueblito de nada, tenía un grupo de personas que le daban un sabor muy especial a todo lo que fue educación y medicina.
“Había una serie de médicos que estudiaron en Europa. Algunos, compañeros de (Rafael Ángel) Calderón Guardia. El único dentista que había, el doctor Macho Rodríguez, estudió en París, en La Sorbona, y nunca se fue de Puntarenas. La pasión de él era cerrar el consultorio a las 4 p. m., coger la caña, irse al muelle a pescar y ver el atardecer”, cuenta.
Estimulada desde sus primeros años por la labor docente de su padre, Elizabeth Odio conserva un recuerdo vívido de cuando era muy pequeña. Según cuenta, una gran curiosidad por aprender la invadió y quería saber qué significaban esas cosas que su padre le dijo que se llamaban letras.
“Fui aprendiéndome las letras. Él venía a San José a ver a la mamá y a los hermanos, y me llevaba unos libritos que eran de pintar, pero que tenían una frase abajo. El primero que recuerdo era el de Bambi, el venadito. Recuerdo la tristeza enorme que me dio cuando a Bambi le mataron la mamá. Me encontraron llorando en un rincón. ¡Hasta ahí llegó Bambi!”, recuerda entre sonoras risas.
En aquella época, se entraba a la escuela a la edad de siete. Por eso, cumplir años en setiembre se volvió todo un escollo para la voracidad de aprender que sentía la pequeña Elizabeth. Emiliano Odio tuvo que ejercer sus influencias para que la admitieran en la Escuela Delia Urbina de Guevara.
“Como papá era maestro y en ese momento ya era director de escuela, creo que movió eso que llamamos patas. En Semana Santa, como para abril, yo estaba sentadilla en la grada de la puerta, cuando llegó la niña Isabel y me dijo: ‘Decile a tu mamá que te mande mañana a la escuela con un cuaderno y un lápiz’.
“Todavía tengo la sensación de la emoción con la que yo entré a la casa y le dije a mamá: ‘Dice la niña Isabel que me mande mañana a la escuela’. Entonces, ella me agarró de la mano y fuimos a buscar a papá, que estaba en la oficina, quien nos confirmó: ‘Sí, ella ya va mañana a la escuela’. A partir de ahí mi vida cambió”, dice con la misma emoción que sintió cuando chiquilla, siete décadas atrás.
Educación, educación, educación
Entrar a la escuela primaria en Puntarenas fue para la pequeña Elizabeth Odio Benito el inicio de una maravillosa aventura y el descubrimiento de un tesoro insospechado.
“Había unas maestras fabulosas y fascinantes. En primer y segundo grado, estuvimos con una maestra muy joven. Ustedes no me lo van a creer, pero está viva. La niña Zulay Flores debe estar por cumplir 100 años. Fue quien nos enseñó a leer y a escribir.
“A partir de tercer grado nos empezó a dar clases doña Lía Jiménez de Grütter, esposa de un alemán y la mamá de Virginia Grütter, una de las queridísimas heroínas de Puntarenas y poeta. Doña Lía era una mujer cultísima”, cuenta Odio Benito.
La Escuela Delia Urbina de Guevara era solo de niñas. Los vecinitos con quienes Elizabeth jugaba por las tardes en su bicicleta y en patines luego de hacer la tarea, iban a la escuela de varones, la Arturo Torres, de donde don Emiliano Odio era director.
En la década de los cuarenta, su papá y un grupo de profesores fundaron el Liceo José Martí que, según dice Elizabeth Odio, fue el primer colegio de Puntarenas y aún es la secundaria en esa ciudad.
“Cuando mis amigos del barrio y yo terminamos la primaria (Reinaldillo Segares, Leonel Guido, Rodrigo París, entre otros) a muchos los mandaron a San José a estudiar la secundaria. Y de mis amigas, las que eran mayores que yo, como Mima Lizano la hermana de Eduardo, se vinieron a San José.
“Para papá siempre fue clarísimo que yo al Liceo Martí no iba. Yo tenía que venir a San José a estudiar al Colegio Superior de Señoritas. Fue difícil y duro”, reconoce porque San José para ella era una ciudad inhóspita.
Elizabeth Odio conoció la capital como a los cinco años. Ya entrada en la escuela, la enviaban de vacaciones donde las tías maternas y, según admite, la mentada “tacita de plata” como describían entonces a San José, no le gustaba nada.
“Era oscuro, nublado y hacía un frío. La primera impresión que tuve de San José no me gustó. Lo primero que me alistaban en la valija era el abriguito ¡y yo queriendo pasar las vacaciones a la orilla del mar! Por suerte, me dejaban solo un mes y después me devolvían.
“Todas las casas tenían puertas y ventanas cerradas. En Puntarenas todo estaba abierto: uno entraba y salía de la casa de vecinos y amigos, ¡aquí no! Todo estaba cerrado y además hacía frío y llovía. San José no me gustaba, pero no me quedó más remedio que venirme al Colegio de Señoritas”, cuenta.
Adiós a la Biología
Elizabeth Odio se instaló en casa de las tías maternas, en barrio México, por calle 20. Sin embargo, en cuanta oportunidad le aparecía, salía en tren hacia Puntarenas; por ejemplo, en Semana Santa.
La lejanía con el puerto terminó siendo compensada con la emoción de estudiar en el Colegio Superior de Señoritas.
“Fue una maravilla y una etapa extraordinaria. Yo venía muy bien preparada de la escuela. El Colegio Superior de Señoritas en esa época era una mezcla de escuela militar y colegio de monjas. Ahí no había bromas, se cumplían las reglas y te enseñaban la disciplina desde el primer día.
“En el Colegio, la formación no solo iba orientada a la disciplina y a lo académico, también a que siguiéramos estudiando. Siempre había estímulos para que uno ganara los años y llegara a quinto, cuando se usaba un pañuelo”, recuerda.
Fue en el Señoritas donde confirmó su interés por estudiar Biología Marina. No había duda de que iría a la Universidad de Costa Rica (UCR), por lo que debía escoger carrera. Pero...
“Cuando les dije, como en cuarto año, que quería estudiar Biología Marina (los patriarcas de la familia, tíos paternos) me dijeron: ‘Biología Marina no: aquí no hay laboratorios, aquí no hay carrera. Si estudiás Biología Marina, vas a terminar dando clases en un colegio, y vos no tenés carácter para eso. ¿Qué te parece si estudiás Derecho? Escribís muy bien, hablás muy bien, discutís mucho, defendés causas’”.
Y, de alguna forma, tenían razón, porque según cuenta Elizabeth fue en el Colegio Superior de Señoritas donde ella y otras estudiantes se organizaban para ayudar a las compañeras con más necesidades económicas.
Corría el año 1957 cuando Odio Benito entró a la UCR, a los 18 años. No tuvo que hacer examen de admisión porque entonces se hacía una selección diferente, contó.
“Entramos más de 1.000 a Humanidades. Ahí estudiamos las asignaturas de Cultura General. Mis compañeros de generación eran Rosita Berenson, Sonia Carboni, Victoria Azofeifa, Rodrigo Oreamuno, Miguel Ángel Rodríguez, Rolando Laclé…, éramos una generación distinguida.
“Teníamos profesores que eran de una cultura exquisita, como Abelardo Bonilla, quien nos dio Historia de la Cultura y con quien estudiamos Grecia a fondo. En Derecho, vimos Roma con don Rogelio Sotela y Alfonso Carro. Más adelante, tuve profesores como Fernando Volio, formado en Derechos Humanos. Ahí aprendí mucho”, cuenta.
Eran los años del Apartheid en África cuando el racismo fue llevado al extremo. Sin sospecharlo, Elizabeth empezó a recibir la formación para las luchas por los derechos humanos que ella lideraría en el mundo en las siguientes décadas.
“Me enamoré del Derecho. Y sí, extrañé la Biología Marina. Siempre iba a Puntarenas a buscar conchitas, porque el mar es maravilloso. El mar es un tesoro”, dijo.
Aunque el Derecho la alejó del estudio de los mares, la embarcó en las turbulentas aguas de los crímenes de guerra como jueza de la Corte Penal Internacional (CPI), con fallos históricos que le han sido reconocidos en Costa Rica y en el mundo.
Uno de ellos, el de marzo del 2015. Entre los 18 jueces de esa Corte que declararon culpable a Thomas Lubanga de crímenes de guerra en la República Democrática del Congo, estaba la costarricense Elizabeth Odio Benito.
Recientemente, Odio recibió el Premio Jerusalem 2023 por su labor en defensa de los Derechos Humanos.
¡Qué se iba a imaginar esa chiquilla que sus pasos la llevarían desde Puntarenas a La Haya! Cuando se trasladó a vivir a Países Bajos, cuenta, una de las cosas que más le gustó es que la ciudad está cerca del mar. “No era el mismo, aunque yo decía que era como el de Puntarenas y todo el mundo se reía de mí”, recuerda.
Más recuperada tras sufrir en el último año un quebranto de salud que le dejó un marcapasos en su corazón, Elizabeth Odio Benito retomó fuerza para continuar incansable, como lo ha sido desde el momento en que don Emiliano le explicó que aquello que tanto llamaba su curiosidad eran letras. Entre sus planes inmediatos, está escribir sus memorias.
Por supuesto, le preocupa la educación. Esa es su siguiente batalla. “Costa Rica es lo que es por la educación, la salud y por no tener ejército. Eso nos ha hecho el país que somos, pero no podemos perderlo. Voy a seguir dando la batalla hasta donde se pueda”, promete.
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