Esta mañana, Cocorí saltó y se lavó los párpados del último sueño. Asomado a la eternidad, el negrito descubrió que su papá había llegado a los 80 y que él no podía menos que correr a felicitarlo.
Con un escándalo de abrazos y besos, Cocorí desapareció tras la cortina de los años, atropelló todas las puertas y se abalanzó a los enormes brazos de don Joaquín Gutiérrez, que aún roncaba entre las sábanas de su cama.
-¡Feliz cumpleaños, Tata!, ¡Feliz cumpleaños! -gritaba Cocorí a voz en cuello. -¡Soy yo, tu hijito! ¡Cocorí! -le decía mientras le acariciaba los cachetes y le subía el párpado de los ojos dormidos.
Don Joaquín, acostumbrado como está a las siestas del corazón, abrió primero un ojo y después el otro. Al ver esto, Cocorí se apretó aún más contra su pecho.
-Papito, es tu cumpleaños, -susurró el pequeño.
Desde la cocina, llegó la voz de mamá Elena, quien movía los trastos preparando el café.
-¿Con quién hablas Joaquín? ¿Qué es todo ese escándalo?
Don Joaquín le guiñó un ojo a Cocorí mientras se incorrporaba sobre las almohadas.
-Pues nada, Nena, que me gusta pensar en voz alta; ya sabes cómo soy -exclamó con solemnidad.
Y, en efecto, mamá Elena conocía muy bien a su marido. Pero Cocorí estaba seguro de que él lo conocía mejor que nadie en el mundo.
No se equivocaba. Al cabo de media hora, padre e hijo habían sellado nuevamente el pacto que los mantenía unidos desde siempre.
Cocorí había relatado a su padre la travesía del tiempo por parajes fantásticos. Y don Joaquín había despojado del habla al negrito, mientras le describía, con lujo de detalles, el camino turbulento de los años.
Sin mayores esfuerzos, ambos quedaron suspendidos en las frases que no conocen el olvido, y, una vez más, se fueron, tomados de la mano, a celebrar la vida.
Esta noche, a partir de las 7 p.m., en el Centro Cultural de México, los amigos del escritor Joaquín Gutiérrez han preparado un homenaje por su 80 aniversario. La entrada es libre.