El problema del enorme desperdicio de agua potable pesa más sobre el Instituto Costarricense de Acueductos y Alcantarillados (AyA) cada vez que se acerca la estación seca, con la amenaza de racionamientos incluida.
Por años, el mayor proveedor de líquido para consumo humano del país (1,6 millones de beneficiarios) ha sabido que la mitad de los 230 millones de metros cúbicos de agua que produce al año se desaprovechan.
Tuberías viejas, numerosas fugas subterráneas sin detectar, tomas ilegales, medidores obsoletos o alterados y la lenta atención de averías, son las razones que impiden sacarle mayor provecho al servicio.
Además de la pérdida de recurso hídrico, la situación genera un perjuicio económico (aún sin estimar) para el AyA, el cual factura ¢115.000 millones al año por el líquido que sí llega a sus 428.022 conexiones oficiales.
Frente a este panorama, el Instituto finalmente se decidió a impulsar, a partir del 2017 y por los próximos cinco años, un plan para reducir el desperdicio.
La iniciativa propone evaluar y sustituir tuberías, agilizar la reparación de fugas, actualizar el registro de clientes y los usos que ellos dan al agua, renovar medidores de consumo y reforzar controles operativos.
Todas estas medidas persiguen una meta: bajar de un 50% a un 33% el porcentaje de agua sin cobrar que arrastra el Instituto. Si el plan prospera, dicha entidad prevé aumentar en $11,7 millones sus ingresos anuales.
El proyecto, valorado en $162 millones, es financiado en su mayoría con un préstamo del Banco de Desarrollo de Alemania (KfW) y del Banco Centroamericano de Integración Económica (BCIE).
Rezago. De acuerdo con un diagnóstico interno que elaboró el AYA antes de definir el plan para para atender el desperdicio, el Instituto tiene poca o ninguna cultura para disminuir el porcentaje de agua sin cobrar.
El informe señala que la entidad pierde el 41% del líquido en su red de distribución debido a que desconoce cuántas fugas subterráneas existen.
Los derrames “invisibles” son consecuencia del rezago en inversiones para sustituir las viejas cañerías de hierro fundido, acero o asbesto-cemento que acumulan décadas de uso y cuyos diámetros ya no cubren la demanda actual.
Por otra parte, el diagnóstico achaca al mal estado de las tuberías el 24% de las fugas “visibles” que ocurren en la Gran Área Metropolitana (GAM) y el 31% de las que se registran en el resto del país donde opera el AyA.
Otro factor que afecta el cobro es la evasión.
“Hay una cultura de burlar el cobro. Enfrentamos un creciente fenómeno de alteraciones de todo tipo en medidores y tomas en barriadas y precarios, las cuales son incobrables”, manifestó Rolando Araya, director del Área de Desarrollo Tecnológico del AyA.
Araya sostuvo que la alteración de medidores está alcanzando un alto grado de sofisticación tecnológica, el cual permite que el consumo avance en sentido contrario al gasto verdadero.
Indicó que dicha anomalía ocurre en comunidades enteras donde hay grupos organizados que realizan las alteraciones a pedido de cuarterías, sodas, precarios, hoteles, servicios de lavado de carros y bares.
“Es una mezcla de pérdida de valores y pobreza”, se quejó.
Pero los medidores en regla tampoco son de fiar: más del 39% de los aparatos instalados en la GAM ya sobrepasaron su vida útil de siete años. Lo mismo ocurre con el 37% ubicado en zonas periféricas.
Registro. Otro problema que arrastra el AyA es que usa un catastro de propiedades sin actualizar desde 1990 como referencia para el registro de cómo usan sus clientes el agua.
Una propiedad inscrita hace 26 años como “casa” hoy podría usar el líquido para fines comerciales, explicó Luis Paulino Picado, director del proyecto del AyA para reducir el agua sin cobrar.
“Aquí es donde la poca claridad de cómo se usa el agua afecta y mucho, en especial por el tema de las tomas ilegales. ¿Qué pasa en un precario donde no se cobra el agua? Pues que el tubo está abierto todo el día. Da igual cerrado o abierto”, expresó Picado.