Eran casi las dos de la tarde del miércoles 26 de julio cuando tres mujeres esperaban ser atendidas en la puerta de la oficina del IMAS en Desamparados centro.
Una de ellas se ve muy ansiosa. La cara le brilla por el sudor mientras carga un salveque verde. Su nombre es Aracelly Padilla Segura, de 37 años. Tiene los ojos achinados y el cabello recogido en una cola.
Es la última en ser atendida. En la puerta, la oficinista le pregunta qué desea. Ella responde que viene a dejar los últimos documentos.
La atienden y sale insatisfecha. Le dijeron que llamase en agosto porque ahora no hay presupuesto.
La mujer desea ayuda económica para mantener un hijo de 15 años en el colegio nocturno y otro de 10 en la escuela. El menor, de cinco, aún no estudia.
Sin embargo, en el IMAS le dicen que ahora solo pueden ayudar a quienes tengan cuatro o más hijos estudiando.
Diego Víquez, presidente del Instituto, confirmó dicha política, pero anuncia un plan para cambiarla en el 2007.
Carencias. Padilla no estudió, gana ¢5.000 a la semana por cuidar un niño y es madre sola. Además, trabaja en oficios domésticos, pero se ha visto limitada por una dolencia abdominal.
Hasta octubre del 2005, el Instituto le daba un subsidio de ¢70.000 mensuales, pero luego se lo canceló. Según ella, dijeron que ya no había presupuesto.
Por eso, volvió a las dos de la madrugada de un día de febrero para hacer otra solicitud. No obstante, le faltaron documentos, y solo la semana pasada pudo conseguirlos: una constancia judicial de que no recibe pensión alimentaria y otra de la CCSS sobre su dolencia.
Padilla saca del salveque una bolsa negra en la que guarda con celo los documentos. "Vieras el platal que gasté en pases. Dos veces he venido esta semana. Aquí lo trapean a uno si viene mucho", dice.
Esta madre acudió por primera vez hace tres años por recomendación de una conocida. Desde entonces, los funcionarios la han visitado una única vez. En esa ocasión, solo le pidieron una constancia de que los niños estudiasen.
Precario. Ahora son las 10:30 a. m. del viernes 28. Un periodista y un fotógrafo de La Nación buscan a Aracelly en el precario 2 de Agosto en Río Azul, de La Unión.
El sitio está en una zona alta rodeada de cafetales a la que se accede por una gran cuesta de tierra.
Primero hallamos a la madre. Algunos vecinos, como Carlos Castro, se dan cuenta de la visita. Él se queja de que la comunidad construyó la tubería madre, pero el AyA nunca conectó el agua a las casas.
La madre de Aracelly avisa desde lo alto de su casa que ya vienen sus hijas. Miramos el camino de tierra, pero no se ven. La madre señala entonces los cafetales, donde se ve a las hermanas por un trillo.
Las tres venían de limpiar una iglesia en San Diego a cambio de comida. "Nos dan una bolsa de cada cosa", explica Aracelly. Después nos invita a su casa. En el camino, un anciano pasa con una gran pichinga de agua en la espalda.
Sin patronato. En el rancho, el segundo hijo almuerza antes de salir a la escuela. El mayor es más tímido y cuida al más pequeño.
El rancho no mide más de 25 metros cuadrados. La mitad tiene piso de tierra. Solo hay dos camas. Faltan agua y cielo raso, por lo que se siente un intenso calor.
Cuando llueve, el agua se mete y el "tanque séptico" se desborda, explica ella. De pronto, el segundo hijo le recuerda que debía llevar el dinero del patronato de la escuela. Ella le manda a decir al maestro que quizá el lunes.
Luego, pasamos por el rancho de una vecina. Justo a la par de la casita brota una naciente de agua en medio de unas rocas.
A la salida, nos llama otra mujer a quien, por error, hace unos años, un hospital declaró muerta. Muestra un periódico con la historia, pero no sabe leer. Ella sufre una enfermedad en la piel y, como Padilla, espera ayuda estatal.