Querido y admirado don Manuel:
Aunque no lo conocí personalmente, sé muchísimas cosas sobre usted y quisiera recordar unas pocas con motivo de los 50 años de su partida al cielo de los fotógrafos de verdad. Las quiero poner en blanco y negro porque circulan muchas “bolas” sobre su vida personal y su esplendoroso registro fotográfico, y esas inexactitudes, como diría una amiga historiadora, son de las cosas que arrechan al Señor.
Para comenzar, usted no nació en España. Cierto, su padre, don Francisco Gómez Rodríguez era oriundo de San Juan Bautista de Chiclana, un pueblito de Cádiz. Y su madre, aunque era bien tica, era hija de españoles. Doña María Ester Miralles de Gómez lo parió a usted en San José, Costa Rica, el 7 de setiembre de 1886; en la casa, como se acostumbraba entonces. Y lo bautizaron en la parroquia de La Merced once días después. Así que a usted le pasó algo parecido a don Pepe Figueres, hijo de españoles pero nacido en San Ramón. Claro está, como era su derecho, a usted le gustaba pasar por español y su fuerte personalidad lo caracterizaba como tal, y hasta se registró de buena fe como español en las instancias burocráticas. Pero usted no vino en ningún barco. Su ombligo está en Costa Rica.
Hablando de San Ramón, fue ahí donde usted pasó un lindo período de su vida, entre 1911 y 1912, (¿andaba enamorado de una ramonense?). Hay pocos pueblos de C.R. que tengan un registro tan amplio y preciso de sus antepasados como el que tiene la ciudad de los poetas gracias a su paciente disciplina.
Usted murió de una trombosis cerebral en una cama del hospital San Juan de Dios, el 29 de abril de 1965. Era viudo y no tuvo hijos con su menuda y bella esposa, de grandes ojos claros. Se llamaba Claudia Sáenz Witting y le decían Tatata. Ella pertenecía a una cierta alcurnia costarricense: era bisnieta de Juan Mora Fernández, primer jefe de Estado de Costa Rica (1824 -1833). El segundo apellido refiere a Guillermo Witting, abuelo de Claudia. Era un ciudadano alemán que peleó en el bando costarricense en la guerra contra los filibusteros, fue condecorado por Don Juanito Mora y fungió como director de la Casa del Cuño.
Se ha dicho que usted murió pobre. Sus testamentos, los cuatro de ellos que tengo, atestan de lo contrario. Valga la redundancia, don Manuel. Los pobres no dejan testamentos y menos aún heredan sus bienes a unos ricos parientes políticos o a instituciones del Estado, como fue su caso. Pasó que usted murió medio abandonado en el San Juan de Dios. Es una forma de pobreza, pero no material. Si alguien lee esta carta se preguntará por qué hizo usted cuatro testamentos: bueno, usted era un poco cascarrabias y solía enojarse con algunos de sus herederos potenciales. Así que, cuando se enfadaba, modificaba su “última” voluntad.
Legado magistral
Es curioso que, salvo algunos negativos en vidrio y fotografías de familia depositados en un baúl de madera de alcanfor, no mencionara en los testamentos el legado magistral que usted dejó con sus fotos. La verdad sea dicha, aunque usted era conocido en su tiempo y con justificada razón como “el artista de la cámara”, ese legado solo cobra verdadera fuerza con los años. Digamos, modestia aparte, que eso ocurre a partir de 1986 cuando don Carlos Meléndez y este servidor publicaron un artículo titulado Centenario de un fotógrafo sin rostro en el suplemento Áncora . Si bien dimos una perspectiva de su vida, el título no le hizo justicia porque en realidad había muchas fotos suyas pero andaban escondidas, hasta que 20 años después hallé varias y publiqué otro artículo en este mismo diario, titulado esta vez El fotógrafo CON rostro . Nobleza obliga.
Precursor del selfie
¿Sabe qué se me hace divertido, don Manuel? Que usted fue un precursor del selfie . Si hasta se tomó uno sosteniendo el entero de lotería con el que se ganó el primer premio, de 100 000 colones, el 15 de mayo de 1947 (“para que nadie diga que me robé la plata”) y logró su sueño de comprarse una finca. ¿Lo recuerda? Pero en los años 80 nadie me daba razón de una foto suya.
Usted era una especie de alquimista al que le gustaba experimentar e inventar. En la finca y en otras propiedades que tuvo sembró flores, plantó tomates, experimentó con naranjas. También hizo mistelas (vinos de frutas), tuvo una pulpería curiosamente llamada El Radio y fabricó una crema llamada Mon Secret , más un ungüento para combatir la sarna de perros.
Era usted un personaje emprendedor y enigmático, quizás masón (su preceptor en fotografía, el estadounidense Nathaniel Rudd, sí lo era) y hasta espiritista.
Sus libros sobre ciencias ocultas se los dejó a la Biblioteca Nacional pero le tengo una mala noticia, don Manuel. O no los entregaron ahí después de su muerte, o desaparecieron poco a poco de los fondos de la bella señora de nuestra cultura. O quizás fueron vendidos para hacer papel higiénico, pero no me haga caso con esto último: es pura especulación mía. Pero su pasión siempre fue la fotografía.
No, gracias
Cuando usted murió, el albacea, cuyo nombre me reservo, recordó que había un archivo fotográfico que, como dije, no figuraba en los varios testamentos. En estos usted repartía casas, plata, tumbas, muebles, joyas, cuadros, fórmulas y patentes de sus “inventos”. Pero no mencionaba al archivo. Curiosamente, el archivo estaba en La Nación , sí, en este mismísimo diario, cuando ocupaba un discreto edificio frente a la antigua Biblioteca Nacional, inmortalizada en su libro de imágenes de Costa Rica de 1922.
Su amigo, don Cacayo Castro, director del diario, le había cedido un espacio para que albergara las cerca de setenta mil fotografías, que usted tomó, una a una, pacientemente, la mayoría en pesados negativos de vidrio, en el medio siglo que duró su carrera profesional. Usted ya estaba enfermo cuando le pidió el favor a don Cacayo. Sus piernas, que lo habían sostenido en las largas caminatas o giras a caballo por todo el país en busca de la imagen perfecta, y en las no menos largas sesiones en el cuarto oscuro, le pasaron la cuenta artrítica y tenía que andar en muletas.
El albacea de su sucesión, don Manuel, preguntó a la Junta Directiva del diario si le interesaba adquirir en firme aquel tesoro de decenas de bultos que no se sabía que era un tesoro. La Junta declinó hacer la compra del archivo, que incluía las bitácoras de todas las fotos que tomó, algunas ajenas muy antiguas y algunos aparatos. Entonces, el archivo pasó a poder de un acucioso fotógrafo neoyorquino, Frank Schliker, quien solo tuvo que cruzar la calle para tomar posesión del tesoro, previo el pago de una suma francamente ridícula, no me haga decírsela don Manuel, incluso para aquellos años de dólares al 8,60.
Sueño truncado
Frank murió hace pocos años con un sueño truncado. Abrir un museo con aquel material extraordinario, recopilado en gran parte en formatos de 5 x 10 y 8 x 11. Pareciera que Frank no será el único porque, don Manuel, viera que yo he hablado con mucha gente (presidentes de Costa Rica y otros políticos, hombres de negocios, banqueros, personajes de la cultura) y ninguno ha estado verdaderamente dispuesto “a poner el huevo” para establecer una Fototeca Nacional a partir del material original suyo.
Su archivo es tan fenomenal que, mutatis mutandis , yo lo considero de un valor patrimonial semejante al de las colecciones de oro y jade que engalanan sus respectivos museos.
Mejor hubieran gastado la plata del “FIA SCO” de este año en dar una prima para que el archivo, que sigue en manos privadas, pase al Estado y las futuras generaciones tengan un tremendo referente visual de la primera mitad del siglo XX.
Pero viera qué cosa, don Manuel. Seguro que donde usted está no se ha enterado. Hay una parte de sus imágenes que ha sido socializada al extremo, a partir de reproducciones digitalizadas de su magnífico libro de 1922, que usted mandó a imprimir en Alemania con sensible éxito. Las más de 200 fotografías de ese libro son clara prueba de la perfección de su técnica fotográfica. En formato imperio, algunas fotos vienen en verde musgo, otras en azul magenta y otras más en sepia. Ninguna en blanco y negro, por lo que varias ediciones facsimilares de su libro y reproducciones actuales en gran formato son sencillamente erróneas. Lo que más me enferma de todo esto, querido don Manuel, es que esas fotos y otras pocas más, son utilizadas por comercios, editoriales, autores, diarios y hasta instituciones oficiales de cultura sin reconocerle a usted el derecho moral de su autoría.
Pero no solamente le gustaba a usted tomar fotografías precisas y preciosas, incluyendo algunas que podrían catalogarlo de precursor del fotoperiodismo nacional, como las que salieron en la primera plana de El Imparcial en 1916. También filmó cortos en 9 mm, experimentó con la técnica del autocromo (negativos de vidrio a color) y fue usted un apasionado difusor de la fotografía y del cine: en su negocio se encontraban textos sobre dichas artes, organizaba concursos, y se podían conseguir los mejores productos Pathé Baby y Goerz, que usted vendía a cómodos plazos.
Creo que es imposible, don Manuel, que usted caiga ya en el olvido, pero para ello hay que hacerle verdadera justicia para que todos los costarricenses y no solo unos pocos puedan admirar y apreciar lo que fue este país en la primera mitad del siglo XX.
Por todo lo que me ha hecho ver y sentir, le ruego acepte las muestras de mi mayor agradecimiento y admiración personal.
Gerardo Bolaños G.,
Periodista
San José, agosto de 2015