En esta Semana Santa, cada vez que una familia se reúne a preparar miel de chiverre, panes y sopa de bacalao, mantiene viva la tradición y, con ello, el patrimonio gastronómico del país.
La tradición culinaria pertenece a lo que la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) define como patrimonio intangible: conjunto de conocimientos que se transmiten de generación en generación como “fuerza motriz para mantener culturas vivas”.
En otras palabras, la única forma de conservar ese patrimonio intangible es ponerlo en práctica y, en el caso de la gastronomía, pues eso consiste en cocinar, enseñar las recetas y comer.
“Las fiestas cívicas, patronales u otras fiestas religiosas constituían el gran evento social y permitían el despliegue culinario de las comunidades”, se lee en el libro Cocina tradicional costarricense , compilado por Yanory Álvarez, del Centro de Investigación y Conservación del Patrimonio Cultural del Ministerio de Cultura. Por tanto, los platillos de Semana Santa forman parte de esa cultura que se come.
“En las celebraciones religiosas durante Semana Santa se motiva al ayuno y a la abstinencia; no obstante, la variada gastronomía forma parte de las actividades para este tiempo, en el cual las familias se reúnen, intercambian platillos y hay una gran disponibilidad para incluir en la mesa alimentos poco comunes en otros momentos del año”, escribió Patricia Sedó, investigadora de la Universidad de Costa Rica (UCR), en el artículo “ Tradiciones alimentarias en Costa Rica”.
Así, la cocina característica de la Semana Mayor –con sus sabores dulces, salados, ácidos y amargos– evidencia el mestizaje del pueblo costarricense.
Encuentro de sabores. Según Sedó, la primera celebración de Semana Santa se reportó en la isla de Chira, en el golfo de Nicoya.
Los europeos, al no contar con todos los ingredientes y verse influidos por la cultura indígena, empezaron a variar sus recetas, las cuales resultaron en la cocina criolla que aún persiste.
“De la cocina española heredamos ingredientes y técnicas de preparación complejas como la dulcería, la panadería y repostería que, a su vez, facilitó la incorporación de alimentos propios de nuestras tierras como maíz, cacao y chiverre”, apuntó Sedó.
Los indígenas heredaron el tamal a la mesa del tico y en la Semana Mayor este tuvo una modificación ante la prohibición de consumo de carnes rojas.
Así nacieron los tamales de frijol, los de picadillo de hojas de mostaza y los llamados “mudos”, porque carecen de relleno.
A los indígenas les debemos también la bebida de cacao aromatizada con vainilla, el uso de la miel como endulzante y los picadillos de hojas amargas.
Esta fiesta religiosa se caracteriza por guardar tiempo para la oración, la abstinencia y la participación en actos litúrgicos. Por ello, se exime a los fieles de las labores cotidianas para que dediquen rato a ello. Eso obliga a las familias a tomar previsiones y preparar los alimentos con anticipación, pensando en que estos también deben ser duraderos.
“Era común que las señoras tuvieran la tarea de administrar las comidas y distribuirlas de manera racional para no caer en el abuso y, además, para que los alimentos fueran suficientes para que la familia se alimentara durante la semana”, señaló Sedó.
Así fue como las rosquillas de maíz, la miel de chiverre o coco, la toronja confitada, los panes y el arroz con leche empezaron a aparecer en la mesa de los ticos.