Henrietta Boggs bebe un trago de la taza de café y sonríe. Sonríe mucho, hay que decirlo. Parece que lo hiciera a conciencia, como si supiera que cada sonrisa suya es un clavo en el féretro del cliché: ¿quién dice que a los 97 años no se puede tener el ímpetu de una muchacha?
Así como era ella cuando bajó de un barco en Limón, en 1941. Entonces tenía varias cosas: una crianza puritana gestada en la ciudad de Birmingham, Alabama, en el sur de los Estados Unidos; una educación universitaria que en poco retaba a una señorita como ella; y un corazón rebelde que la impulsó a desobedecer a sus padres y viajar a Costa Rica, a pasar su período de vacaciones en San José, junto a sus tíos que ya años antes se habían radicado en la pobre y pequeña nación centroamericana.
Sonríe más ahora que entonces, doña Henrietta.
De pie sobre la cubierta del barco que la trajo por el Atlántico, mirando la línea cada vez más precisa de la costa limonense, doña Henrietta de 21 años no sonreía mucho. Poca idea tenía de que, tan pronto tocara tierra, su vida cambiaría para siempre y, con ella, la historia de Costa Rica.
Mientras el tren la llevaba de la húmeda y caliente pobreza de Limón, a través de las montañas y los cafetales, hasta la falsa riqueza y la desigualdad de San José, Doña Henrietta no podía adivinar que un breve tiempo después, cuando todavía no dominaba el español, cuando apenas había conocido la superficie de la opulencia extranjera de la capital, ante la casa de sus tíos se detendría una pequeña motocicleta.
FOTO: SPARK MEDIA PARA LN.
De esa moto se bajaría un hombre de ojos azules, de negras cejas levemente aflechadas, de piel curtida por el sol, de baja estatura, de sonrisa de medialuna con quien pronto habría de casarse. A quien seguiría hasta El Salvador luego de que el hombre de ojos azules fuera expulsado del país por emitir, a través de la radio, un discurso en contra de las políticas del gobierno del doctor Rafael Ángel Calderón Guardia.
El hombre al que Henrietta seguiría a México a comprar armas, a los pueblos campesinos de Costa Rica a quienes intentaría convencer, uno a uno, para que se unieran en su intención revolucionaria. El hombre que lideraría el Ejército de Libera- ción Nacional, cuya causa se convirtió en la gestación de la Segunda República.
Henrietta no se reía entonces, porque no sabía nada de Pepe Figueres.
RECORDAR, VIVIR
—Mi vida me parece interminable.
Así parece serlo. La mujer no tiene ninguna intención de detener su ritmo arrollador de vida: todos los días se ejercita –aunque odia hacerlo– y todos los días trabaja: tras divorciarse de Figueres, regresó a Alabama y fundó la revista Montgomery Living , que vendería años más tarde pero para la que todavía escribe. Es una fanática de la tecnología y saborea cada taza de café como si le recordara tiempos añejos; tiempos que, aunque difíciles, tuvieron momentos hermosos.
Doña Henrietta era considerablemten más alta que don Pepe.FOTO: SPARK MEDIA PARA LN.
—¿Extraña su vieja vida aquí, junto a Pepe?
—Sí y no. Mucho de mi vida aquí fue una serie interminable de compromisos, de ajustarme cómo se hacían las cosas aquí, de que me dijera que no podía hacer algo. Mi matrimonio era en español, un idioma que yo apenas dominaba.
Un matrimonio que se gestó en un viaje en motocicleta, según recuerda doña Henrietta en su libro de memorias, Casada con una leyenda : en él, la mujer cuenta cómo en un día de sol, Pepe la invitó a viajar al volcán Irazú. De camino, Figueres se volteó a mirarla y le dijo: “Creo que deberíamos casarnos. Puedes pensarlo mientras llegamos a la cima”.
La respuesta se concretó el 18 de octubre de 1941, cuando Figueres y Boggs contrajeron matrimonio en San José. La vida la llevó, entonces, a residir en la finca La Lucha, en la que Figueres había desarrollado su negocio cafetalero y desde donde se indignaba con las decisiones del gobierno de Calderón Guardia.
Calderón Guardia llegó al poder apoyado por una popularidad monumental y con la bendición de la clase oligárquica. Sin embargo, pronto abandonó a esta para aliarse con la Iglesia Católica y el Partido Comunista Costarricense. De esta alianza nacieron muchas instituciones que mejoraron considerablemente las condiciones de los trabajadores en el país, como el Código de Trabajo, las garantías sociales y la Caja Costarricense del Seguro Social.
Al mismo tiempo, la corrupción interna del gobierno era salvaje. Figueres decidió tomar cartas en el asunto y pronunció en radio un discurso en el que exigía la renuncia inmediata de Calderón Guardia. Como consecuencia, Figueres fue encarcelado y luego puesto en exilio; fue enviado a El Salvador.
Doña Henrietta acompañada por sus hijos Muni y Martí Figueres.FOTO: SPARK MEDIA PARA LN.
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Tengo muchos recuerdos a los que me gusta volver.
Por supuesto, en mi vida privada el más importante fue el nacimiento de mis dos hijos, Muni y Martí.
Pero, en la vida pública, el que recuerdo con mayor emoción fue el desfile después de la revolución, un desfile de victoria que vino tras horas y días de victorias sin encontrar problemas. Por supuesto, tan pronto se obtiene el poder, los problemas regresan.
En aquellos momentos, mientras desfilábamos por San José, mientras veía a los excombatientes, victoriosos y orgullosos, me sentí tan feliz. Fue tan emocionante. Fue tan dramático.
EXILIO, GUERRA
—¿Cuál fue la mejor decisión que tomó en su vida?
Un sorbo de café, una sonrisa y una negativa: “Esa pregunta no se puede responder. Voy a pensarlo”.
Henrietta Boggs se ha visto forzada a tomar grandes decisiones a lo largo de toda su vida, pero tal vez ninguna fue más importante, más trascendental, que la que tomó cuando le informaron que su esposo había sido enviado a El Salvador. ¿Debía seguirlo o se quedaría en Costa Rica? ¿Escogería la vida del exilio o se refugiaría en casa de sus tíos, en San José?
Boggs arribó por primera vez a Costa Rica en barco. Un tren la llevó de Limón a San José.FOTO: SPARK MEDIA PARA LN.
Por supuesto, escogió el exilio. Junto a Figueres recorrió toda Centroamérica y atestiguó, en primera línea, las injusticias sociales a las que estaba sometido el pueblo de El Salvador y de otros países centroamericanos. Países en los que la desigualdad económica era absurda; en la que los pobres más pasaban por esclavos que por trabajadores, y los ricos eran testamento del feudalismo ancestral.
—Era una vida muy agitada. Viajábamos de un lugar al otro, conversando y convenciendo a gente para que prestaran el dinero para comprar armas en México y luego traerlas a Centroamérica. En la vida hay que buscar y atesorar los momentos silenciosos. Durante la revolución, no había muchos momentos de silencio. Había mucho miedo, mucha agonía, mucha angustia.
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La mente juega trampas.
En parte, yo pasaba varias noches pensando y preguntándome: “qué diablos estoy haciendo aquí, en medio de una revolución. Tal vez estoy ‘cuckoo’, tal vez estoy loca”. A veces sentía tanto miedo y tanto estrés.
Pero, después, pensaba que era emocionante. Que después de tantos años de hablar y de planear y de conseguir armas y de convencer gente, finalmente estábamos haciéndolo: estábamos cambiando la historia del país.
Al mismo tiempo, daba mucho miedo. Después de tantos años de planear, al fin había llegado el momento de actuar y era posible que no ganáramos.
Foto: Spark Media para LN.
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La guerra llegó al país en marzo de 1948. El escándalo que desató el enfrentamiento entre el gobierno de Costa Rica y el Ejército de Liberación Nacional fue la anulación de las elecciones que Otilio Ulate ganó al Partido Republicano de Calderón Guardia. Fueron 44 días de batalla que dejaron unos 2.000 muertos y heridos entre ambos bandos.
Sin embargo, el proceso previo a ese mes y medio fue de muchos años y mucho sacrificio. Figueres estaba determinado a cumplir sus sueños de transformación del país. Mientras tanto, Henrietta había dado a luz a dos niños pequeños y se veía forzada a caminar junto a un ejército incipiente y un líder revolucionario, mientras los perseguían sus enemigos.
—Soy una gran cobarde. No me gusta ver la muerte de cerca. Uno de los momentos más difíciles que recuerdo fue cuando tuvimos que escapar de La Lucha, que queda al fondo de un valle. Mientras subíamos las montañas, vi unas luces en la distancia.
Esas luces eran incendios: el fuego que el enemigo había encendido en todas las casas de los trabajadores de la finca de Figueres: el trabajo de 20 años de Pepe estaba siendo consumido por las llamas.
La joven Henrietta llegó a Costa Rica cuando tenía 21 años, en 1941.FOTO: SPARK MEDIA PARA LN.
AMAR, ADMIRAR
—Mientras leía su libro, me daba la impresión de que usted admiraba mucho a Pepe, pero que no necesariamente estaba enamorada de él. Que usted estaba casada con este hombre porque su tía le dijo que lo hiciera.
—Bueno, no lo hice solamente por eso. También pesaron otras cosas en la decisión.
—¿Recuerda alguna historia, algún momento en que sintiera que estaba felizmente casada? ¿Que amaba a don Pepe?
—Había momentos muy bellos cuando vivíamos en La Lucha. Recuerdo un día que en que Pepe, por pedido mío, construyó una chimenea en la sala de nuestra casa. El día que la encendimos y el humo salió hacia arriba y no hacia el interior de la habitación fue uno de los más bellos. La casa estaba linda y calientita. Él estaba de buen humor y yo también. En esos momentos pensaba que había tomado buenas decisiones. Eran momentos en que pensaba que nuestro matrimonio iba a funcionar.
Al matrimonio de Pepe y Henrietta le siguieron años muy complicados. Pero doña Henrietta todavía atesora el recuerdo de la chimenea, o el de cabalgar juntos por la finca, admirando el trabajo que Figueres había invertido en las plantaciones, en aquella tierra que antes de él no había sido más que un valle en abandono.
—Lo admiraba mucho, y creía en él. Lo apoyaba. Incluso en los momentos más complicados de la guerra, cuando parecía que la derrota era inminente, yo le decía que siguiera, que no se detuviera nunca, que luchara por aquello en que creía.
Don Pepe posa rodeado por los miembros del Ejército de Liberación Nacional.FOTO: SPARK MEDIA PARA LN.
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Todo matrimonio involucra mucho trabajo. No sucede nada más, por sí solo. Hay que construirlo.
A mí se me hacía difícil lidiar con él. Era la persona más inteligente que he conocido y, al mismo tiempo, un enorme dolor de cabeza. ¡Como todos los maridos! Era complicado relacionarse con alguien que era tan inteligente y tan brillante.
Yo apenas era una estudiante de universidad. Si yo hubiera estado mayor cuando nos conocimos, tal vez la vida con él hubiera sido más sencilla.
Al final de cuentas, supongo que en cualquier matrimonio se pasa la misma cantidad de tiempo pensando “qué estoy haciendo aquí” que pensando “estoy feliz”.
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Dice doña Henrietta que su actitud era: si vas a un país extranjero, no hay que llevar las propias visiones del mundo. Hay que al menos intentar aceptar cómo viven los demás, porque es su tierra. Cuando llegó a Costa Rica, todo era extraño y nuevo para ella; por ello, aceptó el machismo como una forma natural de hacer las cosas.
Sin embargo, de a poco comenzó a percatarse de que en realidad la situación era horrible. Las mujeres eran consideradas ciudadanos de segunda clase, y la violencia doméstica consumía a la sociedad costarricense como una plaga.
Los derechos de la mujer se convirtieron en un tema de conversación entre ella y Pepe.
—Hacía énfasis en la importancia del voto femenino. Creo que lentamente mis palabras comenzaron a llegarle. Creo que poco a poco él empezó a abrir sus ojos al sufrimiento y a las pésimas condiciones de vida de las mujeres.
Un año después de la guerra civil, la redacción de la Constitución de 1949 incluyó, por primera vez, el derecho al sufragio por parte de las mujeres.
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Me sorprende lo mucho que ha cambiado el país. El estándar de calidad de vida ha subido muchísimo, especialmente cuando se compara a las condiciones de pobreza que reinaban cuando llegué aquí por primera vez.
Me preocupa el nivel de desempleo, que entiendo que ronda el 10% de la población y es terrible. Tampoco veo mucha planificación urbana. Me parece que el crecimiento es desordenado.
Tengo que admitir que extraño el calor y la parsimonia con que las personas se relacionaban entre sí. Ahora la gente está siempre muy estresada, muy apurada. Están perdiendo la cualidad suave e íntima en que los ticos se familiarizaban entre sí. Ahora están muy preocupados por consumir y producir.
Extraño mucho la comida de aquí. Nadie come mejor que los ticos.
Foto: John Durán
EL PASADO, EL FUTURO
Don Pepe murió el 8 de junio de 1990, a sus 83 años. Pero doña Henrietta dice que él ya estaba muerto desde tiempo atrás, por culpa del Alzheimer. “Es uno de los destinos más crueles, especialmente para un hombre tan brillante como él. Pero cuando me enteré de su muerte, me alegré por él: no todo el mundo puede cumplir gran parte de sus sueños como él lo hizo”.
—¿Recuerda la última vez que conversó con él?
—Fui con Muni a La Lucha. Creo que no me esperaba. O, más bien, esperaba a la persona que yo solía ser. Fue años antes de que enfermara, incluso. Estaba desconcertado ante mí. Parecía estar confundido. Fue un encuentro muy breve.
Aquella vez, en la casa que vio crecer su matrimonio, el último hogar antes del exilio, don Pepe y Henrietta bromearon sobre lo que hubiera pasado si ambos hubieran seguido casados.
A sus 97 años, doña Henrietta se considera una optimista. John Durán.***
No todo el mundo cambia con el tiempo, eso es mentira. Simplemente aceptamos que estamos todos locos de formas distintas y que eso está bien. Conforme crecemos, aprendemos que no somos lo más importante del universo. Estás dispuesto a dejar que los demás disfruten su vida de la forma que más quieran.
Y aprendés que no hay soluciones para las grandes preguntas. No sabemos cuál es el propósito de la vida, no sabemos por qué estamos aquí. Aprendemos a aceptar que no hay respuestas y eso te permite llevar una vida mucho más sencilla.