Cajón es un distrito de Pérez Zeledón, a media hora de San Isidro de El General, que tiene buena parte de sus barrios empotrados en las montañas que le sirven de base al cerro más alto de Costa Rica, el Chirripó.
Desde allí, así como desde el resto del cantón pezeteño, volaron a Nueva Jersey costarricenses que, sin saberlo, terminarían siendo empleados del presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, antes de que lo fuera.
En cada esquina hay una historia de migración, alguna más exitosa y más feliz que otra, alguna más empedrada, alguna más llena de recuerdos.
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El foco de las cámaras y de los medios estadounidenses se ha posado sobre ese pueblo y sobre esos habitantes que ayudaron a levantar el club de golf del magnate en Bedminster, Nueva Jersey, y a mantener verde y parejito el campo que hacer rodar las pequeñas bolas blancas.
Cajón tiene, según el Censo Nacional del 2011, poco más de 9.000 habitantes; varias decenas de ellos habitan en Santa Teresa, el pueblo que bien podría conocerse como el pueblo de los exempleados de Donald Trump.
Ahora, también, podría decirse que es un pueblo más desconfiado que antes. A medias.
Una publicación de The Washington Post y rompió el velo que cubría Santa Teresa de Cajón.
Esa ruptura también dejó pasar a otros medios internacionales, como Univisión y CNN en Español, que buscan, todos ellos, la historia de los exempleados de Trump.
Las preguntas son las mismas: cómo los trataban, cuánto les pagaban, sabían los jefes que eran indocumentados.
Eso provoca que Mariano Quesada hable poco, pese a haber dado una extensa declaración al Post. Pero Mariano sonríe y cuenta con un verbo rápido que él trabajó nueve años y medio para Donald Trump.
Es más, es casi el único de los exempleados que recuerda haberlo tenido al frente e, incluso, narra cómo recibió una propina de sus manos, $20.
Lo cuenta y se ríe, y dice: “Ahí ya tiene varias cosas que le dije, varios apuntes”. Sabe que pocos hablan, pero aún así dice: “Dígale a Abel (Mora Camacho, su cuñado) que si los dos vamos al truchero yo sí les hablo (a La Nación)”.
Mariano se fue a Nueva Jersey cuando su hijo menor tenía tres años, en 2002. Se devolvió en el 2012. Sus hijos estudiaron en escuelas estadounidenses.
“A él (Trump) los que no le gustan son los mexicanos. Imagínese que al final solo tenía uno”, cuenta.
Abel Mora no les habló a los periodistas estadounidenses, tampoco a las demás cámaras de medios como Univisión y CNN.
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A La Nación la recibió en el corredor, al frente de su casa, en uno de los sitios más frescos de Santa Teresa, ya entrando en montaña.
Tampoco quiere hablar mucho, solo confirma que trabajó en el campo, y que regresó por decisión propia para estar con su familia. Insiste en que ya no quiere hablar con los medios y revela que todavía tiene un hermano que vive allá.
Mientras habla con La Nación, su hermano lo llama al celular. Allan Segura, sobrino de Abel, tampoco quiere referirse a su experiencia.
“Uno no muerde la mano que le da de comer”, dice. “Gracias a ese trabajo, tengo todo esto”, comenta y señala su casa, mucho más adentro en la montaña que la de todos sus familiares.
“Yo no tendría nada que decir”, explica.
En cada esquina del pueblo de Cajón hay historias de migración, casi tantas como los tanques pintados de azul al lado de la calle, que recogen las aguas nacidas en las montañas cercanas al cerro Chirripó.
En la carnicería del pueblo, Gerardo Rojas, de 58 años, recuerda que viajó seis veces a Estados Unidos, dos como “mojado” y cuatro con visa de turista, a trabajar en empresas de jardinería.
El pizzero del pueblo, Alfredo Barbosa, viajo también de mojado, en el 98, y trabajó en restaurantes, donde aprendió a hacer pizza al estilo de Nueva Jersey.
Ahora, también, Cajón es un lugar marcado por la presencia de antiguos empleados del presidente del país más poderoso del planeta.