Las marcas en el cuerpo narran su historia. Heridas de bala y machetazos son las huellas de un pasado plagado de pobreza, maltrato familiar, violencia y drogas. José –nombre ficticio por razones de seguridad– tiene 17 años, es venezolano e intenta llegar a Estados Unidos para cumplir sus sueños en el mundo de la música.
El camino hacia el norte inició en Colombia, a ese país llegó con sus padres cuando apenas tenía cinco años. La familia buscaba una mejor vida, pero con los años se desintegró y José terminó en la indigencia a los 10. A los 16, cansado de malvivir en la calle y de vender y consumir drogas, decidió migrar. Inició una travesía desde el departamento de Caquetá, al sureste del país, con la misma idea que cargan miles de venezolanos: llegar a Estados Unidos, conseguir un empleo, ganar dinero y cumplir sus sueños, pero acabó en Costa Rica, internado en un centro para menores adictos a las drogas.
Luego de sobrevivir a la selva del Darién y atravesar Panamá, José cruzó hacia Costa Rica en noviembre del 2023, pero en Ciudad Neilly, Puntarenas, se quedó sin dinero, sin alimento y sin recursos para seguir adelante. De nuevo se enfrentaba a la vida callejera, pero en un país desconocido, sin nadie a quien acudir y con una adicción a cuestas.
Relató que alguien le dijo que existía “una asociación” llamada Patronato Nacional de la Infancia (PANI) y decidió tocar la puerta de la oficina de esa entidad en la zona sur. Por ser menor de edad y migrante sin apoyo o familia, fue enviado a un albergue y luego trasladado, en febrero pasado, a un centro de rehabilitación en San José.
En 2023, 346 menores fueron enviados por el PANI a centros de rehabilitación, esa cifra es un 35% mayor si la comparamos con el 2019. Solo en 2023, la atención de esos adolescentes representó una inversión de ¢2.044 millones, un 224% más con respecto al 2019.
Según el PANI, en 2023 solo el 42% de los menores internados logró completar el plan de rehabilitación, el cual oscila entre nueve y 15 meses. Si José termina el programa de terapias tiene otro gran problema: definir qué hará con su vida. No conoce a nadie en el país, no tiene un hogar, su preparación académica es precaria y su situación migratoria es incierta. El joven ni siquiera tiene seguridad sobre dónde está su mamá, pues sospecha que se mudó de Colombia a Ecuador.
En febrero, cuando lo entrevistamos para este reportaje, José tenía dos meses sin saber nada de su madre. La última vez que hablaron fue a través de un celular prestado en la selva del Darién. “Soy el bebé de mi mamá”, dice con la voz entrecortada.
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El equipo interdisciplinario del centro de rehabilitación en el que permanece confirma que no tienen información sobre la familia de José. Solo saben que iba solo hacia Estados Unidos. Nada más. Quizá, por eso, el muchacho muestra pocas emociones y difícilmente sonríe.
Además, carga con cinco años de consumo problemático, admite que los estupefacientes le arrebataron la satisfacción personal. Sufre constantes ataques de ansiedad, desatados por sus experiencias y decisiones. “Las drogas me robaron la paz”, aseveró.
Infancia traumática
Hasta hace pocos años, José era un niño, pero no uno cualquiera. Narra una infancia marcada por eventos traumáticos. A los ocho años, mientras veía televisión, sentado en el sillón de su casa en Colombia, fue testigo del momento en el que su padre, dedicado a la venta de drogas, recibió un disparo en la cabeza. Hoy afirma que ese momento lo llenó de impotencia y de odio.
Con tan solo 10 años, las calles de Florencia, en Caquetá, lo acogieron como un habitante más. “Era un chamaquito”, menciona. Fue su padrastro, un consumidor de sustancias, quien lo “botó” a la calle. Después de un año en las calles, la venta de drogas se convirtió en su trabajo, entró a ese mundo de la mano de una persona mayor y a los 12 años el consumo de sustancias lo atrapó.
“Yo sé lo que es que te apunten con una pistola en la cabeza, yo sé lo que es que te roben, que te secuestren. Era el mundo del barrio”, señaló.
En muy poco tiempo aprendió lo que se necesita para sobrevivir ahí, manejaba armas y, en ocasiones, asegura que se hacía cargo de algunos ajustes de cuentas. “Yo te pasaba un bolso lleno de marihuana y si tú no respondías (pagabas) me tocaba responder con bala, si no me tocaba pagar a mí”, narró.
Un niño que se inicia en las drogas
El niño de 11 años pronto se convirtió en consumidor. Una noche, uno de sus “amigos” del barrio le ofreció marihuana: “hágale, pruebe. No va a pasar nada”. Esa frase la había escuchado varias veces, en muchas ocasiones rechazó la invitación, pero finalmente aceptó.
Al inicio, dice, el consumo era ocasional, pero en pocos días se volvió una necesidad. Como es común entre los menores que permanecen en centros de rehabilitación, la marihuana fue la droga con la que abrieron la puerta, pero después escaló a otras. A los trece años ya había probado la cocaína y la piedra.
“Yo consumía para olvidar que un padrastro me botó a la calle, para dejar de pensar que era un niño en la calle o que tenía que vender drogas y diay... me gustó”, dijo.
Con el tiempo, la venta de drogas le otorgó una falsa y traicionera ilusión de independencia. Tras cinco años de pertenecer al mundo del narcotráfico, se percató de que, aunque generaba dinero, continuar con ese estilo de vida lo condenaba al caos. “Yo trabajaba para un narcotraficante, vendía, le hacía mal a la gente”, afirmó.
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En la actualidad, a 1.515 kilómetros de Caquetá, Colombia, José intenta dejar la adicción y la indigencia atrás. Sus días comienzan a las 5:30 a. m. tendiendo su cama y dándose un baño. Luego, debe asistir a terapias grupales, talleres, cursos, oraciones y cumplir con labores de limpieza. Su rutina finaliza a las 8:30 p. m. con una “afirmación”, es una dinámica para reforzar su autoestima y recordarle que, a pesar de su pasado y sus decisiones, es capaz de cumplir sus metas.