“Esta enfermedad nos está picando la vida. Yo no había visto nada como esto, hasta ahora. Y es muy triste, digo yo, porque nos está arruinando. Esta cosa está terrible, no se detiene. ¡Mire cómo se ha muerto gente! Y yo aquí estoy pasando, esperando lo que Dios me diga.
“¡Pero me cuido! Vivo lavándome las manos. Agradezco a ella, a Zaida (su hija de 72 años, su cuidadora), y a toda mi gente que me habla, me llaman y me dicen ‘¡cuídese, cuídese, cuídese, lávese sus manos!‘ Y yo digo gracias, a Dios y a ellos”.
El relato de Dora Amparo Bustos Duarte, de 102 años, resume, en parte, su vivencia de los últimos cinco meses. En su narración, no ahorra palabras para lamentar el encierro al cual la ha obligado la pandemia y que le impide ver a sus nietos, bisnietos, vecinos y amigos.
Pero, ¡ojo!, no lo dice con resentimiento. Su voz, fuerte y dulce a la vez, está llena de nostalgia, y mucha, por los mandados que ya no la dejan hacer a la pulpería El Naranjo, a la vuelta de su casa, en San Blas de Sardinal de Carrillo, en Guanacaste, y que hacía sola, cuidada de lejos por Zaida.
Añora los paseos asiduos a playas del Coco, a 20 minutos de donde vive, o a Ortega de Santa Cruz; los ejercicios semanales junto a otros adultos mayores, y la santa misa, a la que acudía los domingos temprano aprovechando que la iglesia queda a cien varas de su casa.
Ahora, ve la misa por televisión y recibe la comunión espiritual en ausencia de la hostia y el rito presencial.
Dora está entre los 42 adultos mayores, de 100 años y más, que viven en la llamada zona azul, en la península de Nicoya, en Guanacaste, uno de los cinco puntos en el mundo donde habitan los seres humanos más longevos.
Hasta ahora, ni uno solo de ellos ha enfermado o fallecido a causa de covid-19, confirmó Jorge Vindas López, fundador de la Asociación Península de Nicoya Zona Azul, investigador de la longevidad en estas comunidades, y quien conoce en persona a cada uno de estos robles centenarios.
“Yo vivo diciéndole a mi hija: ’¡Ay, mamita! Pobrecita la gente que está sufriendo; los que están trabajando por el bien de todos, las enfermeras, los doctores (...). Hay que rezar y pedir mucho por ellos. Yo me duermo, pero a poco me despierto pensando en las cosas que se están viviendo.
LEA MÁS: Nicoya es vitrina mundial por la longevidad de sus habitantes
“Me siento a rezar, a pedir a los santos por la vida de los otros y por la de quienes nos cuidan. Yo no sé más. ¿Hasta dónde vamos a llegar? Dios es el único y exclusivo”, comentó esta nicoyana de origen, quien enviudó a los 29 años con seis hijos, el menor con apenas nueve años. Hoy, solo tres le sobreviven.
Acostumbrada a trabajar sin reparar en descanso (hizo rosquillas, limpió casas, planchó y lavó ajeno), Dora enfermó de malaria y dengue.
En los años recientes, cada vez de manera más frecuente, la pescan unos calambres en piernas y manos que la hacen rabiar de dolor. Aun así, no había visto nada de lo que le cuentan las noticias que ve diariamente sobre esta pandemia.
“Yo no salgo ni a la calle. A la puerta de la calle y de ahí para dentro, ¡y nada más! Yo le digo a mi hija: ¡Ay mamita, qué afliccción la mía! Antes me visitaban mis amigas y vecinas, y yo me sentía contenta porque veía gente.
“A mí me aflige y me pone triste. Nos sentamos en el corredor de mi casita y ahora casi ni por la calle veo pasar gente, porque con esta enfermedad nadie circula”, comenta.
La comunicación, afirma Dora, se acabó. Al menos, la que ella conocía: de sentarse en los corredores, en la mecedora, a agarrar el fresco de la tarde con los vecinos, y hablar hasta que cayera la noche y más allá.
“Eso ¡se acabó! Aquí se han muerto unos señores, pero solo se ha podido reunir poca familia a despedirlos y nada más. Ya no podemos acompañar a los dolientes. Si me ocurre alguna cosa, a mí tampoco me van a venir a ver”, aseguró.
‘Si no hay que salir, no hay que salir’
La aparición de covid-19 activó una red de cuido, la más próxima, integrada por parientes y organizaciones comunales, en la llamada zona azul de la península de Nicoya.
Aquí, cinco cantones le conceden el honor a Costa Rica de estar en la selecta lista de países con los habitantes más longevos: Nicoya, Hojancha, Nandayure, Carrillo y Santa Cruz.
Entre los más longevos
Cinco comunidades de la península de Nicoya comparten con cuatro sitios en el mundo el título de tener a los ciudadanos más longevos del planeta.
FUENTE: REGISTROS PERIODÍSTICOS DE LA NACIÓN. || INFOGRAFÍA / LA NACIÓN.
El escudo protector contra el covid-19 para esta población lo activa la Asociación Península de Nicoya Zona Azul, fundada por Jorge Vindas López y otras nueve personas. Vindas, quien participa activamente en investigaciones de longevidad, conoce personalmente a cada uno de los centenarios y a sus familias.
Empezaron a distribuir información entre los parientes sobre todos los cuidados que debían tener estos adultos mayores.
También impulsaron la producción de un pequeño video protagonizado por los centenarios, y han participado junto a otras organizaciones comunales en la recolección y distribución de ayuda, como alimentos y equipos de protección personal; entre ellos, caretas y mascarillas.
“Desde acá, empezamos a hacer llamadas para ver cómo estaba todo el mundo, hablar con familiares, y a procurar que la gente entienda que se trata de algo serio.
“Con ellos (los centenarios) no costó, porque han entendido muy bien y conocen lo que pasa. El impacto que la covid ha tenido en ellos, yo diría que es extrañar los abrazos y el calor humano, que es la forma en que acostumbran a expresar su cariño”, explicó Vindas.
“¿Cuándo termina esta carajada?”, le preguntó a Vindas López un día de estos uno de los centenarios más queridos de estas tierras, a quien cariñosamente llaman Pachito. Su nombre de pila es José Bonifacio Villegas y el pasado 14 de mayo cumplió 103 años.
“Todavía hay que esperar un poco”, le contestó Vindas. “Pachito está deseando abrazar a los hijos, a los amigos que llegan a verlo”, añadió.
LEA MÁS: Nicoya, una de las zonas con más longevos en el planeta
Antes de la pandemia y mucho antes de que trascendieran todas las recomendaciones de las autoridades del Ministerio de Salud, contó Vindas, los centenarios estaban bien cuidados por sus parientes más cercanos.
“Es algo que yo admiro mucho: el cuido que le dan los familiares es increíble. Nadie, hasta ahora, ha tenido covid-19. Yo creo que los centenarios a veces se sienten aburridillos porque no pueden salir. Pero son más sabios en entender que si no hay que salir, no hay que salir.
“Creo que son una raza diferente. Si me preguntara por una palabra para definirlos sería ‘exitosos'. Prueba es que ahí están. Una parte fea de ser centenario es tener que enterrar hijos, pero aun con la muerte de un hijo, que podría deprimir a cualquiera, ellos, con su espiritualidad tan fuerte, salen adelante. Esto también lo van a superar”, pronosticó Vindas.
No falta a su cabalgata dominical
En estos encierros de pandemia, lo único que le permite la familia a José Bonifacio Villegas, alias Pachito, ―y él no se perdonaría dejar de hacer― es montar a caballo, todos los domingos, en la mañana.
Eso sí, ya no se baja a saludar de beso y abrazo en cada casa que se encuentra en el trecho que recorre ahí donde vive, en Pochote de Quebrada Honda, en Nicoya, Guanacaste. Le tienen prohibido acercarse a otros, o que se le acerquen.
En el paseo, lo acompaña uno de sus ocho hijos, Alexis, quien toma su buena distancia también, mientras cabalgan hacia Copal, con Pachito sobre su nueva yegua, Dulcinea.
A Corazón, el caballo que lo ha acompañado por casi 30 años, lo tiene guardando reposo en un potrero cercano desde que le dejaron de funcionar sus patas traseras.
Aprendió a subirse en estos nobles animales a los 4 años. El 14 de mayo, Pachito cumplió 103. Tiene, entonces, casi un siglo de tener entre sus mejores amigos a los caballos que montó mientras trabajó como sabanero arriando ganado en muchas fincas de la pampa.
“Él (Corazón) me dice ‘me abandonastes’ (sic), y yo le digo: ‘no, no te he abandonado’, ¡cómo se te va a ocurrir!”, comparte Pachito una de tantas conversaciones con su mejor amigo.
“Lleva conmigo como 26 años. Ahora (los caballos) duran mucho porque no se trabajan como antes, que todo se hacía solo a caballo. Hoy todo es a puro carro”, recordó.
Es de entender, entonces, porqué Pachito prefiere la montura al bastón. Se siente más seguro sobre el lomo de un caballo que sobre sus propios pies, dice su hija, Paulina Villegas, quien lo cuida.
Por eso, no perdona faltar a su cabalgata dominical, el único gusto que le ha permitido esta pandemia.
“Él extraña las visitas, porque el saludo de él eran los abrazos y ahora no se pueden dar. Pero él coopera. Sabe que no se puede y acepta”, comentó Paulina.
Todas sus citas de control, con el especialista en Geriatría del Hospital La Anexión, en Nicoya, han sido por teléfono. Las pocas medicinas que toma ―no padece ni de la presión, y solo ha tenido que tomar antibióticos por una infección de oído― también se las envían al Ebáis de Copal.
“Se levanta a las 6:30 a. m. y se acuesta después de las noticias del 11, a las 7 p. m. Ve las noticias, ese programa ‘Caso cerrado’, y luego se acuesta. Durante el día, se sienta en el corredor a leer unos libros que tiene y hacer números con una calculadora. Esa es su rutina”, cuenta Paulina.
Tampoco ha vuelto a misa. “Ya no las hacen. ¡Todo lo prohibieron! Imagínese que ya un abrazo no se puede dar ni tocar la gente. Yo quisiera un saludo cariñoso... un saludo de amor... ¡No sé cómo hará un matrimonio!”, comentó Pachito al tiempo que reconoce que, en sus rezos, pide porque aparezca pronto una medicina.
Necesidades, con y sin covid
Pachito y muchos otros adultos mayores, y centenarios, se ayudan para sobrevivir con una pensión del Régimen No Contributivo (RNC), para las personas más pobres (¢82.000 mensuales).
Junto a otras 125 familias, también recibe un diario mensualmente como parte de las ayudas que da la red de cuido que funciona en varias comunidades guanacastecas, informó Aleyda Obando Briceño, quien, entre otros cargos, es trabajadora social de la Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS) especializada en adultos mayores, y miembro de la Junta Directiva del Hogar de Ancianos San Blas, en Nicoya.
Este hogar, forma parte de la red de cuido del Consejo Nacional de la Persona Adulta Mayor (Conapam) que trabaja para garantizar el mayor bienestar posible a esta población, dijo Obando. Desde ahí, están conectados con la Asociación fundada por Vindas López.
“Ellos, con sus centenarios, y nosotros con ayudas como víveres, pañales, y algunas ayudas técnicas porque hay mucha mucha demanda. ¿Cómo nos ha movido covid? Cuando se levanta la alerta se montan las mesas de salud y con ellas empezamos a preguntar cómo estamos con los adultos mayores.
“Contactamos a todos los centenarios, les preguntamos cómo estaban y cómo se sentían... todo por teléfono porque no se pueden hacer visitas presenciales.
“Encontramos familias muy preparadas. Hay centenarios que están excelentes, se sienten bien y que me han dicho ’ese bicho a mí no me va a asustar, yo me cuido, yo tengo mi gel, mi jabón, aquí me cuidan. Aquí nadie viene, yo no permito que nadie venga'. Muchos, están mejor que uno”, dijo Obando.
Sin embargo, las necesidades económicas de estas poblaciones sobrepasan la capacidad de sus hogares para darles leches y comidas especiales, y solventar necesidades crecientes como la compra de pañales o de apoyos (sillas de ruedas, camas, barandas, sillas de baño).
LEA MÁS: Vida de longevos de Nicoya inspira plan para envejecer mejor
Solo para la red de cuido, dijo Obando, y antes del covid-19, la lista de espera para recibir algún apoyo alcanzaba las 300 familias.
Actualmente, se turnan las ayudas de tal manera que, mensualmente, se le da a un grupo diferente de 125 personas. De ellas, unas 20 son personas de cien o más años (alrededor de 7 vecinos de Nicoya y 13 de Santa Cruz y Carrillo, comunidades que carecen de red de cuido en estos momentos).
Solo en la zona azul guanacasteca se calcula que hay 4.800 adultos mayores de 80 años; la gran mayoría vive en situación de pobreza.
Jorge Vindas explica que desde la Asociación se ha trabajado para sensibilizar comunalmente sobre los centenarios, al crear grupos que se preocupen de su propia gente.
“O quitarle los peligros a Trinidad, porque le encementamos una terracita que tenía muchos desniveles. Le pusimos unos tubos muy funcionales para que se sostenga”, relató Vindas.
La mitad de los cantones de la zona azul estaba sin red de cuido, agregó, pero se logró exponer la situación al Conapam y se ha encontrado liderazgo de personas para que, desde lo local, se pueda tender la mano a quienes tanto dieron por estas comunidades y el país.
Lucita, la abuelita de todos en Los Jocotes
De su casa al portón hay 12 metros. Los tiene más que contados, sobre todo ahora que es el único paseo que le permiten en el exterior de su casa, en barrio Los Jocotes, en Filadelfia.
Se llama Francisca Obando Angulo, tiene 101 años, pero ahí, donde vive junto a su hija, Lidia, y el esposo de esta, Armando, solo la conocen como Lucita, Luz, tita Luz, o abuelita Luz, aunque nadie sea su nieto de sangre.
Tiene un cuarto solo para ella, con ventilador y aire, y baño propio. Solo sale para su caminata de 12 metros, entre el corredor y el portón, y los ejercicios, que no pueden faltar.
“Uno de mis hijos (tiene cuatro) vive en San José, otro por el lado de Santa Cruz. No han venido desde hace bastante tiempo, pero ahí me llaman. Franco, el mayor, vino hace unos días pero pasó en carrerita, no entra. No puedo abrazarlo. Ellos dicen que solo cuando esto pase.”, contó Lucita.
Unos minutos antes, Lidia contó que no poder abrazar a sus hijos es lo que más le rompe el corazón a su mamá: “Le dijo: ‘papito, yo lo quiero abrazar', pero tuvimos que decirle que no podía. Se puso en un temblor y soltó el llanto”.
LEA MÁS: Centenarios de Nicoya viven con pocas enfermedades crónicas y toman menos de un medicamento al día
“Mi hermana vive en Liberia, y tiene cinco meses de no vernos. El otro hermano, estaba en México, hace como mes y medio llegó repatriado con la familia, y no ha podido venir porque primero estaba en cuarentena, pero tiene la casa en Desamparados (San José). Hablamos, y le dijimos que no podía venir”, comentó Lidia.
Para su mamá, asegura, han sido semanas muy terribles. “Dice que no pensaba llegar a esta edad y vivir algo tan feo. Antes de todo esto, nuestra vida era tan diferente: los tres solitos, mi esposo, ella y yo.
“Los domingos, íbamos solo a almorzar a algún lado, al Coco y nos sentábamos a recibir el fresco del mar. O pasábamos el día donde fulana desde buena mañana y regresábamos por la tarde a casa. Ya tenemos cinco meses sin esto. Es terrible”, relató Lidia.
Doña Lucita es una persona de mucha fe. En la casa donde vive con su hija tiene un altar para la Virgen de los Ángeles. Todos los años, para el 2 de agosto, celebraban ahí un rosario con buena comida para los vecinos que quisieran acompañarlos, al estilo guanacasteco. Este año no se pudo.
“Yo le pido (a la Virgen) no solo por mi familia, pido por los que están internados, y por los que no pueden ver a sus hijos porque no los dejan.
“Pobrecitos, si las mamás se quedan sin los esposos, a veces se mueren los abuelitos, a veces se mueren los hijos, ¡ay!, me da una tristeza en el corazón, esta enfermedad no respeta edad”, dice con tristeza.