Todo estaba listo para empezar a rezar el rosario del Niño: los invitados, el rompope, el aguadulce, los bizcochos y hasta el tamal asado. Pero, ¡válgame Dios!, no llegó el rezador. Semejante contingencia estuvo a punto de hacer que los anfitriones suspendieran uno de los rezos más esperados en el humilde barrio de trabajadores asalariados de La Robert, en Goicoechea, una tarde-noche a inicios de los años setentas.
El revuelo que causó la ausencia del rezador, empujó al pequeño Carlos Jiménez Herrera, entonces de 9 años, a sacudir su reconocida timidez para acercarse a la mamá de un amigo y decirle: “Señora, yo me sé el rosario”.
Para no hacer largo el cuento, Carlos dirigió la oración como todo un experto y salvó el rezo del Niño ese día. A partir de entonces, se corrió la fama de rezador del primogénito de José Miguel Jiménez y Rosa María Herrera, mejor conocida como Flor.
La fama la terminó de propagar la dueña de la pulpería La Miniatura, María de los Ángeles Navarro, o doña Miyala, a quien este humilde hogar acostumbraba comprar de a fiado. Las pulperías eran las redes sociales de aquellos tiempos, así que se imaginarán cómo corrió de forma “virulenta” la habilidad del pequeño Carlos.
Rezar es como respirar para el hoy director del Hospital Nacional de Niños. Aprendió a hacerlo incluso antes de aprender a leer o a escribir, pues nació en un hogar de sólidas bases católicas. Durante muchos años, su papá fue sacristán de la iglesia Santa Teresita, en barrio Escalante. Su mamá, quien se dedicó a los oficios domésticos y a la costura, también se destacó por su devoción y religiosidad.
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“Mamá y papá nos enseñaron a rezar todos los días: al levantarnos y al acostarnos, a invocar al Ángel de la Guarda. Mi hermano y yo aprendimos a rezar el rosario a los tres o cuatro años, y si nos quedábamos dormidos debíamos empezar de nuevo”, recuerda el médico especialista en Pediatría, con estudios de posgrado en Administración de Servicios de Salud y Administración Hospitalaria.
Lejos de generar en el pequeño algún tipo de inmunidad religiosa, estas prácticas lo convirtieron en un mariano devoto al punto que, avanzada su adolescencia y aún cursando la secundaria en el Colegio Madre del Divino Pastor, Carlos consideró el sacerdocio en sus planes de vida.
Estaba en quinto año, contó: “Tuve una vacilación sobre qué estudiar: si Medicina, que era la vocación que yo había escogido desde la escuela, o el sacerdocio. Hice varias convivencias en 1980, cuando estaba en quinto año, y ahí me di cuenta que tenía vocación humana y no sacerdotal.
“Me definí completamente por Medicina. Tuve una buena nota de ingreso a la UCR (Universidad de Costa Rica). Llevé 44 créditos el primer año. Pasé algunas materias raspando, pero pude granar los 44 créditos”, comentó el médico.
Chofer de bus
El parto de Flor fue tranquilo. Los dolores comenzaron a las 4 p. m. del 18 de julio; 12 horas después, Carlos Jiménez respiró su primera bocanada de aire en la antigua Maternidad Carit. Lo sacaron de la maternidad bien abrigado pues eran los días en que las cenizas del volcán Irazú, en Cartago, llovían sobre el Valle Central.
Recién nacido, el primer hijo de Miguel y Flor no dejaba dormir a su barrio, conocido como La Robert. Nunca antes de ese 19 de julio de 1963, fecha de su natalicio, había llegado un chiquillo más llorón al vecindario.
La incipiente familia Jiménez Herrera vivió en una casita pequeña, en Guadalupe: 300 al este, 50 al sur y 25 al oeste del Cruce de Moravia. Ahí residen sus papás desde 1962.
“Papá viene de una familia de 12 hermanos; él es el menor. Papá y mamá tenían planeado casarse el 8 de setiembre de 1962, pero el 1.° de setiembre falleció inesperadamente mi abuelita paterna, María. Tuvieron que posponer la boda 15 días.
“Se casaron en la parroquia de Guadalupe, en construcción en ese momento, un 29 de setiembre. Los casó un cura párroco famoso, el padre Alberto Mata Oreamuno, a las 6 a. m., con solo cuatro gatos en la iglesia”, relata Carlos como si estuviera leyendo una historia escrita en una novela de Gabriel García Márquez.
¿Cuáles son sus primeros recuerdos?
“Mi abuelita hacía queques para vender. Se llamaba Rosa, Rosa Murillo Rojas. Trabajaba en casas: la de la familia Robert y la del licenciado Julio Ortiz, en Los Yoses. Era buena para la repostería. Yo me comía todos los sobritos que quedaban y después me enfermaba de comer pastas crudas. Me encantaba el pie de limón, el arroz con leche de mamá, y el arroz con pollo, que solo se comía en ocasiones especiales como Navidad y cumpleaños. Recuerdo el olor de las manzanas... solo podíamos comerlas en Navidad”, rememora.
Carlos viaja en el tiempo más de medio siglo atrás para reconstruir los atardeceres de fútbol con sus amigos, jugando en media calle con su pandilla de baby boomers. El futuro director del Hospital Nacional de Niños no era tan diestro para la pelota, así que sus amigos le asignaron un doble rol: portero y narrador del partido.
Además del fútbol, de pequeño armaba rompecabezas. Sus papás le compraron los primeros legos y su tío abuelo, Ángel Guillén, unos mecanos marca Plasticant con los que pasó tardes enteras armando carritos y aviones.
Pocas cosas; sin embargo, superaban su entretenimiento favorito: jugar a chofer de bus de Guadalupe, un oficio con el que soñó de niño. Su imaginación infantil transformaba una manguera que había en la casa en el manubrio o volante del autobús. Lo demás fluía naturalmente en la imaginación de Carlos, quien se veía manejando al estilo de Cazadora, un personaje del barrio, mientras imitaba el sonido de los viejos buses Ford, Mercedes Benz o Chevrolet.
“Para aquella fecha, Guadalupe tenía 40 buses y yo me sabía sus nombres y marcas. Mi favorito era un viejo Ford que se llamaba Marco Antonio. En el gobierno de Daniel Oduber (1970-1974) entraron los Pegaso. También (admiré) los Ikaru, de la Periférica, por su compensación… Me imaginaba manejándolos”, cuenta.
Maestros de vida
El lunes 2 de marzo de 1970, a las 12:30 p. m., Carlos entró por primera vez a la Escuela Pilar Jiménez. Era el tercero en la hilera de los hombres por estar entre los más pequeños. “Yo estaba agarrado de la mano de mi papá. Nunca me había separado de ellos. Recuerdo que papá me empezó a soltar: ‘te quedás aquí y no llorás’.
“Me tocó una niña muy amorosa pero muy estricta. Mucho de lo que llegué a ser se lo debo a Dios, en segundo lugar a mis papás, y en tercer lugar a mi maestra, Marjorie González, quien me enseñó a leer y a escribir; por ella guardo una gran gratitud”, recuerda.
Lector voraz, sobre todo de libros de Historia, después de la primaria sus papás hicieron un gran esfuerzo económico para matricularlo en el Colegio Madre del Divino Pastor. La formación que recibió ahí le permitió integrarse a la Juventud Franciscana, en San Antonio de Guadalupe.
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Posteriormente, entró a la Universidad de Costa Rica, donde materializó su sueño de ser médico. Carlos Jiménez estudió Medicina de 1981 a 1986 y escogió al Hospital México para formarse. Las vueltas de la vida lo condujeron, en 1984, al Hospital Nacional de Niños. Ahí conoció el orden, la disciplina y los valores de ese hospital que fueron los que luego hicieron que afirmara con absoluta contundencia “esto es lo mío”.
Su formación como médico incluyó el cantón de Los Chiles, en Alajuela, donde cumplió su año de servicio social. Confiesa que se pegó una gran llorada porque ni siquiera sabía cómo llegar a esa comunidad fronteriza. Años después, el volver la vista atrás, Jiménez no cambia para nada la experiencia de Los Chiles.
Entre muchas razones, hay una superpoderosa. Ahí fue donde conoció a su esposa, la educadora Maricel Hurtado Gutiérrez. Acaban de cumplir 34 años de casados, en marzo. Con ella, tiene dos hijas: la microbióloga, María Gabriela, y la ingeniera electrónica, Silvia Elena.
“Era médico general en el hospital de Los Chiles. Nos vimos por primera vez cuando yo tenía un mes de estar en el hospital. No consultó conmigo. Me encantó su sonrisa y la expresión de sus ojos. Me costó más de un año llegar donde ella. Pero ahí se dio la oportunidad, y bendito Dios que todo lo mueve de manera perfecta, y ella fue valiente de venirse de allá conmigo”, recuerda.
La maestra Marjorie González marcó su formación durante su infancia. De sus años de colegio, Jiménez cita a la hermana Margarita, la madre superiora. También a su profesora de Matemáticas, Vera Sancho, y a sus profesores de Estudios Sociales, Mercedes Muñoz y Francisco Enríquez.
Maestros de Medicina infaltables en su lista: la pediatra endocrinóloga, Yadira Estrada; el doctor Rodrigo Loría Cortés; el ginecoobstetra Carlos Prada Díaz, y el cirujano Manuel Aguilar Bonilla. También el dermatólogo Orlando Jaramillo Antillón, el pediatra Manuel Calvo Badía y el neumólogo Óscar Castro Armas.
Entre muchas enseñanzas, Jiménez atesora el ejemplo de Calvo, quien le mostró la importancia de empezar el día encomendándose en la capilla del Hospital de Niños, una práctica que Carlos Jiménez realiza varias veces a la semana. Cuando no puede ir a la capilla, dice, se encomienda a Dios en su nueva oficina: la dirección médica.
Entre sus colegas más apreciados está su antecesora, la pediatra inmunóloga Olga Arguedas Arguedas. Jiménez la reemplazó hace menos de un año en un puesto que ha sido ocupado antes por médicos de la talla del fundador y primer director del hospital, Carlos Sáenz Herrera, y entre otros por Edgar Mohs Villalta, Elías Jiménez Fonseca y Orlando Urroz Torres.
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A sus 60 años, que no los aparenta, Jiménez sabe que se aproxima a su edad del retiro. De aquí a entonces, uno de sus objetivos será reforzar los valores que han hecho del Hospital Nacional de Niños uno de los más emblemáticos y queridos de la CCSS y el país.
Promete que cuando llegue la jubilación se involucrará más en las labores de la Iglesia. Siguiendo su instinto de pediatra, trabajará con los más jóvenes de su parroquia San Vicente Ferrer con la misma devoción y entrega con las que se lució en su amado vecindario aquel primer rezo del Niño, hace 51 años.