Cuando Mauricio Chinchilla abordó el avión hacia Cuba para cumplir su sueño de estudiar Medicina, llevaba en el equipaje 50 bolsas de papel higiénico y 35 pastas de dientes. Lo que nunca previó es que pasaría ahí los siguientes 15 años y que la isla se convertiría en su casa.
El hoy neurólogo es parte de un grupo de 310 ticos a quienes la tierra azucarera graduó como médicos. De ellos, muchos permanecen allí: algunos siguen estudiando con la esperanza de volver para ejercer en Costa Rica, otros decidieron establecer en Cuba sus vidas.
Mauricio vive en El Vedado, una de las zonas más acomodadas de La Habana. Su casa es pequeña, pero de buen aspecto. Afuera no hay garaje ni carro, pero tener vehículo propio no parece ser la aspiración de la mayoría de cubanos.
Ya dentro de la casa se pierde la noción de que se está en tierra comunista, excepto porque Chinchilla ofrece agua hervida y clorada para evitar el cólera. La vida aparenta ser la de un hogar común de clase media-alta: hay un televisor de pantalla plana, el teléfono inalámbrico suena y todos corren a buscarlo, Mauricio tiene iPod, un par de smartphones se están cargando, y hay también una peculiar máquina para hacer hielo que dice Coca-Cola.
En la sala está sentado su hijo Mauricio, de cinco años, totalmente consumido en el televisor viendo Bob Esponja . No es antena pública, ni mucho menos televisión por cable –un lujo que se reserva para los hoteles–, sino que son discos comprados en la calle.
La noche anterior a nuestra plática, el niño se intoxicó al ingerir por accidente los medicamentos de su hermano menor. Cuando su madre, Yanín Machado, arribó al hospital con el pequeño, había un grupo de especialistas esperándolos, entre los que estaba un psicólogo para brindarle a ella contención emocional en caso de una tragedia.
Mauricio siente alivio al pensar en el sistema de salud que cubre a su familia –gratuito, sin filas ni hospitales privados–; es lo primero que expresa mientras se acomoda en el sillón para comenzar a hablar sobre sus motivaciones para quedarse en Cuba.
Él es del tipo que deja en el aire la respuesta a la interrogante sobre si importa más realizar un sueño o la recompensa de tantos años de estudio.
En 1999, Fidel Castro fundó la Escuela Latinoamericana de Medicina (ELAM) para dotar de trabajadores de la salud a los países vecinos mediante becas completas. Para entonces, Chinchilla era un paramédico de 22 años con sueños de ser doctor; mas su padre, un maestro de obras, jamás podría costearlos, así que se especializó en rescate vehicular.
“Todo iba pura vida cuando hacíamos el rescate. Entubábamos al paciente, llegábamos al hospital y el que salía era Superman. Tú te quedabas en la puerta y no podías darle seguimiento; todo tu entrenamiento se quedó hasta ahí y, aparte de eso, tu vocación”, relata.
Mauricio llegó en la primera generación de estudiantes junto a otros 43 costarricenses, de los cuales se graduaron solo 22 en el 2005, pero consiguieron colocarse como la delegación con mejores promedios. En las residencias de la ELAM (una base naval que ellos mismos tuvieron que acondicionar) vivían 32 estudiantes por piso, ocho por cuarto.
Entre estar lejos de la familia y adaptarse al estilo de vida cubano y sus reconocidas carencias, muchos ticos desertaron de la carrera. Chinchilla admite haber llorado el año en el que le tocó pasar la Navidad en la isla. Entre varios, lograron comprar una gallina viva para hacer una cena.
“Yo fumaba Marlboro. Y cuando se me acabaron, nos bloquearon las tarjetas y no podíamos sacar el dinero que nos mandaban. Vivíamos solo de los $10 que nos daba el Gobierno cubano, que era un montón, porque a los (estudiantes) cubanos les daban $1”, rememora.
Hace un año se especializó en la rama de Neurología y sus muchos libros siguen presentes en la estantería de la sala. Tiene también en el escritorio una computadora portátil con conexión a Internet, algo poco común en ese país.
Chinchilla es profesor y trabaja para una fundación internacional, mediante la cual atiende casos de autismo y trastornos del sueño. Su puesto le permite viajar con frecuencia a Estados Unidos y Arabia Saudita, otro gusto que no puede darse la mayoría de la población isleña.
Aun así, entre su sueldo y el de un médico en Costa Rica hay un abismo de diferencia. Él gana, en pesos cubanos, una cifra equivalente a $62 mensuales (unos ¢34.000), mientras que un médico general tiene un salario de ¢1.225.000 cuando entra a la Caja Costarricense del Seguro Social (CCSS), y cada especialista devenga un mínimo de ¢1.700.000.
Mauricio permanece en Cuba por tres razones: no ha logrado homologar su título en Costa Rica debido a los requisitos del Colegio de Médicos; aspira a cursar un doctorado en la isla; y, además, se enamoró de una alumna cubana y se casó con ella.
Justo cuando llega, con la más pícara sonrisa, a este fragmento de la historia, suena el teléfono. Es Francisco Alvarado, un tico que está terminando su especialidad en Neurocirugía. Llegó a Cuba en el 2001 y, pese a que ambos tienen más de una década de vivir ahí y se acostumbraron a tutear, nunca lograron desprenderse del mae .
Son casi las 3:30 de la tarde y el porteño viene saliendo de hacer guardia en el hospital pediátrico. Viste unas tenis marca Converse, las “inseparables”, según dice. Las trajo alguna vez de Costa Rica y, aunque en La Habana ya se consiguen, ahí son bastante costosas.
Durante lo que resta de la tarde, ambos se dedican a marcar las diferencias entre la Cuba que los recibió y la que hoy les da trabajo, casa y estudio.
“Antes tenías el dinero, pero no tenías dónde comprar. Tenías hambre o querías comprar algo de comer, y no había dónde. Tenías que trasladarte hasta La Habana o hasta cierto lugar para adquirir ese servicio. Ahora no; ahora tú vas a cualquier esquina y hay paladares (restaurantes)”, cuenta Francisco, quien, sin embargo, agradece tener la comida asegurada en la residencia de estudiantes. “Mala, buena o regular, pero ahí está, y se mejora siempre con la salsa Lizano”.
En Cuba, la gastronomía tiene poco de espectacular. Hoy, dos chiles dulces grandes cuestan $1 y el kilo de cebolla vale $3,5, precios elevados si se toma en consideración el salario promedio de los cubanos, el cual ronda entre los $10 a $15 por mes.
“Si tienes el dinero, ya puedes comprarte la cebolla, el chile, hay culantro coyote, orégano, apio... Mi esposa cocina con todo eso. Incluso, la oferta de carne es mucho más amplia. Se importan electrodomésticos de China y, comparado con el tiempo de antes, ahora hay muchas más cosas”, dice Chinchilla.
Cuando el reloj avanza, Mauricio ofrece café. Francisco le pide una miqueta de café cubano (fuerte, casi como un espresso ) y se lo toma sin siquiera ponerle azúcar. Parecería increíble que viviendo en uno de los mayores productores azucareros del mundo se haya acostumbrado a tomarlo así porque el producto escaseaba en las residencias estudiantiles.
Chinchilla se ríe. Después de todo, se da cuenta de que vivió en una especie de burbuja en la beca durante los primeros dos años y medio de su carrera. “Cuando sales, ya empiezas a ver que venden pasta de dientes, que venden carne... y sí, venden papel higiénico”.
La eterna dicotomía
A la conversación se suma Paola Ruiz, otra tica que llegó a Cuba en el 2002 y que está terminando su especialidad en Anestesia. Su madre le envía dinero todos los meses, lo que le permite una muy buena calidad de vida.
Del grupo, ella es la única con la posibilidad de ejercer como médica general en Costa Rica, pues ganó al segundo intento el examen que exige el Colegio de Médicos para la homologación del título. Trabajó con la CCSS durante un año en Cariari (Pococí), donde tomó consciencia sobre el faltante de anestesiólogos en Limón.
Por esto, luego de pasar cuatro años de nuevo en suelo tico, regresar a Cuba para especializarse en esa rama fue una decisión sencilla. “ Fueron muchos años viviendo aquí, ya conocía el clima, la comida... Con seis años (los que duró la carrera), te adaptas y haces buenos amigos de otros países y de Cuba. Conoces la ciudad, ves que el país es seguro y que puedes caminar en la calle porque no asaltan. ¿Por qué lo iba a pensar?”, expone.
Pero Ruiz sabe que tiene el camino empinado para convalidar sus credenciales como especialista en la tierra que la vio nacer y, a sus 35 años, siente que no puede perder más tiempo. Ella desea trabajar en Costa Rica tanto como Mauricio y Francisco, pero la decisión está tomada: si no pasa el examen, se irá a algún otro país.
Alvarado, en cambio, ha pensado en la posibilidad de quedarse en Cuba si el proceso de homologación se complica. Se desvive hablando sobre los casos más impactantes que atendió en los últimos tiempos, como el de un niño de seis años que recibió la patada de un caballo en la cabeza. Eso sí, el ánimo le cambia cuando enfrenta la realidad: es un neurocirujano de 34 años, con un salario de $60 por mes, que debe pedirle dinero a su familia en vez de ser él quien aporte para la educación de su hermana menor. Pese a las circunstancias, uno de sus hermanos decidió seguir sus pasos, y hoy cursa el tercer año de Medicina en Cuba.
La pregunta es obvia, pero obligatoria: “¿Qué es lo que más extrañan de Costa Rica?”. Todos dirán que la familia, en primer lugar. Es entonces cuando Mauricio Chinchilla deja fija la mirada en un rincón, al tiempo que posa su mano derecha sobre la pierna de Yanín. Ella interviene, como queriendo romper ese silencio incómodo. “No, es que la familia es la familia; tu mamá es tu mamá, tu papá es tu papá...”, dice.
Su esposo se reincorpora con los ojos algo vidriosos. “Yo tengo una hija mayor, una hija de fuera (de su matrimonio); fue cuando yo estudiaba Medicina. Es de lo que más me duele, porque no la veo crecer y no puedo participar más en su formación. Tuve la oportunidad de traerla una vez, de pagarle el viaje para que viniera. Fue increíble, pero fueron solo 15 días en un año. Es muy duro, muy duro...”, revela. Lucía hoy tiene 10 años.
En todo caso, en medio de los pesares, reconocen que la isla caribeña tiene lo suyo. Aparte de un robusto sistema de salud, todos coinciden en el tema de la seguridad. Ninguno ha sido víctima del hampa, y eso que muchas veces salen de los hospitales en las madrugadas con el celular en la mano y una laptop en el maletín.
Durante el tiempo que Paola estuvo en Costa Rica, sintió miedo de esperar el bus en las paradas porque se sentía vulnerable a un asalto. Por eso, si le preguntan, sí, extrañó muchísimo Cuba.
Ellos se han adaptado sin problemas al modo de vida de esa nación, y entre línea y línea de diálogo, dejan ver un profundo y marcado agradecimiento por la financiación total de sus estudios. “Para esta gente fue muy duro ver a los extranjeros llegar (a la ELAM). Muchas veces comíamos mejor que las familias cubanas. Nosotros comíamos pollo una vez por semana y se hacían unas filas inmensas, pero había cubanos que nunca podían comer pollo porque no podían pagarlo”, destaca Mauricio.
“Yo pienso que el único problema real que tiene Cuba es el tema económico. Hay un falso estigma de que todo es política. Vivimos normal, como cualquier persona. El problema es económico, porque usted no gana para lo que cuestan las cosas en el mercado mundial”, aseverará más tarde.
Decisión radical
En las afueras del Capitolio, uno de los edificios emblemáticos de La Habana Vieja, nos encontramos con Marianita Bustos, una costarricense de 26 años que trabaja como especialista en Medicina Familiar. Vive en Bacuranao, una zona campestre en la cual debe atravesar fincas y lomas para visitar a sus pacientes.
El Gobierno le dio una casa propia debido a su profesión. En el primer piso tiene el consultorio, en el segundo habita ella y, en el tercero, la enfermera.
Dice que ahora vive como cubana, tanto, que ya le dieron la libreta de abastecimiento, un documento que le permite comprar productos de la canasta básica en las bodegas por unos $0,40, justo como cualquier otro nacional.
Ella estudiaba Enfermería en la Universidad de Costa Rica cuando llegó a sus manos un boletín con la convocatoria para concursar por las becas de Medicina de Cuba. En el 2007 ingresó a la ELAM, donde ahora planea empezar los estudios de Psiquiatría.
Bustos solicitó la beca consciente de que sería difícil convalidar el título, pero volver a su patria no es algo que la desvele. “Ya me acostumbré a vivir en Cuba. No es que sea malagradecida con mi país. Vine a mis 18 años y me hice una mujer adulta e independiente acá. No he vivido lo suficiente en Costa Rica como adulta para decir que extrañe algo en particular”, afirma.
Ya tiene un año sin visitar a su familia porque, tras su graduación, prescindió de la ayuda económica que ellos le enviaban. Con su salario, sería impensable costear los $300 o $400 que cuesta el tiquete de ida y vuelta a Costa Rica, así que no sabe cuándo volverá. Pero está satisfecha; siente que no le falta nada.
“En Costa Rica te dicen muchas mentiras sobre los países comunistas. Cuando yo llegué, me di cuenta de que los cubanos no viven militarizados. ¡Dime dónde está el militarismo aquí! (ríe). La gente vive libre, y no tiene miedo a que venga un ratero y lo asalte o que venga un drogadicto y le quite el celular; es que no, no hay”, sostiene. De seguido, alaba la apertura mental que encontró en Cuba, donde da lo mismo ser homosexual o heterosexual; de esta o aquella religión, o de ninguna.
– ¿Es feliz aquí?
– Sí, la verdad es que sí. De un modo u otro, he encontrado la felicidad.
RIGUROSO FILTRO
Para homologar los títulos obtenidos en el extranjero, el Colegio de Médicos de Costa Rica exige que los solicitantes aprueben un examen especial que aplica la Universidad de Costa Rica para determinar si existen carencias en su formación académica. Además, deben dar un servicio social posterior. De los 310 ticos egresados de la Escuela Latinoamericana de Medicina de Cuba, solo 164 han lograron la convalidación y apenas ocho ejercen como especialistas en nuestro país.
Tan solo en el 2014, se han graduado ahí 30 estudiantes costarricenses, según datos aportados por ese centro universitario a la Cancillería tica.
Brasil, Bolivia y Chile son otros países que imponen filtros a los médicos que estudiaron en Cuba.