Eran las 7:30 a. m. del pasado martes 15 de febrero. Llovía intensamente en Puerto Viejo de Sarapiquí. Fanier Sandoval y Mariana Row tenían ese día que salir a vacunar contra la covid-19 a los habitantes de dos de los pueblos más alejados del Área de Salud, ambos colindantes con Nicaragua.
Tenían que apurarse. Envolvieron las neveras con las vacunas y, protegidos con capas y botas de hule, emprendieron un viaje de 45 minutos en moto por un camino de lastre, a veces bloqueado por vacas que debieron arriar para cumplir su misión de llevar las primeras vacunas pediátricas a la zona.
Llegaron a un consultorio médico que solo se abre cada dos semanas. Durante cinco horas vacunaron a todo niño que llegó, pero aun así les quedaron dosis que tenían que aplicar para que no se perdieran. “Las ponemos ahorita, van a ver”, anunció Fanier.
Entonces decidieron irse a visitar casas, y entraron a pulperías y sodas con la intención de inocular a cada chiquito que encontraran. Al final, lograron agotar los frascos abiertos y hasta tuvieron que abrir nuevos. El vacunador tenía razón.
Al día siguiente y decenas de kilómetros al oeste, en Boca San Carlos, justo donde el río San Carlos se encuentra con el fronterizo San Juan, la historia era diferente.
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Aquí las congojas no fueron para los vacunadores. Luego de un corto recorrido desde el Ebáis, ellos se instalaron a media mañana en una especie de muelle, donde esperaron a que la gente viniera de las comunidades del otro lado del río. Algunos llegaron en bote, canoa y hasta nadando.
Cerca de las 11 a. m. un aguacero, con ventolero incluido, hizo más lento el arribo de personas, pero sin apagar la voluntad. “Es protección para toda la familia”, expresó con pleno convencimiento Yader Díaz Zeledón, quien cruzó a pie el último tramo del río con sus tres hijos de 11, 7 y 6 años.
La realidad que se vive en estos rincones de la frontera norte difiere de la situación del área metropolitana, donde las personas pueden llegar a pie o en carro a los vacunatorios instalados en centros comerciales, polideportivos o clínicas, donde a veces la fila se puede hacer sentado y hasta con aire acondicionado.
Por supuesto, aquí en la zona limítrofe tampoco es posible aplicar 1.000 dosis en un día, como es común en el Valle Central. Para siete áreas de salud que cubren poblados en el cordón fronterizo norte, llevar la vacuna no es sencillo y para los habitantes también implica algún sacrificio ir por ella.
Los problemas de acceso, el mal clima, buses que operan solo una o dos veces por semana con tarifas muy altas alejan las dosis. Sin embargo, hasta ahora, la mística de los trabajadores y el deseo de las personas han superado los obstáculos. Así se logran éxitos diarios de vacunar a 50 o incluso más personas en un solo día.
“La población es muy dispersa, con muchísimas barreras de acceso para llegar al centro. Hay muchas dificultades económicas y los pases de bus para venir al centro de Puerto Viejo pueden costar de ¢3.000 a ¢5.000”, explicó Óscar Gerardo Montero, jefe del Área de Salud de Puerto Viejo de Sarapiquí.
Esta situación se repite en poblados de San Carlos, Los Chiles, Guatuso, Upala (en Alajuela) y La Cruz (en Guanacaste). Las complicaciones por las distancias, se combinan con la existencia de comunidades binacionales de alto tráfico migratorio, en donde las personas se mueven constantemente.
“Pueden recibir las vacunas sin problema, no interesa que tengan situación regular, solo que se demuestre un arraigo; eso es muy fácil en estas zonas. Pero la alta movilidad de la gente es un reto”, puntualizó Melvin Anchía, epidemiólogo de la Región Huetar Norte.
La Nación recorrió durante cinco días diferentes territorios fronterizos de seis cantones en tres provincias para ver las dinámicas de vacunación en cada uno. En los 1.040 kilómetros que se transitaron por pueblos desde Sarapiquí hasta Peñas Blancas (y de regreso a San José) se vieron cuadros muy diferentes a los del Valle Central, pero también muy distintos entre ellos.
Difícil acceso
Sarapiquí, donde empezó nuestra travesía, concentra el 82% del terreno de Heredia. El Área de Salud de Puerto Viejo tiene cerca de 52.000 habitantes, de acuerdo con su jefe, Óscar Gerardo Montero. De ellos, 24.000 residen en los 20 kilómetros lineales que van desde el “centro” hasta La Virgen. Los restantes 28.000 se diluyen en medio de caminos lastreados o embarrialados.
Hacia el oeste, el Área de Salud de Pital de San Carlos alberga comunidades a las que solo se llega a través del río San Carlos e incluso del San Juan. En Los Chiles, la trocha fronteriza conecta algunos pueblos, pero las malas condiciones en que se encuentra dicha vía dificulta los traslados.
“Uno desearía que los centros de salud estuvieran siempre al alcance de la población, pero no siempre se puede por las condiciones demográficas, y geográficas. Hay población transfronteriza, donde confluyen con el río San Juan o con la trocha, donde unos días están en un lugar, otros en otro”, manifestó Melvin Anchía.
Otra particularidad de esta población, según el epidemiólogo de la Región Huetar Norte, es que muchas personas trabajan en cultivos que varían según la temporada, por lo que pueden estar en un lugar unos meses y trasladarse luego a otro. Por ello deben organizarse para que nadie se quede sin su esquema completo.
En Upala la situación es similar. Los puestos de vacunación móvil han sido la tónica para alcanzar la mayor cantidad de gente posible, especialmente en zonas de díficil acceso. En La Cruz, por su cercanía con la frontera de Peñas Blancas, el mayor flujo migratorio ha sido un reto para completar esquemas y ofrecer refuerzos.
“Tenemos familias que viven en Costa Rica y en Nicaragua; hoy están aquí, mañana allá. No usan Peñas Blancas, van y vienen sin pasaporte, por ‘tierra’, como ellos dicen. Hemos vacunado a muchísimos nicaragüenses que trabajan o tienen vínculos aquí”, indicó Josué Rojas, encargado de vacunación del Área de Salud de La Cruz.
Vacunadores a prueba de todo
Las dificultades para la vacunación en los rincones más remotos de la zona fronteriza del norte no comenzaron con la covid-19, pero la compleja logística que se tuvo que implementar debido a la enfermedad pandémica evidenció estas particularidades.
Montero percibió los retos por primera vez cuando llegó al Área de Salud de Puerto Viejo, mucho antes de la pandemia. Uno de los primeros días, Sandoval le avisó que debía ir a vacunar a un adulto mayor y que se iba a llevar la moto y luego viajaría en bote. Solo esa vacuna le demandó el trabajo de un día completo.
“Yo no lo podía creer, al principio creí que era una broma o que iba a usar el tiempo en otras cosas, pero no, así es la situación”, subrayó Montero.
El pasado martes 15 de febrero, Fanier Sandoval y Mariana Row salieron rumbo a Los Ángeles de Cureña, donde viven unas 60 familias. Se habían repartido las labores: ella vacunaría a los niños y él, a los adolescentes y adultos. Así minimizaban el riesgo de confusión, pues la vacuna de los niños es diferente.
El lastre los acompañó durante más de las tres cuartas partes del camino. Llegaron a tiempo para preparar con calma todo lo necesario para comenzar las labores a las 9 a. m. A esa hora no había nadie. “¡Qué raro!”, exclamó Sandoval. “¡Si esta vacunación se avisó hace más de dos semanas!”.
Su preocupación tenía motivos: el Área de Salud de Puerto Viejo de Sarapiquí está dentro de las 10 que registran mayor población sin inocular. De hecho, el 35,7% de los habitantes de ese sector no tiene una sola dosis, lo que contrasta con el 19,6% a nivel nacional.
“Es duro, porque nos piden resultados de la misma forma que a otros lugares de la Región Central Norte que no tienen poblaciones de acceso tan difícil. Uno ve cómo los compañeros de otras áreas dicen ‘pusimos equis miles de dosis’, y aquí eso no se puede”, expresó Ivannia Blanco, de la coordinación de Enfermería del Área de Salud de Puerto Viejo.
La preocupación de Sandoval se disipó rápido. No habían pasado diez minutos cuando Karen Hernández, la dueña de la pulpería del pueblo, llegó con su hija de seis años. Ella, al igual que muchos vecinos, creyó que solo habría vacunación pediátrica. Un mensaje por el chat de WhatsApp de la escuela, solventó la situación.
Poco a poco, comenzó a llegar gente: caminando, en carro, en camión y hasta montados a caballo, en busca de su dosis de refuerzo.
“En mi casa solo faltaba ella porque es niña. Los demás nada más tenemos que esperar a mediados de marzo para la tercera dosis”, dijo Hernández.
Horas después, llegó una familia que dejó temporalmente las faenas en la finca. Sus comentarios denotaban el alivio de tener una campaña cerca. Irse en bus hasta el centro de Puerto Viejo significa para ellos perder un día de trabajo.
A las 2 p. m., el horario de la vacunación había terminado. No llegaba nadie más, y había viales (frascos) abiertos. Las particularidades de la vacuna de Pfizer, única con la que contaba el equipo, hacen que las seis dosis contenidas en el vial de los adultos y las diez en los de niños deban administrarse a más tardar seis horas después de abierto el frasco, de lo contrario, pierden su efecto.
“Esto no es San José, donde no importa cuántos viales se abran, se acaban en minutos. Aquí hay que ver cómo los usamos, terminemos a la hora que terminemos”, afirmó Row.
El equipo decidió ir más al norte, a Tambor, justo al lado del río San Juan, sitio en que ve pasar una trocha fronteriza en la que solo cierto tipo de vehículos puede transitar.
Esta vez no fue un consultorio el que los recibió. No había. El corredor de una casa ubicada a un lado de un sector “intransitable de la trocha” fue el lugar escogido. El hijo menor de la familia salió a avisar a los vecinos y se acabó la angustia por los viales.
Los vacunadores completaron el frasco abierto e incluso terminaron uno más, pero abandonaron la casa con dos dosis pediátricas pendientes. “Devolvámonos, en el camino los encontramos, van a ver”, repitió Sandoval.
Ese camino los llevó a una soda en la que pidieron un café, pero ahí también encontraron a un niño de nueve años con su vacuna pendiente. Una de las encargadas del negocio mencionó que Randy, su sobrino de ocho años, estaba sin inocular. Al terminar el café, Sandoval dijo “ya le llegamos a Randy, ya sé dónde es la casa”.
Para las 5 p. m. agotaron dos viales de niños y seis de adultos, para un total de 74 dosis, cifra ínfima comparada con las campañas en centros comerciales o parqueos del Valle Central, pero muy valiosa en un territorio fronterizo. “Cumplimos por hoy, mañana seguimos”, anunció Row.
Al lado de ríos
El miércoles 16 de febrero, La Nación llegó a Boca San Carlos, justo en el punto donde el río San Carlos desemboca en el río San Juan. Si se hubiera podido trazar una línea recta, el trayecto habría sido de 23,4 kilómetros, pero los caminos y la falta de hospedaje obligan a llegar a Pital para enrrumbarse al norte.
Poco antes de las 8 a. m., funcionarios sanitarios llegaron al Ebáis de Boca Tapada para acomodar las vacunas que viajarían a la orilla del río San Carlos. Media hora de viaje en medio del lastre llevó al equipo de vacunación a un puesto ubicado en una especie de muelle.
“Se pueden acercar caminando durante muchas horas, o en bote. Aquí no hay bus, no hay cómo“, afirmó Patricia Rojas, encargada de inmunización en la región Huetar Norte.
Gilbert Rojas, encargado de la vacunación en la margen del río San Juan, añadió: “hay lugares donde no hay acceso por tierra, solo por río. Ahorita no tenemos panga, pero la población es muy colaboradora y pasa a este lado”.
Este sitio pertenece al Área de Salud de Pital de San Carlos, un lugar donde no se ha vacunado el 29,21% de la población y las terceras dosis son del 10% (la mitad de las vistas a nivel nacional).
La mayoría de quienes se acercaron eran niños que llegaban para comenzar su esquema o adultos en busca de un refuerzo, pero también estaban quienes no habían podido acceder antes al biológico.
“No me había vacunado porque creía que no podía. Soy nicaragüense y no tengo seguro, pero ya me explicaron que por trabajar aquí sí puedo”, aseguró Xinia Ocán, de 24 años, después de recibir la primera dosis.
Damián Ocampo no tuvo que hacer un largo recorrido. Su casa queda a solo ocho minutos en canoa, pero realizó varios viajes para llevar a otras personas.
“Me traje a todo el que pude. Este virus lo está destruyendo todo, las familias pierden gente, se pierden trabajadores. Yo me he dado cuenta de todo el mal que hace”, aseguró momentos después de recibir su segunda dosis.
La dinámica fronteriza
El recorrido de una semana de La Nación concluyó en el extremo oeste de la franja fronteriza norte. Aquel viernes 18 de febrero, Géiner Aguilar Carrillo tomó su motocicleta y se dispuso a cumplir con su misión: salir de la clínica de La Cruz de Guanacaste para aplicar la vacuna en sitios más alejados.
Una parada de bus, en la entrada de Las Vueltas, una comunidad cercana al puesto fronterizo de Peñas Blancas, fue su primer punto. A diferencia de otros vacunadores, no pasó penurias en los caminos, todos asfaltados, y su conexión a Internet le permitió anotar de forma digital las vacunas segundos después de administrarlas.
El acceso a la dosis también es mayor aquí; de hecho, este es el sitio que registra mayor vacunación de los puntos visitados. El 21,23% de la población tiene pendiente su vacuna, lo cual está ligeramente por encima del promedio nacional del 19,6%. También es el lugar visitado con más dosis de refuerzo: 13,66%.
Pero las complicaciones eran otras. Aguilar inoculó a taxistas piratas, traileros y trabajadores informales. Ninguno de ellos quiso conversar con La Nación porque al tener una situación migratoria irregular, temían ser deportados y quedarse sin trabajo.
“En Nicaragua es un sueño vacunarse. Aquí, como a uno lo conocen y saben que se hace sus ‘chambitas’ del lado tico, es suficiente para ponernos la vacuna”, dijo un hombre de 38 años que prefirió no ser identificado y que llegó por la tercera dosis.
Para Aguilar también es común vacunar personas que recibieron una o dos dosis en San José, y ya de regreso, pasan por una segunda o incluso, la tercera.
Ese día también enfrentó otras situaciones. Como la campaña de terceras dosis estaba avanzada y ya muchas personas la tenían, salió de la clínica solo con seis viales, equivalentes a 36 dosis.
A media mañana tuvo que dejar su puesto en la parada de bus, pues lo llamaron de una casa. Un joven con parálisis cerebral y su madre ya estaban listos para el refuerzo. Esa casa albergaba también una pulpería, donde la voz se corrió y llegaron más personas buscando su vacuna.
“Me quedé sin dosis. Voy a tener que volver a la clínica por más, o ver qué se ofrece, mientras haya vacunas, hay trabajo”, concluyó.
Este reportaje fue realizado con el apoyo de la International Women’s Media Foundation (IWMF) como parte de su Iniciativa global de reportajes sobre la salud: vacunas e inmunización en América Latina y el Caribe.