Dos veces al día, desde hace casi dos meses, el cardiólogo Ricardo Chacón Bolívar toma un antidepresivo y medicinas para conciliar el sueño. Se las envió el psiquiatra del Hospital México cuando Chacón levantó su voz pidiendo auxilio porque su cuerpo y mente ya no daban abasto.
Insomnio, pesadillas y cambio de carácter fueron las secuelas más importantes que le dejó trabajar ininterrumpidamente desde marzo del 2020 hasta febrero del 2022 en la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI), dedicada a enfermos covid, donde vio morir a decenas de personas en las cuatro olas pandémicas.
El médico de salud ocupacional le recomendó no tratar casos covid durante los próximos seis meses. Hoy, Chacón Bolívar regresó a la cirugía cardíaca, que dejó temporalmente hace dos años para poner el pecho a las balas en la primera línea de atención de la pandemia.
Casado y padre de tres hijos, el médico relató a La Nación su experiencia en la UCI covid del México y cómo la pandemia le cambió la vida para siempre. Este es su relato:
“La pandemia nos agarró por sorpresa. Ya habíamos pasado una inicial con la AH1N1. Con esa, estuvimos dos meses encerrados (en UCI), pero con esta otra fue una sorpresa. Técnicamente, nos preparan para ayudar a las personas a tener calidad de vida, pero de la noche a la mañana nos cambiaron el chip. Pasamos de cirugía cardíaca a ser los expertos en terapia intensiva a cargo de 30 camas.
“Nunca le tuvimos miedo. Pero el caos completo fue con la familia, para los tres hijos y mi compañera. Tenía que mudarme a la entrada de la casa. Lavarme con cloro y botar las llamadas pijamas. La vida nos cambia de la noche a la mañana.
“Cuando yo hacía guardias en Terapia Intensiva y el paciente está a punto de fallecer, me gustaba que la familia estuviera con esa persona y cerrara el círculo, que se puedan despedir, pero con covid todo eso se acabó. Para nosotros, el primer gran impacto no era intubar un paciente con equipo de bioseguridad, sino tener que llamar a una persona que uno no conocía y preguntar: ‘¿vos sos la hermana de ...? Le explico: él acaba de fallecer de covid, tiene que recoger el cuerpo’.
“Para nosotros, fue muy dantesco lidiar con los primeros cuerpos porque teníamos que tomarle una foto al rostro. Cerrábamos con unas bolsas de bioseguridad. Luego le mostrábamos al pariente (la fotografía): ‘¿Este es su familiar? Tiene 12 horas para enterrarlo’.
“Teníamos cubículos de seis pacientes y todos nos preguntaban ‘¿Cuándo me va a tocar (morir) a mí?’ Conforme se fueron llenando las UCI, fuimos disminuyendo la edad de ingreso. Me llamaban: ‘Doctor, tengo a mi mamá enferma, necesitamos trasladarla a la UCI’. ¿Qué edad tiene?, le preguntaba. ‘80 años’. No, mirá, la edad mínima es 70. Hubo momentos en que la edad para ingresar fue de 65 años. Al principio, se nos morían como moscas por muchas cosas: pacientes con comorbilidades que, lamentablemente, el virus era el clavo que hacía falta para que fallecieran”.
Presión a oleadas
“Durante esos dos años, a mi compañera (médica Ericka Anderson) y a este servidor nos vieron muy eficientes. A todos los rotaban cada 15 días. A Anderson y a mí no. Duramos prácticamente dos años seguidos haciendo guardias de día de por medio. Pasamos de hacer cinco guardias al mes a 15, 18 o 20 guardias, hasta doblarnos. Esos turnos empiezan a las 7 p. m. y terminan al otro día a las 4 p. m., pero casi siempre teníamos que quedarnos porque algún colega se enfermaba y no podía cubrir la guardia.
“Con la segunda ola, la Caja empieza a comprar celulares y tabletas para que los familiares se comunicaran y fue peor. Cuando yo le decía al paciente ‘vea, usted está cansada, voy a dormirla para intubarla’, entonces, llamaban a su familia y le decían: ‘Este es el doctor, me va a intubar. Los amo. Estoy a punto de morir. Ya no quiero pelear más. Todos los que están aquí se han muerto‘.
“Eso te crea un nudo en la garganta y me hacía preguntarme hasta dónde íbamos a llegar. Pacientes a quienes no contestaban los familiares, me pedían que les dejara una nota: ‘Por favor, doctor, dígales que los amo, dígales que son mi vida’. Todo eso va pesando, va pesando, va pesando. Por más fuerte que uno sea, eso te dobla.
“Mi punto de quiebre fue una tía política de 57 años, sana, que de la noche a la mañana se enfermó y la internaron en el Calderón Guardia. Se complica hasta que la ventilan y fallece. ¿Cómo le explico esto a mi tío, a sus hijos? Que su mamá salió caminando y ahorita está en una bolsa. No la pueden ni ver ni despedir ni nada. Ese fue el punto mío de quiebre. No de miedo de entrar a intubar, sino de decir hasta aquí: ya llevo dos años en esto, desde el punto de vista mental no es bueno para mí, para mi familia o los pacientes.
“Por otro lado, la lista de espera de cirugía cardíaca pasó de 100 a 400 hoy. Son cuatro cirugías por semana y es poco lo que se puede avanzar en esa lista. Las labores mías en el equipo de cirugía cardíaca y de terapia intensiva tampoco se detuvieron. Un día, me tocaba en terapia intensiva covid, y otro la guardia en la UTI médica cuando llegaba un apuñalado o una infección en las válvulas, y nos tocaba entrar, y yo decía: ¿En qué momento voy a descansar?”
Trastorno en la vida familiar
“Cuando uno está en las UTI el sistema te obliga a ser competitivo. Yo llegaba a la casa y no me podía sentar a tomar una taza de café con mis hijos. Llegaba a ver qué era lo nuevo en covid. Nuestras autoridades nos obligaban a un bombardeo de información para estar al día. Fue muy duro para todos.
“La otra parte es la de mis pacientes recuperados poscovid, que es muy duro. Si yo la trato a usted y tres meses después le salvé la vida, yo pregunto: ¿Eso es salvarle la vida? Un paciente que está consumido, solo piel y huesos, conectado a una traqueotomía y a un respirador, lleno de úlceras o cicatrices por todos los catéteres, algunos con falla renal y otros con sondas de alimentación... y les salvamos la vida.
“Pero esa persona era 100% funcional y trabajaba y ahora se lo devolvemos a la familia, pero ¿qué les estamos devolviendo? ¿Cuáles son las redes de apoyo que esos pacientes tienen? Yo los refiero a rehabilitación del Cenare (Centro Nacional de Rehabilitación), y la misma familia nos dice que les dan la cita para noviembre del 2023.
“Todo esto es lo que nos ha pasado en dos años. Ha sido una bendición para mí todo lo que se pudo ayudar. El salir invicto, porque no me enfermé pese a que tuve que entrar dos veces a ventilar a un paciente en paro sin más equipo que el cubrebocas. Noches eternas de bañarse cada vez que entraba a un cubículo. Días en los cuales, a las 2 a. m., yo llevaba siete bañadas con agua fría porque no había agua caliente. Perdí un montón de peso porque no comíamos o no lo hacíamos bien.
“Tuve que pedir ayuda al psiquiatra porque yo sentí que llegó un momento en que creí que estaba haciendo mal las cosas. Después de intubar a un paciente y entregarlo a la unidad de terapia intensiva para soporte renal o para que le lavaran la sangre, sentía que no era yo. Las piernas me temblaban y me metía en un llanto. Me preguntaba hasta dónde va a llegar esto. No llegaban las vacunas o llegaban tarde. Me preguntaba cuántos muertos más.
“Terminé pidiendo ayuda psicológica y psiquiátrica. El psiquiatra del Hospital México vio que yo llevaba prácticamente un año y ocho meses en esto. Tenía trastornos en el carácter y en el diario vivir. Trastornos como que yo llegaba a casa y no le hablaba a mis hijos. Nada más me acostaba a dormir. Muchas veces, me levanté para ir a trabajar y dije ‘¡ay, Dios mío! ¡Qué tortura volver a trabajar!
“Sin embargo, si vuelvo a nacer volvería a hacer lo mismo. Si viniera una cuarta o quinta ola, ahí volvería estar. Ahora me siento bien. Si el día de mañana nos llaman, ahí vamos a estar”.