Cinchona, Alajuela. La fuerza del terremoto que sacudió con furia al país, la tarde del jueves, condenó irremediablemente a la comunidad de Cinchona a convertirse en un pueblo fantasma.
Muy pocas viviendas soportaron en pie los embates de la naturaleza; aquellas que no cayeron tras el sismo de 6,2° en la escala Richter evidenciaban ayer severos daños que las tornaron inhabitables. Más de 80 sucumbieron.
Para Cinchona, en el distrito de Sarapiquí, Alajuela, no hubo piedad. Ni siquiera el templo católico se salvó. Imágenes de santos, cuadros, vitrales –convertidos en pequeños fragmentos de vidrio– y bancas quedaron desperdigados.
En las afueras, las dos campanas yacían tendidas entre las profundas grietas que rodean los jardines. Por doquier hay viviendas colapsadas. La naturaleza no respetó construcciones de madera o cemento; nuevas o viejas; grandes o pequeñas.
Aquí nada quedó a salvo.
Kilómetros de carretera desaparecieron entre toneladas de tierra. La montaña desgarrada no podía ocultar sus heridas: enormes deslizamientos que cayeron por los desfiladeros hasta el cauce del río Sarapiquí.
Desolación. Bajo esta tierra hay muerte; las autoridades están convencidas de eso, pero nadie se atreve a hablar de cuántos. El viento no oculta el olor a muerte, que ya se percibe por doquier.
Son muchos los desaparecidos. Los lugareños incluso los señalan por sus nombres: Francisco, Francela, Jeffry; nada es oficial.
En el fondo de un barranco apenas son perceptibles los restos de dos camiones repartidores. De sus conductores no hay noticia.
En este lugar, los desaparecidos se cuentan por decenas, pero solo se han recuperado tres cadáveres. Ayer aparecieron cerca de la catarata de La Paz, Sarapiquí (a varios kilómetros de Cinchona).
Los sismos no cesan. Llegan acompañados de pequeños deslizamientos que reducen, aún más, el poco espacio que quedó disponible para el rescate aéreo de los más de 200 moradores de Cinchona.
Nadie pudo salvar nada. En los helicópteros las moradores apenas tienen espacio para llevar la ropa que visten. Algunos portan pequeños objetos en bolsas. Todo queda atrás; sus vidas y sus sueños.
En el centro de operaciones, en la plaza de San Miguel de Sarapiquí, decenas de turistas descienden asustados de las aeronaves. Tina Stutter, de Bélgica, es uno de ellos. Ama a este país. Ha venido en ocho ocasiones, la última con sus dos hijos, de 4 años y 9 meses.
Ella casi pierde la vida. “Mi esposo estaba con mis hijos junto a una ventana, en un mirador de la catarata de La Paz. Yo estaba un poco más atrás. No tuvimos tiempo de correr. Todo cayó de una vez. Rodamos como 20 metros”, relató.
Otra gran cantidad de turistas, entre estos alemanes, argentinos y belgas, fueron rescatados por aire. Colaboró Carlos Hernández, corresponsal