¿Cuál número de la lotería jugará el exministro de Ambiente y Energía, Carlos Manuel Rodríguez Echandi? El hombre parece dueño de una suerte que asombra y desconcierta. A lo mejor es el 20 o el 06; las cifras del año cuando se salvó de milagro de una muerte tan segura como inusual.
Él no juega lotería pero reconoce la gran fortuna de conservar una vida que hace 16 años casi acaba, luego de permanecer extraviado por cerca de 72 horas en el Parque Nacional Corcovado, en Osa (Puntarenas), y después de sobrevivir el ataque de una danta.
Las noticias entonces dibujaron a grandes trazos lo que él mismo pintó ante micrófonos y cámaras como “una imprudencia”. Más que eso: el asunto fue más colorido e intenso.
En realidad no fue una sino una serie de imprudencias hasta hoy desconocidas de una aventura que, a sus 62 años, repasa como una lección duramente aprendida cuando el almanaque marca el inicio de otro año. De hecho, una rutina del calendario lo puso cerca del más allá.
Mientras fue ministro del 2002 al 2006, acostumbraba ir cada año a Corcovado con varios guardaparques a los controles de caza ilegal, frecuentes en dicha zona protegida. La dinámica consistía en llegar a un campamento en media selva desde donde se hacían los patrullajes.
Al amanecer del 20 de abril de 2006, él y sus acompañantes bajaron de una lancha en el punto de ingreso localizado en playa Llorona. Desde allí, debían caminar 17 kilómetros al campamento por unas cinco horas.
Eran ocho hombres sobre un sendero estrecho, dada la espesura natural a su paso. Era la tercera visita del político, quien iba a dejar el cargo al mes siguiente.
“Soy aficionado a las aves y como los guardaparques iban hablando, vacilando y haciendo ruido, me adelanté para ver pájaros. Llevábamos unas dos horas cuando me les adelanté unos 200 metros”, recordó.
Ya a solas, a veces los escuchaba y a veces no por el silencio que reina en la selva.
En eso, le pasó al frente una danta y su cría, que iba renqueando.
En un impulso, el caminante cometió dos imprudencias: su curiosidad por ver la cría lo hizo salirse del sendero y además empezó acercarse a los animales.
El peso de la naturaleza
“La danta me vio, cada tanto giraba las orejas para ubicarme. Los seguí pero la hembra sabía que yo venía; entonces puso su cuerpo entre el mio y su bebé mientras los seguía a unos 20 metros. Al colocarse así, me estaba diciendo: ‘no se acerque, no se acerque’”, explicó.
El trío se desplazó así un rato y entonces ocurrió un tercer error: salió corriendo para rodear a los animales y esperarlos adelante para verlos bien.
Adherido a un árbol, los vio venir directo a él. La cría estaba cubierta de heridas y sangre lo cual le hizo pensar en el ataque de un jaguar.
“Cuando me asomé, la danta me vio y se sintió vulnerable. Pude sentirlo. No me dio tiempo de nada: se vino como una flecha. Corrí pero me alcanzó en menos de diez metros”.
El tapir centroamericano (Tapirus bairdii) o danta es un mamífero fascinante. Llegan a pesar 300 kilogramos, y aun así, pueden correr a 50 kilómetros por hora. Excelentes nadadores, también son buceadores expertos y capaces de cruzar ríos caminando sobre el lecho de estos.
Suelen ser mansos, excepto cuando algo los amenaza, sobre todo las hembras, cuya ferocidad al defender a sus crías las transforma en una peligrosa fuente de patadas, mordiscos y embistes capaces de repeler depredadores como jaguares o, en este caso, servidores públicos.
Rodríguez da fe de ello.
Con su cabeza, la danta lo embistió lanzándolo un par de metros por el aire. Él cayó sobre su vientre y, sin tiempo de levantarse, el animal se le acercó y empezó a levantarse en dos patas para luego dejarle caer las delanteras en la espalda.
La pirueta se repitió varias veces, lo cual fisuró algunas costillas del curioso y le dejó cortaduras en la cabeza.
La madre intentó morderle el cuello pero sin éxito pues el salveque que Rodríguez cargaba se lo impidió. Al final, la mochila sufrió dos mordeduras y había otra en una de sus botas de hule.
El animal no paraba y entonces él acató a tirarse a una quebrada seca. La caída agregó magulladuras en las caderas y hombros; el impacto contra la superficie le sacó el aire y lo dejó inconsciente.
Maldiciones en la jungla
“Me desperté como una hora después, no sabía qué me había pasado. Estaba mareado y con sangre en la cara. Luego me acordé de todo y permanecí queditico un rato. Pensé ¡hijueputa, de la que me salvé! porque si me muerde a mí, me desangro”, confesó.
Con pasos indecisos y dificultad al respirar, buscó sin éxito a los guardaparques y el sendero. El grupo había seguido hacia el campamento bajo el supuesto de que Rodríguez sabía la ruta y ya estaba ahí. Al llegar, le preguntaron al cocinero: “¿Dónde está el ministro?”
“¡Diay hijueputas! ¿No andaba con ustedes?, ¿no estaban trayéndolo?, ¿qué lo hicieron?”.
Esta habría sido la respuesta textual del cocinero, quien había llegado antes al campamento, según dijo Rodríguez, a quien luego le relataron esa parte de la historia.
Ahora que juntos compartían la misma crisis (dejar al jefe extraviarse en la selva en vez de cuidarlo), los guardaparques debieron caminar otra vez toda la ruta que recién habían recorrido para buscarlo.
Aquel 20 de abril por la tarde, sin comida y herido, solo andaba con un foco, un machete, un revólver y la mochila. Decidió hacer un modesto campamento donde soportó una noche de dolor al punto de sentir su muerte.
“En un momento pensé que si me iba a morir, qué mejor lugar que ese y haciendo lo que me gusta”. Al siguiente día, empezó a orientarse para salir al mar; su mejor opción de sobrevivir.
En el trayecto, pasó otra noche en la selva, donde se cruzó con una serpiente terciopelo y con huellas de jaguar cerca de donde durmió. Además, recordó aún con maldiciones, que había un estero de unos 150 metros de largo donde habitan tiburones toro y cocodrilos, el cual debió cruzar a nado.
Antes del anochecer del 21 de abril, y en sus propias palabras, se dijo: “Vale mierda lo que pase, estoy en paz y esto es mi pasión”, pero al amanecer del 22 de abril, más bien se daba valor diciéndose esto: “¡Hijueputa!, tal vez sí lo logre”, “voy a ponerle ganas, creo que sí me voy a salvar”.
Ese día, escuchaba los helicópteros que lo buscaban, pero solo cuando oyó el mar supo que sí se salvaría. Ya en playa Llorona, avanzó un kilómetro por la arena hasta topar con una patrulla que lo rescató del paraíso a media mañana.
“Todo ese tiempo fue de profunda reflexión filosófica sobre la vida y la muerte y, en particular por estar allí en Corcovado”, afirmó.
-¿Por qué?
- Porque Corcovado es de los pocos sitios vírgenes de un planeta que antes era todo así, pero que los seres humanos hemos destruido. Me costaba entender que Hatillo o Escazú o Tibás eran como Corcovado no hace mucho. Esas eran mis reflexiones: cómo vinimos al final de la cadena evolutiva a destruirlo todo.
- Usted no juega lotería pero sí retuvo el mayor premio de todos ¿no cree?
-Me pegué la lotería solo una vez ... cuando me topé la danta (risas)... pero ya en serio, sí es verdad que personas extraviadas en Corcovado nunca salieron... Mi vida no la he desperdiciado y permanezco muy agradecido.