Cuando llega la noche, San José es un hervidero de gente apurada por llegar a su casa después del trabajo, donde un plato de comida y unas horas de descanso los aguardan; posiblemente también un abrazo y una palabra de aliento.
Mientras eso sucede, en la zona roja de la capital, en una de las malolientes calles entre las avenidas cinco y siete, otro gentío intenta organizarse para formar una fila, una fila que se hace muy larga.
Cualquier que eche una mirada a aquella escena los reconocerá, son los llamados habitantes de la calle, personas sin hogar o indigentes.
Están allá esperando un turno para introducir su mano en una bolsa con fichas negras y amarillas, que definirán su destino, al menos por las siguientes horas.
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¿Por qué esos colores? Nadie lo sabe, pero si sacan una amarilla ganarán una ducha fría, un plato de comida, una pijama azul oscuro y una cama limpia; si sale una ficha negra deberán buscar algún cartón, sobras en un basurero y un rincón en la acera para dormir.
Es una lotería cruel. Solo los adultos mayores y las mujeres están exentas de ese de ese azar. La dinámica parece injusta, pero es la forma de evitar filas desde las primeras horas de la tarde y a los “vivazos” que se colan o guardan campos para sus amigos.
Salir favorecido en esa lotería no da dinero, pero ofrece unas horas de dignidad para pasar la noche. A las 6 a. m., el sistema los expulsará a las calles de nuevo y regresarán al finalizar la tarde ansiando la ficha amarilla.
Solo un centenar de espacios
La escena se repite todas las noches en el albergue para indigentes de la Municipalidad de San José, el sitio funciona desde hace 15 años en un edificio que, algún día, fue un hotel. Tras varios años en abandono, el Ayuntamiento lo alquiló, lo remodeló y lo dio en administración a una organización no gubernamental, la cual atiende cada día a cien personas, aproximadamente.
Cien camas es nada para el número de habitantes de la calle que deambulan por San José.
No existe un registro oficial, pero algunas organizaciones calculan que hay entre 6.000 y 7.000 personas sin hogar en ese cantón. Es imposible conseguir una cifra exacta, pues la indigencia es un fenómeno social complejo y dinámico en el que todos los días alguien entra y, con suerte, alguien sale de las calles.
Manuel Antonio Sequeira Sandí está entre los que aspira a dejar esa vida pronto. A sus 56 años ya perdió la cuenta de cuántas temporadas ha pasado en las calles, la última empezó en octubre de 2022. Fue cuando perdió el trabajo como pintor de carros por su adicción al alcohol.
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“Yo no tomo licor o cerveza, tomó alcohol de fricciones”, dijo Manuel, como tratando de explicar la dimensión de su adicción.
Cuando se refiere a los indigentes habla de “ellos”, no se incluye. Quizás es negación; quizás es un mecanismo de protección o quizás es una forma de cultivar la esperanza de que, un día de estos, a lo mejor, ya no tendrá que hacer la fila, no deberá introducir su mano en la bolsa y mucho menos aguantará la respiración a la espera de la bendita ficha amarilla.
Distintas realidades
Mientras la incertidumbre se mantiene afuera, adentro Luis Diego Camacho Retana celebraba que fue uno de los consiguió una ficha amarilla el lunes 12 de junio.
Antes de pasar a su habitación, el joven de 27 años tuvo que identificarse. Debe anotar el nombre en un registro y someterse a una intensa revisión para descartar que porte armas y drogas.
“No consumo drogas”, señala el joven. Según narra, meses atrás murió su abuelo, que era su figura paterna y terminó viviendo en los barrios del sur de San José, en la casa de su madre y su padrastro, con quien empezó a tener los problemas que, aseguró, lo lanzaron a las calles.
No terminó la primaria, ni siquiera sabe leer y escribir, de ahí que sus opciones de conseguir empleo son pocas y si lo logra, será malo.
En ocasiones, aparece alguna “chamba”, pero el salario es insuficiente para alquilar una casa. Entonces, la necesidad lo mantiene atado a las calles, por eso acude todos los días a la ingrata rifa.
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“Vivir en la calle es muy duro, sobre todo por la falta de comida, hay que buscarla en la basura”, comentó Luis Diego.
Esa es una historia, pero hay decenas. La mayoría de las personas que asisten al albergue municipal ya viven en las calles, pero hay otros que están en el proceso a la indigencia. La mayoría son hombres y se diferencian porque cargan un salveque con unas pocas pertenencias, visten camisa de botones, zapatos casuales y aún tienen teléfono celular.
“Algunos están acá porque la esposa los echó de la casa, perdieron el trabajo y están buscando uno o dicen que viven en algún lugar lejano y los dejó el último bus. Hay de todo”, explica uno de los oficiales de la Policía Municipal que mantiene el orden en el lugar.
En esa larga lista de historias está Juan Luis Delgado Duarte, de 74 años. Un día de 2018, luego de cumplir cinco años de cárcel en Liberia, Guanacaste, tomó un autobús para regresar a las calles josefinas, las mismas por las que deambuló por años consumiendo marihuana y crack, robando, estafando y haciendo daños, según admitió.
Al volver a la capital, se enteró de la existencia del albergue municipal y, por ser adulto mayor, ingresó sin necesidad de la ficha amarilla. Allí encontró unas condiciones que nunca había recibido en su vida: una voz amable, una pijama limpia, una cama cómoda, artículos de higiene personal y un plato de comida cada noche.
Por más de dos años, Juan Luis asistió cada noche al dormitorio municipal hasta que la administración del lugar le ayudó a conseguir una pensión del régimen no contributivo. Son ¢82.000 con los que paga un pequeño cuarto en barrio Aranjuez, San José. Ese fue el fin de 57 años de rodar entre la calle y la prisión.
Ahora, el hombre duerme en el cuarto que alquila y pasa los días en la Escuela de Arte Para Personas en Situación de Calle, un proyecto de Chepe se Baña que ofrece clases de computación, yoga, costura, barbería, música y otras más para personas en indigencia o riesgo social.
“¿Cuándo iba a imaginar tener una computadora enfrente? Poder poner por lo menos mi nombre en un aparato de estos...”, expresó el adulto mayor, mientras teclea con lentitud y cocina la ilusión de escribir, en ese mismo aparato, su historia.
“Me hubiera gustado ser una persona normal, llevar una vida normal. Ser una persona de bien y ser un ciudadano de bien”, reflexionó.